domingo, 31 de marzo de 2019

CONSERVADURISMO POLÍTICO Y SOCIAL DEL SIGLO XIX Y EL DOGMA DEL PECADO ORIGINAL


VIII.     
CONSERVADURISMO POLÍTICO Y SOCIAL DEL SIGLO XIX Y EL DOGMA DEL PECADO ORIGINAL

Un motivo primordial, no el único, de por qué la cristiandad occidental se opuso tenazmente a la Ilustración era el peligro que ésta representaba para el dogma eclesiástico del PO, con las concomitancias antropológicas y políticas que llevaba consigo. Por su parte, los Ilustrados veían este dogma como ‘el máximo obstáculo para cualquier progreso humano deseable y posible’. Lo hemos visto anteriormente. A lo largo del siglo XIX, la Iglesia se encontró en lucha tenaz contra el liberalismo y el socialismo. De nuevo aquí, para ‘justificar el inmovilismo y conservadurismo’ de tantas personas e instituciones, de tantas ideas y prácticas, los teólogos e intelectuales católicos acuden a reavivar su creencia en el PO (con su constelación de afirmaciones antecedentes y consiguientes), a fin de contener el avance del humanismo y cultura secular, civil, que era un ‘falso progreso’, como decían ellos.

1.Situación y mentalidad general

La sociedad occidental de confesión católica ha vivido durante siglos con la convicción generalizada de que la raza humana se encuentra en un destierro, en un valle de lágrimas y de miseria, efecto de un ‘castigo de Dios’. Como si el planeta tierra fuese para los humanos, una especie de ‘penitenciaría’, como decía, hablando extremosamente, el filósofo Schopenhauer. Ya hemos visto que estimaban como castigo divino la existencia de la autoridad política coactiva y dominadora, a la que era necesario aguantar sin rebelarse, pues sería rebelarse contra Dios mismo. La propiedad privada y el trabajo fatigoso también eran secuelas del PO, según hemos comentado.
En este contexto religioso y cultural resultaba normal e inevitable que el hombre cristiano, al menos los más piadosos, se creyeran obligados a aguantar las miserias de la vida y de la sociedad con total y ‘devota resignación’, en vez de intentar superarlas con esfuerzo tenaz e inteligente. Semejante esfuerzo de superación podría ser interpretado como un secreto o no tan secreto impulso de rebelión contra la disposición del Creador quien, con toda justicia, habría expulsado al hombre del paraíso. Podría desvelarse aquí un amago de rebelión prometeica, un intento titánico de quitar a la Divinidad el gobierno de la historia. No cabría sino la aceptación resignada y cansina de los hechos y situaciones establecidos. Soportar los acontecimientos, las instituciones, como ‘castigo’ divino, impuesto por el PO.
En el siglo XVII decían los jansenistas que los hombres deberían hacer penitencia durante toda la vida por el PO (DS 1308). Afirmación extrema, reprobada oficialmente por la autoridad de la Iglesia católica. Pero el caso delata la existencia de una ambiente general que se verá confirmado más adelante.
Es conocido el caso ocurrido a mediados del siglo pasado (a. 1853). Ciertos teólogos anglicanos protestaban porque a la reina de Inglaterra se le aplicase cloroformo para aliviarle los dolores del parto. Esta práctica, decían, implica una flagrante vulneración de la disposición/castigo divino: “parirás los hijos con dolor” (Gn 3,16). A principios del siglo XIX se iba haciendo común la vacuna contra la viruela, con indudable eficacia. El papa León XII se creyó en la obligación apremiante de hacer esta solemnísima advertencia pastoral: “Quien acude a esta vacuna deja de ser hijo de Dios… la viruela es un juicio de Dios… la vacunación es un desafío dirigido al cielo”. Algunos pastores anglicanos decían que el cloroforma aplicado como remedio terapéutico a los varones sí era lícito, pues Dios lo había aplicado al primer varón para sacarle la costilla de la que formó a Eva. Pero no era lícito aplicarlo a las mujeres en el caso del parto [Textos en B. Rusell, Religión y ciencia, México 1973-74. U. Ranke Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos. La Iglesia católica y la sexualidad, Madrid 1994, 269. E. Vilanova, Historia de la teología cristiana, Barcelona 1992, Vol. III, 517].


