lunes, 1 de abril de 2019

PENSAMIENTO POLÍTICO Y SOCIAL EN LA EDAD MEDIA Y LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL


VII.   
PENSAMIENTO POLÍTICO Y SOCIAL DE LA EDAD MEDIA Y LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL

En este capítulo se prosigue el tema iniciado anteriormente con palabras de E. Pagels: “La política del paraíso”. Referido ahora, principalmente, a la época medieval. Al teólogo y politólogo actual esta impregnación de las teorías político-sociales por el dogma del PO podrá parecerle algo anacrónico, lejano, inactual, ya superado. Tiene razón, pero conviene no olvidar la historia de las ideas y las circunstancias que han dado lugar a la aparición de tales ideas. Tanto el que niegue, como el que siga manteniendo la vieja doctrina del PO, no debería desconocer la historia de tal doctrina. Pero como se trata de una etapa histórica y cultural generalmente ya superada, en lo esencial, podemos ser breves en este rápido paso por el túnel del tiempo.

1.Pecado y poder. La caída original y el origen del poder dominativo en el pensamiento político patrístico y medieval.

Tal es el título de una monografía de W. Stürner en la que se trata, con buena documentación, un problema muy estudiado desde diversos puntos de vista. El trabajo realizado por este autor encuadra perfectamente dentro del tema general de nuestro estudio. Recogemos algunas de sus afirmaciones, las que pueden ofrecer mayor interés para el tema que estudiamos.
La narración bíblica sobre el paraíso, la caída y la posterior situación miserable de la razón adánica ha influido poderosamente en la doctrina política de los primeros siglos cristianos, y luego a lo largo de la Edad Media. Nada extraño, si tenemos en cuenta que el relato de Gn 2-3, durante siglos, ha sido leído por la tradición cristiana como texto fundante de su concepción del hombre, tanto en su vertiente individual como social.
‘Los primero Padres’, particularmente Ireneo, veían una conexión interna entre el origen del ‘poder’, de la autoridad dominativa, coercitiva en la sociedad y en la Iglesia y la doctrina del PO. Pensando, sin duda en Rm 13,1-7. Tenían la convicción de que la autoridad política era una señal de la providencia de Dios que cuida del hombre. Pero, como consecuencia de la caída primera, El Pecado domina la historia humana. Se han desatado los poderes del mal en el interior del hombre y en la sociedad. Para que las fuerzas del mal no destruyan su obra, Dios instituye la autoridad política. Ésta debe ser ejercida en nombre y por delegación de Dios. Los cristianos deben acatarla como tal, en todo lo referente a los asuntos temporales y a la paz social. En lo referente a lo espiritual, la autoridad política debe estar sujeta a la autoridad de la Iglesia. Nótese el origen divino, ‘descendente’, pero también el contexto poslapsario, ‘hamartiocéntrico’ (centrado en el pecado) y, por ende, el enfoque de índole negativa desde el que se desarrollan estas teorías sobre la autoridad dominativa, sobre el ejercicio del poder en la sociedad.
Un cambio notable se obra bajo la influencia de Agustín y su teoría del PO. Ya Tertuliano parece que discurría en esta dirección, pero es Agustín quien sistematiza estas ideas. La autoridad coactiva, dominativa, es presentada por él como un ‘castigo positivo de Dios’ por el PO. Ireneo y los Padres orientales pensaban que era una secuela, consecuencia (desagradable) del PO, pero ‘no castigo’ divino positivo, en sentido propio. Quien se había revelado contra su Creador es sujetado al dominio de los demás hombres. La naturaleza viciada en el ‘hombre caído’ está dominada por el egoísmo radical, que es el que construye la ciudad terrena, según Agustín. Pero también trae consigo algo bueno, pues la autoridad dominativa es la que hace posible una vida social tolerable para el ‘hombre caído’, pecador ‘forzado’. En este sentido, tal autoridad es también un favor de Dios, quien no abandona del todo al hombre. Instituye la autoridad coactiva a fin de que el egoísmo radical del ‘hombre caído’ no destruya la obra del Creador. Todas las instituciones humanas, toda autoridad aparece viciada por el PO y, por ello, de algún modo está exigiendo algún poder espiritual, sobrenatural que la regule.
De aquí deriva el llamado ‘agustinismo político’ y se abre paso hacia diversas formas de régimen teocrático. Esta mentalidad llegó a su apogeo y puso en marcha intentos de realización práctica en los siglos XI al XIV. Tuvo su manifestación concreta más destacada con el papa Gregorio VII. Según pensaban entonces muchos teólogos y canonistas, el Padre celestial habría concedido a Cristo todos los poderes terrenales y espirituales. Cristo habría conferido a Pedro y al Papado romano todos estos poderes en el cielo y en la tierra (Mt 16,19 -olvidando: Mt 18,18-). Y desde Pedro y desde el Papado se derivaría todo otro poder en la sociedad humana. No sólo el ‘autoritarismo’, también el ejercicio normal de la autoridad política en la sociedad y en la Iglesia busca una justificación teológica, explícita o implícita, en el hecho de que el hombre se encuentra debilitado, viciado por la caída original, por el PO.
También W. Ullmann, en sus estudios sobre las ideas políticas en la Edad Media confirma la influencia en ellas de la enseñanza eclesiástica sobre la caída original. Esta creencia en el PO operaba en el trasfondo de las ideas teocráticas, hierocráticas, de la teoría ‘descendente’ sobre el origen de la autoridad, no sólo eclesiástica, sino también civil, vigente en aquellos siglos. De no haber ocurrido el pecado adánico no existiría la autoridad ‘dominativa’ en la historia humana. No era necesaria, si el hombre hubiera permanecido en el estado paradisíaco.
Distingue Ullmann dos direcciones en las doctrinas políticas y luego en la realización práctica de las mismas a lo largo de la Edad Media. Una visión que él llama ‘descendente’, respecto al origen de la autoridad y de la doctrina política que la justifica, y otra que llama ‘ascendente’. Según la teoría ‘descendente’, toda la autoridad viene, en forma directa e inmediata de Dios al emperador, al rey y, especialmente, al Papa. Luego, desde el Papado ‘desciende’ a todos los demás mandatarios eclesiásticos. Y desde el Emperador a todos los mandatarios civiles. El pueblo, reducido a ‘plebe’, es mero receptor, mero súbdito, no es ‘ciudadano’ con derechos propios, autóctonos y autónomos. No tiene más derechos naturales que los que le otorga la autoridad civil o eclesiástica. Dentro de la teoría ‘ascendente’ se piensa que Dios crea al hombre como ser naturalmente sociable, capaz y necesitado de unirse en sociedad. La sociedad, ‘el pueblo’ elige, por consenso, a sus autoridades que ejercen su función como representantes del pueblo. Así surgen los municipios, los reinos, el imperio, según la terminología de entonces.
Sin entrar en ulteriores explicaciones, a nosotros nos interesa señalar la influencia que la doctrina del PO ha ejercido en el origen, en el mantenimiento, y como soporte argumentativo teológico y, en este sentido, divinal de dicha teoría y praxis política. Ullmann no quiere profundizar en la teoría teológica del PO. Únicamente señala alguno de los aspectos de la misma que influyen, de forma más directa, en la manera de presentar y justificar dicha teoría política. Y la visión del hombre y de la actividad e historia humana que está en la base de esta teoría política es, sin duda, la teoría agustiniana del PO. Según ella, la humanidad primera se encontró en la situación edénica que, a su juicio, está diseñada en Gn 2-3. Entendida, como es sabido, como situación real, histórica, en un sentido del todo realista y literal. En tal estado, parece claro que el hombre no necesitaba de autoridad dominativa ninguna. Se le concedía al hombre el dominio sobre los seres del universo, pero no sobre los demás hombres. Ocurre el pecado de Adán y de todos en él. El género humano se torna, por ‘castigo divino’, en ‘masa de perdición, masa de pecado y de condenación’, según frases agustinianas que hoy nos parecen tan desacertadas y hasta repulsivas para la sensibilidad cristiana, afrentosas para la dignidad del género humano. Pero durante siglos circularon en ‘pacífica aceptación’ en todo el Occidente cristiano.