2.El dogma del pecado original frente al avance del socialismo

Es conocida la imputación que el marxismo ha hecho a las Iglesias cristianas: pretenden paliar y hasta justificar las hirientes desigualdades sociales, la opresión de los capitalistas sobre las masas proletarias, mediante el recurso a que tales hechos, sin duda dolorosos y lamentables, son ‘justo castigo divino’ por el PO. Hay qu e aceptar el actual orden social y económico con resignación. El socialismo europeo comenzó a combatir las desigualdades sociales en nombre de un humanismo que, en última instancia y según piensan muchos estudiosos hoy en día, hunde sus raíces en la cultura cristiana occidental dentro de la cual había surgido. Sin embargo, destacados controversistas católicos no se privaron de acudir al inevitable, omnipresente, sacrosanto dogma del PO, como razón fortísima para oponerse a los atrevimientos del pseudoredentor movimiento socialista.
F. Sardá y Salvany ha sido ferviente apologista de la doctrina del PO. Recogemos el testimonio enfático y solemne de este destacado apologista del catolicismo en España, en la segunda mitad del siglo XIX. Dentro de unos textos largos y cargados de vibrante retórica, subrayamos algunos más significativos para nuestro intento: “El socialismo sostiene que la desigualdad social entre los hombres, este repugnante y odioso desnivel que hace que unos naden en la abundancia y otros estén abatidos en la última miseria, nace de la mala organización de la sociedad…. Por eso dicen: cambiemos el orden existente, arrasemos lo que sobre las bases antiguas ha venido construyéndose y construyamos sobre otra base el edificio social… El catolicismo ve la desigualdad de clases, deplora l as aflicciones de la pobreza; pero para repararlo no lo atribuye a la imperfección o mala organización de la sociedad, sino a la imperfección de los hombres que componen la sociedad. El catolicismo enseña que el hombre fue creado por Dios en estado dichoso, del cual cayó por una primera desobediencia. Desde entonces, lo que hubiera sido para todos un paraíso terrestre ha venido a convertirse en un valle de lágrimas; los que hubiéramos debido ser, sin trabajo alguno, señores de todo, somos ahora esclavos de mil necesidades y hemos de redimirnos en lo posible de la esclavitud co nuestros esfuerzos, con nuestros sudores. Desde entonces la tierra no nos brinda espontáneamente sus frutos, sino que hemos de arrancárselos a viva fuerza con nuestro ingenio o nuestro trabajo. Y el ingenio y el trabajo no pueden ser iguales, entre los hombres… En resumen, el socialismo atribuye la desigualdad de fortunas a una mala organización de la sociedad. El catolicismo atribuye la desigualdad de fortunas a la desigualdad de los hombres degenerados de su primer estado por el PO”.
En otro texto insiste: “El catolicismo y el socialismo, digo, se encuentran ambos frente a frente del hecho doloroso de las desigualdades sociales. Pero el primero, ‘partiendo del dogma revelado del PO, ve en eso una consecuencia del estado decaído de la naturaleza humana’; el otro, suponiendo al hombre ‘no caído’, sino perfecto, ve en lo mismo tan sólo una consecuencia de cierta mala organización de la sociedad”. Frente a las sangrantes desigualdades entre ricos y pobres, el catolicismo recuerda que sólo Dios es el dueño de todo; recuerda la fugacidad de esta vida y la felicidad eterna, “predica al rico mucha moderación y mucha caridad y al pobre mucha resignación y mucha paciencia”. Que Dios es “Señor de los ricos y de los pobres, y dueño de los harapos de éste como de los tesoros de aquel” [“Pocos textos existen tan tajantes para comprender, desde estos presupuestos, la actitud práctica de los católicos de aquella hora para resolver el problema social. Su idea es que el pauperismo y las desigualdades sociales son un mal inevitable. Intentar un cambio estructural de la sociedad les parece una utopía, un inconformismo tan vano como irreligioso, pues se empeña en traspasar los límites insalvables de la naturaleza pecadora. Rechazan así, por principio, todo intento de reforma estructural como opuesto al orden establecido y al sacrosanto derecho de propiedad, la acción social queda encerrada en el marco estrechísimo de la iniciativa individual, que sólo puede ser estimulada por motivos religiosos.” M. Revuelta González, Historiador].
Muchos católicos del siglo XXI desearían que tales textos, cargados de reflexiones impertinentes, no se hubiesen escrito nunca por un hombre que era, sin duda, un cristiano excelente y sacerdote ilustrado e influyente en su tiempo.
La táctica de utilizar el dogma del PO como arma ofensiva y defensiva contra los excesos del racionalismo socialista, encontró un ejemplo de similar contextura mental en la polémica antiliberal del catolicismo decimonónico. Al ‘liberalismo’ lo calificaban los controversistas conservadores de la época como una síntesis de todas las herejías anteriores. Pues bien, también ahora, para quebrantar ‘el orgullo prometeico de los liberales’, se recurre al dogma inagotable del PO. Recojo el testimonio de un escritor de alto nivel cultural, teológico y eclesial, el obispo R. Fernández y Villabuena: “Los liberales, como verdaderos pelagianos, no conocen el estado de tinieblas en que quedó por el pecado nuestro entendimiento, ni la flaqueza e inclinación al mal en que, por el mismo motivo, cayó nuestra voluntad; consideran como una facultad la posibilidad de elegir, y como ejercicio de un derecho humano la elección del mismo mal”.
El texto está entretejido de pensamientos agustinianos sobre el hombre caído y su mísera situación. A base de ellos, el liberalismo es calificado de ‘pelagianismo verdadero’, nada más pertinente que retomar el omnipresente y poderoso dogma del PO para refutarlo con eficacia, como había sucedido con el pelagianismo del siglo V.

3.Dos pensadores políticos del siglo XIX y el pecado original: J. de Maistre y J. Donoso Cortés

Dentro de este apartado podemos hablar de ‘tradicionalismo’, conservadurismo, integrismo, fundamentalismo religioso, teológico, filosófico, político y cultural en general, como fenómenos que, si bien no son del todo idénticos, circulan como inseparables en aquella época, y configuran la mentalidad de grupos influyentes dentro del catolicismo del siglo XIX.
Nos detenemos en dos pensadores de espacial relieve en esa época: el francés J. de Maistre y el español J, Donoso Cortés. La enorme influencia de ambos en el pensamiento político religioso dentro del mundo católico del siglo XIX, merece que les dediquemos peculiar atención. El hecho de que ambos (junto con L. de Bonald) sean considerados por los comentaristas como “Padres seglares de la Iglesia en siglo XIX”, puede ofrecer un punto de reflexión para nuestro trabajo. Como tales, ocupan una posición media y mediadora entre la teología académica, neoescolástica, en clara decadencia durante la primera mitad del siglo XIX, y el pueblo llano, las grandes masas de creyentes católicos. Por otra parte, ambos están en la vanguardia de la lucha doctrinal apologética y de dura polémica frente a la Ilustración, a la revolución francesa, al racionalismo, al liberalismo, socialismo y a todo lo que entonces significaba la modernidad y apertura al progreso. También es muy notable la proximidad mental y doctrinal de ambos pensadores. La influencia de J. de Maistre sobre Donoso Cortés es patente en muchos pasos de los escritos del pensador español. En ambos casos, el motivo doctrinal para oponerse a aquella emergente y pluriforme ‘modernidad’ era, en ambos pensadores, de índole teológica: la concepción del hombre implicada en el ‘omnipotente’ dogma cristiano del PO, en la forma que hemos de precisar. Tal vez no sea ocioso observar que ambos pertenecen a la aristocracia de la época.