Dentro de esta antropología ‘hamartiocéntrica’ (centrada en el PO), adoptada por los teólogos de la primera Edad Media, no existe un concepto de ‘naturaleza’, un concepto de hombre visto en sus estructuras esenciales, deducido de la experiencia empírica y de la reflexión racional y que se mantenga inmutable dentro de los diversos avatares de la historia concreta; de los diversos estados (situaciones) histórico-salvíficos en los que pudiera encontrarse el hombre. En consonancia con esta teoría, no podía haber una ley natural, en el sentido de la teología católica actual. La sociedad humana, corrompida por el PO, no puede darse a sí misma una ley política que sea justa y beneficiosa. La única ley que pude decirse ahora natural/universal para todos los hombres es la ‘Ley evangélica’. En ella la única autoridad es la de Dios, la de Cristo, la que éste confirió a Pedro y a los papas: “poder de atar y desatar todo en el cielo y en la tierra” (Mt 16,19); olvidando (Mt 18,18) donde esa es una autoridad conferida a todos los cristianos. De ahí deriva toda otra autoridad, todos los derechos de los hombres. No hay, pues, una política, una autoridad secular, civil, autónoma, sino sólo la que se ejerza en dependencia de la autoridad religiosa de la Iglesia, del Papado. No existe el ‘ciudadano’, sino sólo el ‘súbdito’. O bien sólo sería ‘ciudadano’ el ‘cristiano’, no el hombre extraño a esta religión. Únicamente avanzada la Edad Media, desde el siglo XIII, comenzó a adquirir poder y fuerza ‘la política ascendente’: la que considera que es posible una política natural, que brota del hombre, del ciudadano. De una naturaleza humana que no esté viciada originariamente y que, por ende, puede darse a sí misma leyes sanas y ser regida por una legítima autoridad, unos gobernantes que ella misma se ha dado, escalonada en municipios, reinos, imperio.
Es de interés recoger las observaciones que Ullmann hace sobre el origen de estas ideas políticas que consagran y cubren con el dosel sagrado de la teología el cesaropapismo, el autoritarismo y la exclusión del pueblo del gobierno de la comunidad. Son formas de gobierno de origen pagano, están calcadas en las concepciones del derecho imperial romano. Que, a su vez, estarían inspiradas en la tradición de los emperadores y déspotas orientales anteriores a los romanos, no precisamente en la tradición de la Roma republicana o de la democracia ateniense. Concepciones que son progresivamente abandonadas cuando llega a Occidente otra visión del hombre, otra ciencia política basada en el aristotelismo, en el estoicismo, en la democracia de Atenas yd e la Roma republicana.
Los predicadores del Mensaje evangélico habían realizado un esfuerzo de inculturación/aculturación tomando como paradigma la filosofía/visión del hombre propia del neoplatonismo y del derecho imperial romano. Sobre ellos se basa este tipo de política llamada ‘descendente’. La teoría del PO sirve de apoyatura mental, ideológica, subsidiaria y complementaria. Ya que, la enseñanza sobre ‘el hombre caído’ propuesta por los teólogos cristianos, coincide peligrosamente con la antropología y metafísica platónica del ‘alma desterrada’ en el planeta tierra. Al irse imponiendo la política aristotélica, fue prevaleciendo la política de signo ‘ascendente y democrática’, la que ve la autoridad subiendo del pueblo hacia los gobernantes. Esta teoría política parte del análisis empírico del hombre, sin apriorismos teológicos. ‘La política del paraíso’ no sirve para elaborar una teoría política que responda a la realidad histórica del hombre. Como se ve y se confirma más adelante, ‘la doctrina del PO favorecerá siempre el autoritarismo político, y se tornará suspicaz frente a toda democracia política’.

2.Pervivencia del paradigma agustiniano sobre el origen de la autoridad política

Como es sabido y hemos reiterado, los estoicos y, especialmente el aristotelismo, desconocen del todo la idea del ‘hombre caído’, cultivada por la filosofía platonizante y adoptada por la teología cristiana. La teoría agustiniana antes mencionada, el ‘agustinismo político’, ofreció resistencia durante algún tiempo a la entrada del aristotelismo político. No en su integridad, pero sí en ciertos aspectos de la misma.
Mencionamos, en primer lugar, a san Buenaventura (1217-1274), reconocido teólogo de tendencia agustiniana, concretamente en lo referente al problema del PO y en la visión infralapsaria, hamartiocéntrica de la historia y economía de salvación. Con suficiente claridad dice el Doctor Seráfico que, de haber continuado la humanidad en el estado de integridad primera, no hubiese sido necesaria la autoridad política. Únicamente hubiera existido al autoridad paternal, conyugal, familiar, doméstica. Las cuales se fundamentan sobre lo más noble del espíritu humano: el amor, la amistad, el respeto, la servicialidad. La autoridad política inevitablemente impone numerosas limitaciones a la libertad individual. Estas limitaciones no ocurren sino como ‘castigo divino por la rebeldía original del hombre contra su Hacedor’. Es el PO el quien ha sembrado la rebeldía y discordia en el interior del hombre y en las relaciones de unos hombres con otros hombres.
Podemos dejar en su propio tamaño y en su ambigüedad esta explicación, en parte idealista y, en parte, rudimentaria e ingenua, sobre el origen de la autoridad y dominio de unos hombres sobre otros. Los teólogos medievales se apoyaban en una lectura historicista del Génesis. Sin embargo, los mitos de la edad de oro y el filósofo Séneca también decían que, en aquella dichosa edad, no había autoridad impositiva ninguna, porque no existía el “tuyo” ni el “mío”, que es origen de todas las discordias humanas. Y lo recordaba Don Quijote a los cabreros “que embelesados le escuchaban” (M. de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, I, c.11). El texto cervantino es testigo de una tradición cultural humanista pagana, que no proviene de la teología, y que tiene un valor informativo que conviene recordar en este momento.

El beato Juan Duns Escoto (ca. 1265-1308) calificado como teólogo muy crítico, de riguroso y acerado razonar (Doctor Sutil) también recurre al evento y trasmutación introducida por el pecado adánico para esclarecer algunos aspectos de su enseñanza sobre el origen y límites de la autoridad política. Ésta a diferencia de la autoridad familiar paterna y de la conyugal, ‘no es de necesidad natural primaria’, del todo indispensable a la naturaleza humana. Porque, en tal caso, habría existido también en el estado paradisíaco, afirmación que un teólogo medieval no podía admitir. La autoridad política es necesaria, está legitimada y es ‘natural’/connatural en sentido derivado. Vale decir, como consecuencia y derivación de la situación histórico-existencial surgida a consecuencia del PO. Pero, para Duns Escoto la aparición de la autoridad política en la historia humana ‘no es un castigo de Dios’ por el PO, uno de tantos como menciona la tradición cristiana, sino una ‘consecuencia’ connatural y normal dentro de la nueva situación existencial creada en el hombre por el evento del pecado adánico. Éste trajo consigo la pérdida de la rectitud-justicia original en el sentido anselmiano. Pero, siguiendo la tradición oriental, Escoto opina que, lo que es ‘natural’, ‘lo que pertenece a la naturaleza en el hombre, quedó íntegro’, no ha sido viciado. El hombre no ha sido internamente viciado ni en el cuerpo ni en el espíritu por el PO. Tan sólo ha sido “desvestido”, desposeído del don de la justicia original, del conjunto de dones gratuitos de los que estaba ‘adornado’ y que le protegían contra el desenfreno de la líbido/concupiscencia. En el caso, contra el afán de dominar: la ‘libido dominandi’, la ‘erótica del poder’. Por tanto, el hombre, aunque le digamos ‘hombre caído’, conserva íntegras sus posibilidades naturales para darse a sí mismo leyes justas en el orden político. Siempre que la autoridad que haya de imponerlas y las propias leyes sean acordadas mediante el consenso de los ciudadanos. Escoto aceptaría en este momento la explicación del origen de la autoridad y régimen político, según el paradigma que Ullmann llama ‘ascendente’. De esta forma, queda desacralizado el orden político. Éste, para mantener su autonomía y validez interna no precisa ser ejercido bajo la tutela de la autoridad religiosa. Que sería la encargada de sanar las heridas que el PO habría ocasionado en el ejercicio de la actividad política.