El conde José de Maistre (1753-1821) es presentado continuamente como insigne exponente del conservadurismo y hasta del integrismo católico del siglo XIX. La vertiente de su pensamiento que más nos interesa es encuentra en ‘Las veladas de san Petersburgo’.
J. de Maistre está muy preocupado por el problema del mal: por qué sufre el hombre, sin distinción de buenos y malos (I, 24,34); por el problema de la teodicea, por la justificación del comportamiento de la Providencia en el gobierno del mundo. La encuentra en la doctrina del PO. Según ella, hay que decir que, si el hombre se encuentra en tanta miseria, ello “no puede suceder sino en virtud de una degradación accidental, que no podría ser sino consecuencia de un crimen” (I, 64). “Un crimen que se transmite de generación en generación” (I, 77). Los males y sufrimientos de la humanidad tienen su origen en el PO: “El PO lo explica todo y sin él no se explica nada” (I, 60). “El hombre busca en las profundidades de su ser alguna parte sana, sin poderla encontrar: el mal lo ha corrompido todo y el hombre entero es una enfermedad” (I, 65). Y añade: “¿quién puede creer que tal ser haya salido en este estado de las manos del Creador? Semejante idea es tan repugnante, que aun la filosofía por sí sola, hablo de la filosofía pagana, ha adivinado el pecado original” (I, 66). Sin quererlo, en este momento J. de Maistre corrobora el hecho de que el mito pagano de la ‘caída original’ y del crimen ancestral es el precedente cultural e histórico del dogma cristiano del PO, en el sentido en que se ha expuesto antes.
De esta visión del hombre como ser caído, degradado surgen aplicaciones importantes en el plano político social. J. de Maistre combate con energía la teoría roussoniana del contrato social como origen de la sociedad. Según J. de Maistre, ‘el hombre caído’ no tiene capacidad para organizarse en sociedad, para darse a sí mismo leyes que lo gobiernen con justicia. ‘La familia’, base de toda la sociedad, tiene su origen directo en el mismo Dios. El hombre no es capaz de instituirla. Otra de las bases de la civilización, de la cultura, es ‘el lenguaje’. De Maistre insiste en que el lenguaje fue dado graciosamente por Dios al hombre desde el principio. En el siglo XVIII estaba vigente la teoría del ‘buen salvaje’, de roussoniana memoria. De Maistre piensa que el ‘salvaje’ no representa la naturaleza sana, pura y buena en su paso inicial hacia una civilización más avanzada. Es más bien ‘testigo de la humanidad degradada por el PO’. Su lenguaje no es el rudimento de un posterior avance, sino fragmentos de un lenguaje que perdió su primera perfección donada por Dios (II, 64). El hombre, degenerado por el PO, es incapaz de crear por sí mismo, cultura, de progresar hacia la civilización verdadera. Estos bienes sólo pueden conseguirse mediante el cristianismo que contiene la verdad revelada por Dios. Y el cristianismo concentra toda su fuerza creadora de cultura en torno a la figura del Papa, a quien el papista supremo que es J. de Maistre, llama “el Demiurgo de la civilización humana”.
Sobre la autoridad política, J. de Maistre se mantiene en la teoría de la Edad Media, que toda autoridad es instituida directamente por Dios. Dios entrega a Cristo todo poder en el cielo y en la tierra; Cristo entrega todos los poderes a Pedro y sus sucesores, los obispos de Roma. Estos detentan la famosa ‘plenitud de poderes’ en cielo y tierra. Una visión descendente, hierocrática de la autoridad mantenida bajo la influencia de la doctrina del PO.
De la convicción de que el hombre es un ser degradado, surge la idea de que la función primordial de la autoridad ha de ser la de reprimir el crimen, castigar a los malvados. Así la ha concedido Dios a los hombres: “Ha concedido a los soberanos la eminente prerrogativa del castigo de los crímenes, en esto es en lo que principalmente son sus representantes” (I, 38). Digna de ser notada es su manera de insistir en “la divina y terrible prerrogativa del soberano: el castigo de los culpables” (I, 41). Hay una ley divina y visible para el castigo del crimen. Existiendo el mal en el mundo existen necesariamente el crimen y necesariamente el castigo. “La espada de la justicia no tiene vaina, debe siempre amenazar o herir” (I, 43). Se refiere tanto a la justicia humana como a la divina.
Instrumento de esta justicia de Dios siempre flotando sobre el hombre pecador son: ‘la guerra divina y el verdugo divino’ (como los llama J. de Maistre). Y la práctica ancestral de los ‘sacrificios sangrientos’, incluidos los de seres humanos.
La guerra es divina. La razón superficial y el sentido común ven en la guerra una insensatez total, y con razón. Sin embargo, hay en ella algo indescriptible, imponderable, misteriosos motivos por los que la guerra merece el calificativo de ‘divina’. “La guerras es, pues, casi divina en sí misma, puesto que es una ley del mundo” (VII, 285). “Nada hay en este mundo que dependa más inmediatamente de Dios que la guerra” … “A Él pertenece llamarse ‘Dios de la guerra’ (VII, 295). “No sin gran razón brilla el título de ‘Dios de los ejércitos’ en todas las páginas de la Escritura” (VII, 281): “Jamás el Cristianismo, si lo miráis de cerca, os parecerá más sublime, más digno de Dios, y más propio para el hombre que en la guerra” (VII, 280-281). Todas las naciones del universo han visto en la guerra alguna cosa más particularmente divina que en las otras. Es un instrumento divino para castigar a la humanidad llena de crímenes derivados del PO.
El verdugo, ministro de la justicia de Dios. Además de la guerra hay otro ejecutor misterioso de la justicia divina en el ‘hombre caído’: es el verdugo. De Maistre reviste a esta figura de no menor misteriosidad y rango semidivino que a la guerra. Lo dota de una sugestiva grandeza literaria y simbólica. El verdugo es el ejecutor misterioso, sublime, de la justicia divina. Él es objeto de un decreto particular, “el Fiat del poder creador” (I, 42). Toda esta glorificación la merece el verdugo por ser instrumento de Dios para castigar a los hombres corrompidos por el PO [Por haber centrado su cristianismo y su política en torno a la justicia de Dios (a sus ministros, la guerra y el verdugo), a las ideas de culpa y castigo, el conde J. de Maistre podría estar no lejos de ser afectado por la inculpación de Nietzsche de que “el cristianismo es una metafísica del verdugo”, El crepúsculo de los ídolos, Madrid 2002, 86. Un cristiano no debería ofrecer ni texto no pretexto para estos exabruptos de Nietzsche].
Los sacrificios sangrientos. La visión teológica y mística que J. de Maistre tiene de los sacrificios sangrientos, incluso de los humanos, ofrecidos a la Divinidad, tiene su base en la idea de un Dios justiciero y de un hombre degradado por el PO. “La historia nos muestra al hombre persuadido en todos los tiempos de esta verdad espantosa: que vivía bajo la mano de un poder irritado, que no podía ser apaciguado más que por sacrificios” (Los sacrificios, p.430). “La idea del pecado y del sacrificio por el pecado estaban unidas en entendimiento de la antigüedad y en la lengua sagrada” (IX, 351). “Y, puesto que el pecado está en la carne y en sangre, desde allí ha de surgir la inevitable satisfacción. No se engañaba el paganismo cuando hablaba de la redención por la sangre” (Los sacrificios, p. 472). El misterio se descifra en el cristianismo cuando habla de la redención obrada por la sangre de Cristo en la cruz. “La sangre teándrica penetra las almas culpables para borrarles las culpas” (Los sacrificios, p. 470-480). Y cierra este libro con estas palabras. “No hay nada que demuestre de un modo ‘más digno’ de Dios lo que siempre confesó el género humano, antes mismo de que se lo hubieran enseñado; quiero decir la degradación radical, la sensibilidad de la inocencia que paga por el reo y la salvación por la sangre” (Los sacrificios, p. 480). Para J. de Maistre, como consecuencia del PO, el cristianismo parece ser una religión “sangrienta”, por definición.
La ley de la reversibilidad/solidaridad es una de las bases de la teoría del PO. En ella insiste de Maistre: el bien y el mal que cada uno realiza revierte sobre toda la raza humana a la que pertenecemos. Es lo que él llama el ‘dogma de la reversibilidad’. El inocente puede pagar por el culpable. “Todo esto proviene del dogma de la sustitución, cuya verdad es incontestable y hasta innata en el hombre” (Los sacrificios, p. 452). “Y ¿cómo no habría entre nosotros cierta unidad (sea ella la que fuere) cuando un solo hombre nos ha perdido por un solo acto? (X, 379). Dios castiga directamente a la naturaleza pecadora, no exclusivamente al individuo que delinque.
El dogma de la reversibilidad va unido ‘al mito y teología de la pena’. Ya hemos visto cómo este mito ancestral fue transformado por los teólogos cristianos en la principal argumentación teológica a favor del PO. Crimen y castigo son inseparables, “la pena sigue inseparable a la culpa”, decía Horacio. Y J. de Maistre: “Todo dolor es algún suplicio impuesto por algún crimen, actual u original” (III, 113). No hay distinción entre ‘inocentes’ y ‘malvados’. “El niño padece del mismo modo que muere, porque es de una masa o materia que debe padecer y morir, por haberse degradado en su principio” (III, 112-113). “Todo crimen está pidiendo, suplicando castigo” (III, 113). “Culpables mortales y desgraciados, puesto que son culpables” (VII, 281). Cuando la curación del ciego de nacimiento, Jesús niega que el pecado de los padres haya influido en la ceguera natural del hijo. Es decir, niega que el hijo sea castigado por el pecado de los padres. Pero J. de Maistre recurre al mismo subterfugio sofístico que san Agustín, y afirma que, en este caso concreto, no se castiga al hijo por los padres, pero la ley general es que sí se castiga a los hijos por los pecados de los padres (III, 111-112).
El pensamiento y teología política de J. de Maistre se fundamenta sobre estas tres figuras: el Papa, que recibe de Dios todos los poderes y que es “el Demiurgo de la civilización; el Rey absoluto que (mediante el Pontífice Romano) recibe de Dios su autoridad y poder excelso de castigar; el Verdugo, que es ministro misterioso y divinal de la más noble de las funciones de la justicia, tanto divina como humana: la represión de los crímenes que inevitablemente comete la humanidad degradada por el PO.
El papismo ultramontano de este católico, el absolutismo político de este ciudadano, su pensamiento social, están influenciados e incluso podemos decir que giran en torno a la vivencia intensa que él tenía del dogma del PO, clave hermenéutica para su modo de leer y explicar la historia del hombre, del ‘hombre caído’. Y no se olvide la enorme influencia de J. de Maistre en el conservadurismo católico del siglo XIX (algunos incluso le contemplan como un precursor prematuro del fascismo).

Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas (1809-1853). Donoso Cortés es otro de los pensadores más influyentes en el mundo católico europeo, en la primera mitad del siglo XIX. Merecería ser estudiada al detalle la coincidencia existente entre el francés J. de Maistre y el español Donoso en el pensamiento político, en la valoración de las posibilidades del hombre para el progreso y para crear cultura en general. En ambos ‘pensadores’ l a creencia en el PO desempeña una función primordial. Recogemos algunos testimonios tomados de los escritos de Donoso Cortés, de interés para el tema que estamos estudiando.
Donoso hace suya la idea de su gran adversario doctrinal Proudhon: toda teoría política ha de ser estudiada desde su base teológica y, en este caso, anti-teológica (II, 347). Por eso, en forma constante, Donoso basa su pensamiento político en un determinado concepto de Dios y del hombre. El Dios que gobierna el curso de la historia es el ‘Dios justiciero’, que Donoso ve surgir ante la nueva situación pecadora, creada por la caída original. Y el hombre que está en la base de la teología política de Donoso es el ‘hombre caído’, la naturaleza humana viciada por el pecado del protoparente del género humano.
La perfección originaria del hombre. Es una creencia cristiana, que estaría corroborada por la tradición pagana universal sobre la edad de oro de la humanidad. La que hemos llamado ‘teología de adán’ tiene un buen representante en Donoso. Dios había puesto el universo bajo el dominio de Adán (II, 133). Le dotó de ciencia infusa (II, 129). L e reveló todas las ciencias (II, 128). Y, sobre todo, le dotó del instrumento universal de todas las ciencias y del progreso cultural: el lenguaje. El hombre aprendió el lenguaje directamente de Dios. Es imposible que el hombre lo inventara por sí mismo (II, 123-128). Dotado de ciencia perfecta, es obvio que el hombre estaba también ‘dotado del don de la infalibilidad’ (II,23). También la familia es una institución que debe su aparición en la historia a la directa intervención de Dios (II, 123-124).
El enorme pecado de Adán. “La prevaricación de Adán, siendo la mayor de todas las prevaricaciones posibles, debió alterar y alteró, de manera radical, su constitución física y moral” (II, 427). “Porque el pecado de Adán es el pecado de la especie/naturaleza, no sólo de un individuo concreto” (II, 251). “Después de Adán nadie ha pecado como Adán y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos” (II, 477). El baremo para medir la gravedad del primer pecado son los castigos que el justo juez impuso a toda la raza humana por aquel inconmensurable pecado. Un motivo tenaz para los cultivadores de una falsa teodicea que viene arrastrándose desde san Agustín, según sabemos.
La mísera condición del ‘hombre caído’. Los trazos oscuros, pesimistas con que Donoso describe la situación del ‘hombre caído’ no pueden menos de sorprender desagradablemente a un católico del siglo XXI. “No sé si hay algo bajo el sol más vil y despreciable que el género humano fuera de las vías católicas… El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la verdad… Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo” (II, 379). “El hombre no sabe por sí mismo sino blasfemar; cuando pregunta, blasfema, si el mismo Dios que ha de darle la respuesta, no le enseña la pregunta; cuando pide, blasfema, si no le enseña lo que ha de pedir, y cuando hay que pedir, el mismo Dios que le ha de otorgar su demanda” (II, 405; II, 532). Donoso se quedaría asustado si le decimos -con toda razón- que estas expresiones parecen más propias de un rígido pastor luterano que de un creyente católico. Y concreta: “Si el nacimiento, si la vida y si la muerte no son una pena ¿en qué consiste que no nacemos, vivimos y morimos como todo lo demás que vive y muere? ¿Por qué morimos llenos de terrores? Y ¿por qué, cuando nacemos, venimos al mundo con los brazos cruzados en el pecho en postura penitente? Y ¿al abrir los ojos a la luz los abrimos al llanto y nuestro primer saludo es el gemido? (II, 424-425). Ya el filósofo estoico Séneca y el obispo Agustín de Hipona habían dicho que los lloros del bebé al nacer son signo de que entra en la vida castigado por algún ‘viejo crimen’ de sus antepasados. En Adán todos somos uno, todos somos culpables, todos somos penados (II, 424). Todas las tradiciones populares, todos los vagos rumores esparcidos por los vientos, hablan de una falta primitiva que es causa de todos los males físicos y morales de la humanidad (II, 426).
El pecado original y el problema del mal. Los racionalistas, liberales y socialistas estaban hondamente preocupados por el problema del mal en su vertiente social, por los males sociales. Donoso Cortés, fiel a su programa, busca en la teología una respuesta a los males que abruman a la sociedad y la encuentra en el dogma del PO. Los males no vienen de la sociedad, como imaginan los socialistas, sino del interior del hombre, degenerado por el PO (II, 465-468). “Con el pecado del primer hombre se explica suficientemente aquel gran desorden y aquella formidable confusión que sufrieron las cosas al poco de ser creadas” (II, 471). Con esto estamos referidos a la idea de la transmisión perpetua de la culpa. Ahora bien “el dogma de la transmisión del pecado en todas sus consecuencias, es uno de los misterios más temerosos y más incomprensibles y oscuros entre cuantos nos han sido enseñados por la revelación divina… El Dios vivo en actitud de revelarnos este dogma tremendo, más bien que el Dios manso y clemente de los cristianos se nos muestra como el Moloch de los pueblos idólatras, crecido en grandeza y en barbarie, el cual, no contentándose ya con carnes tiernas, para aplacar su hambre devoradora, va sepultando unas después de otras en las cavernas de su vientre las generaciones humanas” (II, 471-472). “¿Cómo puedo ser pecador cuando no peco?” (II, 475). Porque todos y cada uno de los hombres hemos pecado en y con Adán, responde Donoso.
El dogma de la solidaridad: contradicciones de la escuela liberal y socialista. Se dedican a este tema varios capítulos del ‘Ensayo’. La idea central es esta: Sin ideas claras y distintas sobre la solidaridad y unidad del género humano, es imposible construir una doctrina política aceptable. Donoso, como teólogo de la política, piensa que, si no se admite el dogma del PO, no es posible justificar la unidad y solidaridad del género humano: todos pecaron ‘en’ y ‘con’ Adán, y todos son castigados en y por causa de él. Sin esta base teológica no se puede hablar de unidad y solidaridad. Los liberales y socialistas, como no admiten este dogma, no tiene base para hablar de unidad y solidaridad humana (II, 486; 502) [Donoso tiene buenos textos sobre la centralidad de Cristo en la historia. Pero esta buena idea puede quedar estéril en la lejanía y en la abstracción. Porque, a la hora de buscar la raíz primera de la unidad y solidaridad del género humano, y para hablar de ella ante los liberales, la encuentra sobre todo en Adán y en su pecado; y, secundariamente y como para sustituirle, se habla de Cristo y la solidaridad de todos en él].
El dogma del pecado original en la base de todo un sistema político. No parece fácil encontrar otro pensador en el cual el dogma del PO haya sido puesto, en forma tan explícita, como base de un sistema político en sus diversas aplicaciones. Y, a la inversa, no hay sistema en el cual la negación del PO haya sido señalada como ‘el pecado original’ de enteros sistemas doctrinales como el liberalismo y el socialismo.
En la carta en la que presenta su ‘Ensayo’ al cardenal Fornari, Donoso tiene textos muy claros al respecto. Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una relativa a Dios y otra relativa al hombre. La referida al hombre “niega que éste sea concebido en pecado… Supuesta la negación del pecado (original) se niegan otras muchas verdades” (II, 615). Se opone frontalmente al sobrenaturalismo católico, que está negado implícita o explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del hombre” (II, 617). “Supuesta la inmaculada concepción del hombre y con ella la belleza integral de la naturaleza” (II, 621) se da paso a innumerables errores: discusión interminable, libertad de pensar, el parlamentarismo, la libertad de enseñanza, tal como las proponen los liberales y socialistas; la inutilidad de la Iglesia para mejorar al hombre. “De esta manera la perturbadora herejía que consiste, por una parte en negar el PO y, por otra, en negar que el hombre esté necesitado de dirección divina, conduce a la soberanía de la voluntad y a la soberanía de las pasiones” (II, 624).
La guerra divina. El marqués de Valdegamas habla del 2misterio de la guerra” en términos menos duros y menos truculentos que su pariente espiritual J. de Maistre. Pero también para Donoso “la guerra… es hechura de Dios, es un hecho divino. Sí, la guerra es un hecho divino” (I, 71). Esta calificación de la guerra como divina está en relación con el omnipresente PO. La guerra es un gran instrumento elegido por Dios para castigar al género humano universalmente pecador, por el pecado del primer hombre.
La pena de muerte. Es justificada por Donoso con una argumentación basada en ‘el mito y teología de la pena’, por la ley de la reversibilidad, de la sustitución penal. En última instancia por la existencia del PO. La necesidad y urgencia de la pena de muerte responde a “una creencia universal del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada” (II, 522) Y en la convicción de que el inocente expía por los culpables. Argumentos peligrosamente ‘devotos’, inaceptables para el católico del siglo XXI.
El dogma del PO y los sacrificios humanos. De nuevo encontramos resonancias del pensamiento del conde J. de Maistre y de la teoría del PO: estos sacrificios encuentran justificación en el dogma de solidaridad de todos en el pecado de Adán. “Los sacrificios antiguos, aunque imperfectos e ineficaces, contenían en sí virtualmente el dogma del PO, el de su transmisión, el de la solidaridad y el de la reversibilidad y el de la sustitución” (II, 521).
El error fundamental de la teoría de la perfectibilidad (humana) y del progreso (II, 152-157). Su obra ‘Bosquejos históricos’ es una especie de ensayo que anticipa el ‘Ensayo’. Donoso dedica varias páginas a atacar a la idea de la posibilidad del progreso indefinido de la humanidad, propuesta por liberales y socialistas. Estos “aseguran que el hombre fue creado por Dios, lo fue de mala manera, torpe y flaco” (II, 150). “Según la ley que llaman del progreso, los hombres han comenzado por vivir una vida áspera y salvaje, que se ha ido perfeccionando hasta el estado actual. El cual irá pulimentándose y perfeccionándose hasta realizar, en este bajo suelo, el bello ideal de una perfección absoluta” (II, 149). Donoso califica esta teoría como “demencia mono maníaca, auténtica locura”. “No sé si mis lectores habrán observado que todos los locos son racionalistas” (II, 153).
La teoría racionalista (liberal, socialista) de la ilimitada perfectibilidad y progreso ilimitado, queda rechazada por Donoso desde sus primeros presupuestos: la familia y el lenguaje, porque ambos “fueron resultado de una creación simultánea” (II, 149). Son de directa e inmediata institución divina. Dios no creó al hombre como simple ‘individuo’, sino en familia, a imagen de la familia divina (II, 360-362).
El lenguaje. Sobre este otro fundamento del progreso, también dice Donoso que el hombre aprendió directamente de Dios el lenguaje (II, 147). Es absurdo pensar que el hombre inventase por sí mismo el lenguaje (II, 145).
Además de la incapacidad para el progreso creada en el hombre por el PO, Donoso encuentra otra razón más radical en una que llamaríamos ‘metafísica del conocimiento’, de la inteligencia humana. Para la razón humana “no hay ninguna verdad que no sea una revelación actual, o que no descienda directamente de una revelación primitiva” (II, 129). Donoso se encuentra aquí en plena concordancia con el ‘tradicionalismo’ filosófico decimonónico, duro enemigo del progreso moderno.
“Cilindro” católico frente a la “discusión” racionalista. Donoso tiene frases muy duras contra la ‘discusión’ y su función político-social, tal como la proponen los racionalistas (liberales y socialistas). Dicen estos que la libre discusión parlamentaria, en la prensa, en la tribuna, es el camino para llegar al consenso doctrinal y práctico. Pero Donoso rechaza estas teorías. Y, como de costumbre, busca una solución teológica al problema: que el hombre es un ser caído y enfermo (II, 366). Asoma aquí el omnipresente dogma del PO, insustituible a la hora de resolver los más variados problemas humanos, tanto los más cotidianos, como los más trascendentes. Por efecto del PO, la mente humana está congénitamente debilitada para llegar a saber nada con certeza.
Frente a la “absurda discusión” como procedimiento para llegar a la verdad en temas político-sociales, Donoso propone el “cilindro católico”: “El catolicismo es a manera de aquellos cilindros por donde no pasa una parte sin pasar el todo” (II, 514). Luego se demora Donoso en alabar la intransigencia, el dogmatismo, la seguridad e infalibilidad doctrinal de la Iglesia católica. Un largo capítulo del ‘Ensayo’ lo dedica a hablar de las ventajas de la sociedad “bajo el imperio de la Iglesia católica” (II, 362-377) y de su enseñanza infalible.
Tema de importancia primera en la teología política, en la valoración del progreso humano y de la cultura, es la oposición mantenida por Donoso entre la civilización católica y la civilización filosófica: “La civilización católica parte del hecho de que la naturaleza del hombre es una naturaleza enferma y caída. La civilización filosófica enseña que la naturaleza del hombre está entera y sana” (II, 207).
En el capítulo siguiente hablaremos del ‘PO en el centro de la cultura’. Donoso Cortés se nos ha adelantado. Él ha expresado con gran claridad y reiteración la decisiva presencia e influencia que la doctrina del PO (o su ausencia) puede tener en la creación de valores culturales. Sobre su convicción religiosa del hombre como ser degradado, viciado a fondo por el PO, eleva Donoso su visión del catolicismo y de su función en la historia de la cultura. Con rasgos sospechosos de integrismo y fundamentalismo. Según Donoso, sin el catolicismo, sin la Iglesia católica, el ‘hombre caído’ no puede comenzar, ni continuar ni concluir nada conducente al auténtico progreso de la especie humana. El progreso sólo se logra “bajo el imperio de la teología católica… de la Iglesia católica” (II, 363-374) según proclama insistentemente Donoso.