Guillermo de Ockham (ca. 1280-1349) tuvo y aprovechó la oportunidad de reflexionar, con el hondo y acerado criticismo que le caracteriza, sobre el origen, naturaleza y límites de la autoridad. Ockham emprendió una lucha tenaz contra las ideas de ciertos juristas y teólogos sobre la ‘plenitud de potestad’ (plenitudo potestatis), los omnímodos e ilimitados poderes divinos y humanos supuestamente concedidos por Cristo a Pedro, al Papa de Roma. Éste era presentado por muchos como una especie de ‘Imperator’ sagrado/cristiano, sucesor del ‘Imperator’ y del ‘Sumo Pontífice’ de la Roma pagana e imperial. Desde luego, por motivos de tipo práctico, concreto, Ockham opinaba que tal pretensión en sí y en la forma en que era ejercida, estaba en contra del modo como Cristo ejerció y mandó ejercer la autoridad en la Iglesia, como acto de ‘servicio’, no de dominación. Elevado a consideraciones de orden teórico piensa que la dignidad del hombre cristiano, agraciado ya con la libertad con que Cristo nos ha liberado (Ga 5,1), exige que ningún hombre ejerza dominio sobre otro hombre cristiano. Porque Cristo, con su acción redentora y por lo que al orden y plano espiritual se refiere, restituyó, con sobreabundancia, los dones espirituales que Adán había perdido para sí y para toda su descendencia. En esta situación de hombre caído, tiene necesidad y mantiene posibilidades para organizarse en comunidades políticas: en municipios, reinos, imperios. Es una necesidad postlapsaria, surgida después del pecado adánico. Ockham participa de la convicción de otros autores medievales de que el poder político, con sus concomitancias de autoridad impositiva, dominativa e incluso punitiva/coercitiva, ‘no es un castigo positivo’ impuesto por Dios al hombre caído. Es una consecuencia histórico-existencial inevitable, creada por el evento del PO. Y esto, tanto en referencia a la autoridad de la Iglesia, como a la autoridad civil del Imperio. Dante y otros escritores de la época lo dicen expresamente.
Este recurso a la protología, a la situación teologal y humana del hombre paradisíaco, se basaba en una lectura literalista e historicista del Gn 2-3. Esta lectura, por lo que tiene de ingenua, idealista y acrítica, empalma con el mito de la ‘edad de oro’, el mito de los prestigiosos y divinales orígenes de la tribu humana. Cuando los hombres eran gobernados por los dioses, como un pastor gobierna a su rebaño, al decir de Platón.
En todo caso, no deja de ser aleccionador el hecho de que la célebre ‘navaja de Ockham’ que tan profundas incisiones realizó en el sistema teológico de la Gran escolástica, no fuese un poco más crítica, más cortante en relación con ‘la teología de Adán y su paraíso’, a la hora de fundamentar sus convicciones filosófico-teológicas sobre el origen de la autoridad dominativa, tanto de la Iglesia como del Imperio.
No necesitamos entrar en mayores profundidades sobre el tema. Podría decirse, en todo caso, que este recurso a la protología, a los comienzos ideales de la raza humana para explicar el origen y dimensiones de la autoridad política, dominativa, encerraba una secreta o no tan secreta protesta contra el modo abusivo con que tal autoridad viene siendo ejercida en la historia, y de los sufrimientos que esta abuso ocasiona. El pueblo cristiano podría ser especialmente sensible a estos abusos, recordando el modo cómo Cristo señaló que había de ser ejercida la autoridad en la comunidad de los creyentes. También entre cristianos se conservaba viva la utopía del ‘retorno al paraíso’ en donde los hombres volverían a ser hermanos y no simples súbditos de otro hombre.
Los tres autores (Buenaventura, Escoto y Ockham) citados como testigos propugnan (en diversos grados) una teoría política, un concepto de autoridad que ha sido pensada, sin duda, bajo la influencia de la figura y del idealismo acumulado en torno a ‘la figura de Francisco de Asís’. En él, según la hagiografía primitiva idealizante, se habrían reproducido los rasgos inequívocos de un hombre paradisíaco, de ‘un nuevo Adán’. Nuestra visión evolutiva, procesual, ascendente, dinámica de la historia, tanto secular como religiosa, no puede conceder legitimidad ninguna a este recurso a los ‘prestigiosos y divinales’ orígenes de la humanidad para explicar nada de lo que está sucediendo ante nuestros ojos. Esta nueva visión de la realidad y de la historia tiene que declarar improcedentes las referencias de los teólogos medievales a la ‘política del paraíso’ como paradigma ideal de la política que convendría seguir ahora para gobernar a los ‘desterrados’ del paraíso original, según decían ellos. Como hacen muchos de nuestros contemporáneos, podemos mantener la vigencia del llamado pensamiento utópico y trabajar por la realización del paraíso en la tierra. Pero, en este caso, el paraíso está siempre delante de nosotros, como predicaban los profetas del pueblo de Dios del Antiguo Testamento (AT). Ni en los divinales orígenes de la humanidad, como narran los mitos.
Hemos aducido testimonios de autores más o menos próximos al pensamiento filosófico y teológico de san Agustín. Es sabido que el pensamiento político de santo Tomás está del todo inspirado por Aristóteles. El angélico mantiene la teoría del PO, pero muy atenuada respecto a la del obispo de Hipona. Sobre todo, tiene en cuenta el axioma de la teología oriental ya antes citado: la naturaleza humana, aunque él la considera caída, permanece íntegra, no viciada en su actividad política (¡lo natural permanece íntegro!). No es preciso demorarnos en ulteriores precisiones de las que ya hemos hablado.

3.El régimen de propiedad privada desde la teoría del pecado original

Sobre este tema, tan ampliamente interdisciplinar, los hombres del siglo XXI, incluidos los teólogos, no precisan recurrir a tiempos lejanos para enriquecer su repertorio de ideas al respecto. Podemos calificar de curiosidad histórica el relacionar el tema de la propiedad privada con la teología del PO. Pero esta breve mención se justifica en cuanto aporta un dato más para poder hablar de ‘omnipresencia’ (desfavorable) de la doctrina del PO en la cultura occidental religiosa y secular. No como caso único y aislado, sino como representante de una amplia corriente de ideas selecciono el testimonio de G. de Ockham, cuya acerada navaja crítica tantos disgustos ha proporcionado, en otros momentos, a la ortodoxia de muchos teólogos posteriores. Pero que en este problema maneja algunas ideas del todo ingenuas y arcaicas.
Era convicción tradicional en la cristiandad que “si el hombre hubiera permanecido en aquel estado (el paradisíaco) no habría apropiación de nada”. ‘La ley natural en aquel estado dictaba que todo fuese común’. Son palabras de san Buenaventura, hablando de la excelencia de la pobreza franciscana. Como franciscano, G. de Ockham era muy sensible a la problemática que suscita el tema de la propiedad unido al tema de la ‘altísima pobreza’ profesada por los Hermanos Menores. Además, Ockham se metió en un zarzal de discusiones sobre el ideal de pobreza cultivado por los espiritualistas franciscanos del siglo XIV.