Me he demorado en exponer el pensamiento político, la visión del hombre, de la historia, del progreso, en J. de Maistre y en Donoso Cortés. La presencia en ellos del dogma del PO es del todo destacada. Enumero simplemente los motivos para esta demora: no se trata de representantes de la teología académica, neoescolástica decadente del siglo XIX. Son dos teólogos e intelectuales seglares, laicos (‘Padres seglares de la Iglesia del siglo XIX’, como se dice) y, por ello, más próximos tanto as la cultura secular, como a la mentalidad y convicción de las grandes masas católicas de su época. Se les cuenta entre los más destacados defensores, apologistas, del catolicismo en aquellos recios tiempos. Defienden el catolicismo frente a los errores de la Ilustración y de la Revolución (liberalismo, socialismo). Pero, según dice Cassirer, el enemigo primero de la Ilustración y de la Revolución era la doctrina del PO. Nada sorprendente, por tanto, que los combatientes contra la Ilustración y la Revolución acudiesen a su dogma del PO para pertrecharse de armas defensivas y ofensivas. La Ilustración y la Revolución son movimientos políticos, sociales, culturales en el mundo de lo secular. Pero, tienen un trasfondo teológico, como señalaba Donoso. Por eso él y J. de Maistre hicieron del dogma del PO el centro de un sistema político, de una sociología. El PO sería el motivo principal del imposible progreso de la humanidad caída, sin la ayuda de la Revelación cristiana.
El lector puede juzgar de la viabilidad y de las posibilidades de éxito que podría tener esta oscura tarea emprendida por estos preclaros representantes de la cultura católica del siglo XIX.
Donoso Cortés mantuvo notable influencia en el tradicionalismo y conservadurismo político, cultural y religioso español casi hasta nuestros días. Merecía la pena dedicarle alguna especial atención.