El papa Juan XXII ni como teólogo ni como Papa participaba de estas ideas. Para defender su ideal franciscano recurría Ockham al ejemplo y enseñanza de Cristo, de los apóstoles, de la primera comunidad cristiana que todo lo ponía en común (Hch 4,32). La situación de la humanidad en el paraíso, según la creencia de la época, era paradigmática, modélica, por ser inicialmente querida por Dios. Por eso, Ockham y otros hombres de su tiempo creyeron inevitable el recurso a aquella situación paradisíaca, al proyecto inicial de Dios sobre la humanidad, para resolver este problema concreto del origen de la propiedad privada, su alcance y sentido en la historia de la sociedad humana.
Si Adán no hubiese pecado, decían, se habría consolidado la economía de la gracia, el orden humano y cósmico instituido por el Creador en el Edén. En aquella situación, el hombre sin duda habría tenido el dominio universal y perfecto sobre la naturaleza inferior, animales y plantas y sobre la tierra entera: ‘dominad la entera creación’, les dijo Dios. Pero habría de ser un dominio en comunidad, sin parcelas asignadas a la propiedad privada. Allí no habría “ni tuyo ni mío”, según comentaba Don Quijote a los cabreros. Ni habría surgido el famoso tema del uso y abuso en el ejercicio de la ‘propiedad privada’, que no habría existido.
La división de las tierras y la consiguiente ‘propiedad privada’ de las mismas es consecuencia del PO, que trastornó las condiciones existenciales, históricas de la raza adánica. Se desbordó en cada individuo la líbido, el erótico afán de poseer, ‘la avaricia’. Estas son pasiones/tendencias humanas, de suyo irreprensibles e incluso buenas, pero cargadas de ambivalencia y de peligros en su realización concreta. En el estado paradisíaco, si este hubiera continuado para siempre, estaban frenadas por el don de la ‘justicia original’. Perdido este don por el pecado de Adán, ‘la líbido de poseer’, connatural en el hombre, queda libre de todo freno, se torna ‘desenfrenada’. Para evitar que ella empuje a los ciudadanos a interminables reyertas, se hizo inevitable el régimen de propiedad privada en la historia humana. Como en el caso de la aparición de la autoridad política, la aparición de la propiedad privada de los bienes la considera Ockham ‘no como un castigo de Dios’ por el PO: es una consecuencia, aunque dolorosa, pero connatural, lógica, inevitable de la nueva situación en que ha venido a encontrarse el hombre caído. Desposeído/’desvestido’ del don de integridad original, ‘la líbido de poseer’ se torna invencible, las fuerzas instintivas comenzaron a operar según la energía que les es propia. Pero ahora la voluntad ya no tiene aquel dominio hegemónico sobre todo el hombre, que poseía en el estado paradisíaco. Y se deja vencer con facilidad y peligrosamente.
Una vez más, este recurso argumentativo a la protología, al estado paradisíaco, lo dejamos en su propio sabor idealista e ingenuo. Advertimos solamente que ni el piadoso teólogo Buenaventura ni el hipercrítico G. de Ockham, ni otros muchos en su época, pudieron darse cuenta de cual era su verdadera fuente de información al hablar sobre el origen de la propiedad privada, como ellos lo hacían. No era la palabra de Dios que ellos veían reflejada en Gn 2-3 (y textos similares). Existía una larga y fuerte tradición, tanto a nivel mítico y popular como a nivel de la filosofía (Séneca), sobre la ausencia de la propiedad privada en la edad de oro de la humanidad. En ella, según repetía la gente, no existían las odiosas palabras ‘tuyo’ y ‘mío’, referidas a ningún bien de la tierra. Sólo como consecuencia de alguna desventura antigua, por la malicia o malaventura de los humanos, se habría llegado a esta situación desagradable, degradada, en que nos encontramos. A la necesidad de establecer el régimen de propiedad privada.