sábado, 30 de marzo de 2019

EL PECADO ORIGINAL EN EL CENTRO DE UNA CULTURA


IX.     
EL PECADO ORIGINAL EN EL CENTRO DE UNA CULTURA

Como es sabido, son muchos los teólogos occidentales que mantienen una visión hamartiocéntrica de la ‘actual’ historia y economía de salvación: centrada en el PO. El motivo ‘primero’ de la encarnación del Hijo de Dios sería, según ellos, el acontecimiento de la caída original: “si Adán no hubiera pecado, el Verbo no se habría encarnado”. Es obvio que esta centralidad del PO, que impregna el cristianismo occidental, no pudo menos de desteñir sobre la cultura secular que, durante siglos, fue creándose en Occidente. El llamado régimen de Cristiandad dominó durante siglos Europa y no pudo menos de influir en toda su actividad religiosa y social.
Las indicaciones que vamos a hacer bajo esta rúbrica vienen preparadas, en parte, por lo que hemos encontrado en dos pensadores católicos insignes, J. de Maistre y Donoso Cortés, cercanos a nosotros. Todo su pensamiento religioso y político, toda su visión del hombre, del progreso, de la historia, está impregnada por su creencia en el dogma del PO. Ahora ampliamos el tema con las sugerencias que, de forma más inmediata y acuciante, han surgido con la lectura de la obra de J. Delumeau, que luego citaremos, de gran riqueza informativa y especialmente estimuladora de la reflexión para un teólogo cristiano. También se tiene en cuenta el tema iniciado por E. Fromm en su conocida y estimada obra ‘El miedo a la libertad’. En estas y otras obras que iremos mencionando, se descubre la existencia de una ‘cultura del miedo’ y de un generalizado y, en casos, ‘morboso sentimiento de culpabilidad’. Sentimiento que se ha hecho notar en forma más aguda, aunque intermitente, dentro de la cultura occidental cristiana; al parecer con mayor intensidad que en otros círculos culturales por nosotros conocidos. Y ello tanto en círculos religiosos como en los ambientes profanos.
Para nuestro tema, ofrece peculiar interés señalar cómo la creencia en el PO, mantenida como dogma básico por la Cristiandad occidental, ha contribuido, como fuerza de primera magnitud, al ‘origen y mantenimiento de esta ‘cultura del miedo’ y de la culpabilidad morbosa que le acompaña’.

1.Los grandes miedos del cristianismo y de la cultura occidental

Comenzamos individualizando los cuatro solapados agentes del miedo que tal vez estén ya en la mente de los lectores: ‘Satanás, El Pecado, el Infierno. Y, al fondo, ‘la ira de Dios ofendido’ por el ‘inmenso’ pecado de Adán, y de todos ‘en’ él. No queremos decir que este siniestro grupo de agentes haya sido provocador exclusivo de este miedo colectivo. Pero si parece indudable que, al menos para la consideración del teólogo y, especialmente, para la historia de la creencia en el PO, los mencionados poderes, han tenido influencia decisiva y siniestra. Puesto que esta motivación teológica (pseudoteológica) ha servido pare recubrir con un dosel sagrado los miedos que, vinieran de donde vinieran, eran considerados además, en forma universal y constante como ‘castigo de Dios’ por el PO y sus secuelas. Estos siniestros poderes emergen y operan en la historia de la religión cristiana en buena sincronización y simbiosis a la hora de crear aquella atmósfera del miedo generalizado que hemos aludido y que comentamos.
Los cuatro grandes ‘miedos’ tienen su centro de convergencia y están como ‘pivotados’ en torno a la figura del PO. En una imaginaria secuencia cronológica de estos temerosos hechos, la prioridad en el inicio de este misterio de iniquidad se le concede a Luzbel en la teología y en la mitología cristiana. Al decir de éstas, Luzbel y sus seguidores se rebelaron contra el Altísimo cuando éste les propuso que adorasen a Adán, o bien al Hijo de Dios hecho hombre. Expulsado del cielo, Luzbel buscaría el desquite en su lucha contra Dios extendiendo sus dominios al género humano recién creado por Dios. Lo consiguiente, al lograr que Adán se rebele contra Dios y, mediante su rebeldía, dé entrada a El Pecado que, como un tirano, se adueña del mundo y domina a los hombres (Rm 6-7). Si bien sólo lo logra en aquellos que a él voluntariamente se entregan. Mediante ‘El Pecado’ o, mejor, identificándose simbólica y operativamente con él, Satanás obtiene el dominio del hombre y de su historia, recibe el título y funciones de “Príncipe de este mundo”. La humanidad pecadora es justamente entregada por el Dios ofendido, al poder del Maligno. El PO transforma a la humanidad en masa de pecado, masa de perdición que se consuma en el ‘Infierno’. Allí Satanás obtiene el dominio perfecto sobre los seres humanos y el PO despliega la grandiosa maldad que ocultaba en su seno. Ya que, como dice san Agustín, por el Po todos los hombres son transformados en ‘masa de condenación’. Así, pues, el PO sería el origen y el centro de esta temible historia de condenación que comenzaría en las alturas del cielo, se continuaría en el jardín del Edén y luego en el planeta tierra y sus habitantes corrompidos por el PO. Hasta consumarse en las profundidades del infierno.
No parece necesario demorarse en especificar la actuación de cada uno de estos inductores de miedo colectivo en la sociedad occidental. Seguro que el lector tiene informes suficientes sobre cada uno de ellos.
‘El miedo al demonio’, miedo cerval en tantos casos, es una constante dolorosa en el cristianismo desde hace veinte siglos.  La liturgia bautismal y hasta fecha recentísima, está tupida de esta convicción de que el niño nace bajo el dominio del Príncipe de este mundo, Satanás. Dominio que para los antiguos no era nada simbólico sino realísimo. De ahí los exorcismos y abrenuncios para expulsarle del recién nacido. Estar en PO   y estar dominado por el diablo eran sinónimos para el obispo de Hipona y toda la Iglesia del siglo V, la africana sobre todo. Los maniqueos y otros herejes extremaban este satanismo. Frente a todos ellos tenemos la valiente y lúcida reacción de Julián de Eclana: rechaza a los impíos que dicen que nacemos del diablo, o poseídos por él. Por el contrario, los cristianos auténticos “se congratulan de que (en su origen) tienen al Dios verdadero no sólo como creador, sino como inhabitador”.
Pienso que no será necesario demorarse en hablar del ‘infierno’, el máximo instrumento para ‘meter miedo’ a la gente cristiana y no cristiana, durante veintiún siglos de cristianismo.

2.El género humano bajo la ira de Dios

Al demonio, a la ‘miseria’ provocada por el PO, al infierno, el cristianismo no puede menos de verlos como expresiones de la ira de Dios sobre la humanidad pecadora. Son conocidas las tremendas y frecuentes frases de san Agustín, que describe al género humano como masa de pecado, de perdición, de condenación eterna, como castigo del PO. Poco menos tremendas son las palabras del Tridentino, cuando dice que Adán y su descendencia, por la prevaricación en el paraíso, “incurrió en la ira e indignación de Dios, en muerte corporal y espiritual, cautivo de Satanás” (DS 1511-1512).   Las manifestaciones más extremas de esta ira/justicia vindicativa de Dios se centran: 1) en el paraíso, al castigar tan duramente la prevaricación de Adán; 2) en el Calvario, donde el Padre exigirá al Hijo una satisfacción infinita por el PO y sus secuelas (san Anselmo); 3) en el infierno, qua abre sus puertas de par en par para los hombres corrompidos por el PO. La centralidad del PO en todos en todos de esta actuación de la ira/justicia divina es del todo visible.
El obispo Agustín de Hipona y el obispo Julián de Eclana mantuvieron una farragosa, prolongada y agria polémica en torno al problema del PO. Ambos mostraron su gran talento de teólogos cuando llegaron a discutir el problema del PO “bajo la razón de deidad”. Es decir, cuando llegaron a señalar que, en torno a la existencia o no existencia del PO, se ponía en discusión, se hacía problemático el concepto mismo de Dios-Justo: “Discrepas (Agustín) de los católicos no sólo en la cuestión ésta (del PO) sino en la cuestión de Dios… Presentas un Dios lleno de inmoderación titánica, de bárbara iniquidad en sus juicios… Lleno de perfidia púnica en sus juramentos”. Un Dios al que Agustín llama “castigador justo de seres a quienes él mismo ha hecho pecadores… Pon en claro quién es este implacable acusador de inocentes. Respondes: Dios. Has herido mi corazón, y como tal sacrilegio es increíble, no sé qué sentido tiene la palabra ‘Dios’, si el dios de los paganos o el Dios de nuestro Señor Jesucristo. Éste entrega a su Hijo por los pecadores y tú le haces juez que persigue a los recién nacidos”. Es decir, no se puede creer en el Dios de Jesucristo y, al mismo tiempo, en la doctrina agustiniana del PO (Julián de Eclana).
No es fácil encontrar en la literatura cristiana ni antigua ni moderna un texto en el que, con tanta energía y profundidad se rechace la tesis del PO como frontalmente contraria al concepto cristiano de Dios.
El obispo Agustín de Hipona acepta la discusión a este nivel. Efectivamente, la tesis del PO afecta al concepto cristiano de Dios. Pero Agustín realiza el juego mental de ‘retorcer el argumento’ y afirma con firmeza y solemnidad: ‘no se puede creer en Dios y negar la doctrina del PO’. Dejemos en su tamaño la antitética argumentación de Agustín y de Julián de Eclana. Es indudable que la tesis agustiniana sobre el PO presenta ante los creyentes la figura de un Dios justiciero que, por los siglos de los siglos, alarga su castigo a la sombra de su acción justiciera sobre la historia de la humanidad y de cada individuo humano. La justicia de Dios castigó con enormes castigos a todos los hombres por el pecado de ‘uno solo’; entrega a la humanidad al poder de Satanás; Dios tiene dispuesto el infierno para esta masa de pecadores. Cierto, el PO en cuanto pecado, se borra por el bautismo. Pero siguen en pie los signos de la ira de Dios: el dominio de Satanás, las miserias de la vida, la perspectiva del infierno eterno. Durante siglos, para las grandes masas de cristianos, estas afirmaciones no tenían un mero significado simbólico, como hoy podemos pensar. Las entendían en su más cruda y dura literalidad: “Es horrible caer en las manos del Dios vivo/airado” (Hb 10,31). Durante siglos los cristianos de Occidente, escuchaban diariamente las estrofas del “Dios irae”, recordando al temible juez supremo, ante el cual “ni siquiera el justo estará seguro”. En pleno siglo XIX, un pensador cristiano como J. de Maistre, dice, según hemos visto, que la característica del Dios cristiano es el ser “Dios de los ejércitos, Dios de la guerra”. Porque en ella se cumple, en su máxima expresión, el castigo universal, colectivo, que la humanidad merece por motivo del PO- Donoso Cortés, hombre profundamente creyente, recoge la dificultad. Y constata que el dogma del PO “no se compone bien, a primera vista, en el entendimiento humano con la justicia de Dios y mucho menos con su misericordia. Cualquiera diría, al considerarlo de golpe y por primera vez, que es un dogma sacado de aquellas religiones inexorables y sombrías de Oriente”, cuyos ídolos no tienen voz “sino para lanzar anatemas y pedir venganzas. El Dios vivo, en la actitud de revelarnos ese dogma tremendo, más que como el Dios manso y clemente de los cristianos, se nos muestra como el Moloch de los pueblos idolátricos, crecido en grandeza y barbarie” que devora lleno de ira, una tras otra, a todas las generaciones humanas.
Este modo ‘divino’ de ejercer la justicia está apoyado en el ‘mito de la pena’. Lo hemos visto formulado ya por el pagano Horacio, reflejando el modo ancestral, tribal, primitivo de administrar justicia usual entre los hombres de las culturas primitivas. Crimen y castigo son inseparables. Los teólogos cristianos, como Agustín y Anselmo, lo aplican al comportamiento de Dios ante el pecado de Adán/humanidad. Sus textos dan la impresión de que la conexión entre crimen y castigo, culpa y pena, fuese tan fatal y trascendente que ni el mismo Dios pudiera eximirse de esta ley. Cometido el delito sólo queda “la satisfacción o el castigo”. Lo contrario sería un atentado contra el honor del propio Dios y contra el orden supremo del universo. Ya Duns Escoto criticó con fuerza estos justicieros razonamientos anselmianos.