En el capítulo III hemos mostrado como la teoría entera del PO, cultivada por los teólogos cristianos, no es sino resultado de la transformación del viejo mito pagano de la caída original. En este capítulo tenemos una confirmación más concreta de aquella afirmación general. El mito de la ausencia de la propiedad privada en la edad de oro de la humanidad se transforma en la afirmación teológica de la ausencia de propiedad privada en el paraíso terrenal. Para la ciencia secular de nuestros días, pero también para la teología actual, sería un desafuero científico y teológico, una impertinencia, decir que el régimen de propiedad ha aparecido en la historia como consecuencia y menos como castigo divino por el PO.

4.El trabajo impuesto por Dios al hombre caído

Esta realidad tan humana del trabajo físico, corporal, de primera importancia en la historia de la cultura y del desarrollo humano en general, también recibió, en épocas pasadas, una peculiar interpretación por parte de los teólogos cultivadores de la antropología del ‘hombre caído’. No se encuentran en estos tiempos estudios sistemáticos sobre el trabajo. Ni tampoco en la cultura secular contemporánea a ellos. Las reflexiones que ocasionalmente pudieron hacer, ocurrían en un contexto ascético, parenético, moralizante y venían encuadradas dentro de los motivos que ellos encontraban dentro de la narración de Gn 2-3.
En un primer momento, Dios habría puesto al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivase. Tarea (trabajo) que imaginaban placentera, deleitosa, como la que hoy podemos experimentar cultivando un jardín de recreo. Ocupación similar a la que los clásicos llamaban “noble y distinguida ociosidad” (otiosa dignitas, otium cum dignitate). Por lo demás, Adán era presentado, al menos por la cultura monacal, como el perfecto contemplativo. Por haber descuidado la contemplación, por haber oído con excesiva benevolencia las palabras de su mujer Eva, quebrantó el precepto divino. En castigo fue arrojado del Jardín y puesto en la estepa árida que no produce más que abrojos y espinos para que la trabajase con fatiga, con el sudor de su frente. El trabajo es, pues, para el ‘hombre caído’ un ‘castigo de Dios’. Por haberse rebelado él contra el Creador, la tierra se rebela contra el hombre y le niega sus frutos, como dice san Buenaventura, siguiendo la tradición. Pero Julián de Eclana preguntaba, con ironía, a san Agustín si creía él que los estériles cardos y espacios arenosos del norte de África eran también castigo de Dios por el pecado del padre Adán.
Se ha subrayado, con frecuencia, las perjudiciales consecuencias que, para el progreso de la sociedad, hubo de tener esta desvaloración penalista del trabajo, sostenida por teólogos cristianos en forma generalizada y durante siglos. Parece que no puede negarse que esta visión penalista del trabajo no pudo menos de perjudicar a las ‘comunidades católicas’ que la cultivaron. No sólo en individuos y épocas aisladas, sino en la forma generalizada y tenaz antes aludida. ‘Las comunidades calvinistas’, según se ha estudiado ampliamente, encontraron una forma, dentro de su antropología (y aunque creían en el PO), para superar este vano prejuicio ‘teológico’. Revalorizaron el trabajo y la profesión civil como muy cristiana, y hasta como un signo de elección divina. Según Hegel, secularizador de esta idea, el trabajo, el sufrimiento, la misma muerte no hay que calificarlos de castigo divino por la supuesta falta de Adán. Entran dentro de la condición humana normal, la establecida por Dios. El trabajo es una función naturalmente humana, indispensable para el progreso y perfeccionamiento del hombre en su dimensión individual y social. Concepción sin duda más humana y más cristiana que la mantenida por los viejos cultivadores de la teoría del PO.



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