3.Occidente, ciudad sitiada: el drama sartriano ‘Las moscas’

Tal es el subtítulo de una de las obras de J. Delumeau, ‘La peur’, ya citada. Sartre nos lleva a imaginar a nuestro Occidente como una especie de ‘aldea global’, sitiada por dentro y por fuera por un miedo y angustia generalizada, por un ‘sentimiento neurótico de culpabilidad colectiva’. Y por la presencia e influencia de los cuatro miedos antes mencionados. Desde luego, ello no ocurre en cada individuo, ni en cada momento puntual de la historia del cristianismo. También éste ha vivido períodos de exaltación humanista/renacentista, y de exuberancia barroca. Pero, en ambos casos, la gente cristiana olvidaba felizmente un poco la idea de que era un ‘hombre caído’, poseedor de una ‘naturaleza viciada’, castigado por alguna culpa ancestral. Por otra parte, es obvio que semejantes congojas colectivas han tenido como fuerzas provocantes y concomitantes diversas catástrofes de índole natural. Sobre todo las provenientes de la siniestra triada: la peste, el hambre, la guerra. Para nuestro tema interesa fijarse en que estos dolorosos eventos naturales son recubiertos de un halo de misteriosidad y religiosidad de signo negativo. Eran presentados por los predicadores y pastores como ‘castigo divino’, bien merecido por una raza humana convertida en masa de pecado, manchada por el viejo, ancestral, insuperable PO. Sentido y vivido como una fuerza de ‘pecado permanente’, raíz primera y feraz de los pecados que los hombres cometen cada día: El Pecado que domina el mundo.
El símbolo de ‘ciudad sitiada’ lo encontramos, dramatizado con notable vigor literario y densidad filosófica, en la pieza teatral de J. P. Sartre, ‘Las moscas’. No carece de interés mentar aquí esta obra y su temática. En ella se logra una estimulante conjunción entre los mitos helénicos sobre el pecado ancestral, ‘el viejo pecado’ de los inicios y el ‘teologúmeno’ cristiano del PO, figura de nombre cristiano, pero de ascendencia y árbol genealógico pagano. En el drama sartriano se eleva a categoría trascendente el sentimiento agudo e infeccioso de ‘culpabilidad colectiva’. Como si se tratase de una especie de destino trágico que el hombre llevas en la masa de la sangre, en lo más hondo de su existencia; a lo largo de toda su historia, desde la profundidad primera de su estar, ser y actuar en el mundo.
Observamos en el drama de Sartre estructuras objetivas fundamentales, recursos de expresión literaria asimilables, sin distorsiones, que acompañan a la figura del PO: El Pecado en su presentación por parte de los teólogos y escritores de Occidente. Baste, como muestra, la citada obra de J. Delumeau. En líneas generales, sus constataciones podrían ser bien recibidas por cualquier investigador de la cultura y de las ideas religiosas. En relación al tema del PO, cabe decir que, en ambos casos, existe un ancestral, ‘viejo pecado’: el crimen cometido por Egisto, rey y padre de la ciudad de Argos, (crimen del cual todos los ciudadano se sienten vaga, pero fijamente culpables) y el pecado cometido por Adán, padre de la tribu humana, que ha perpetrado ‘el viejo pecado’, del cual todos sus descendientes se sienten solidarios en culpa y pena.
Este pecado originario, primordial es ‘originante’ de todos los males que acosan a la ciudad de Argos. El pecado de Adán, en opinión de los cristianos, es el originante de la enorme miseria en que se encuentran sumergidos, “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”, como hijos de una Eva pecadora que ha hecho pecadores a todos sus hijos por siglos sin término.
El crimen de Egisto en la ciudadanía de Argos y la desobediencia de Adán en toda la raza humana por los siglos de los siglos provocan el sentimiento colectivo de culpabilidad; de remordimientos silenciosos por un pecado secreto, lejano, indefinible; cuya recordación, subconsciente y oscura, les angustia y tortura: son ‘las moscas grisáceas, pegajosas, importunas del drama sartriano’.
Puede darse por seguro que, cuando Sartre componía esta pieza teatral y veía a la humanidad acosada por un sentimiento generalizado, morboso, angustioso de culpabilidad colectiva sentía, pensaba y escribías, al menos en el subconsciente, bajo la presencia e influencia del dogma del PO, en su versión protestante o jansenista, pero tenida por muy cristiana en todo caso. No como elemento único, pero sí como factor concomitante, se juntaba la actualización de los viejos mitos clásicos que caminaban en la misma dirección. Ya hemos visto anteriormente cómo la memoria del ‘pecado antecedente’, propuesto por tantos mitos griegos y no griegos, es un precedente cultural innegable del dogma ‘cristiano’ del PO.
Sartre, como es sabido, recibió una educación residual protestante en su primer ambiente familiar. En su edad adulta, desde el punto de vista de su formación, de su estructura mental básica, aparece configurado dentro de lo que se llama existencialismo trágico, representado con sus matices, por hombres como Jaspers y Heidegger. En ellos la angustia, el desgarro existencial, constituyen la atmósfera profunda en la cual está instalado, emerge y es cultivado su filosofar y su mismo estar y actuar en el mundo. Y, por fin, este existencialismo medularmente angustioso, acongojado tiene indudable parentesco espiritual y cultural con el existencialismo ‘teológico’ de S. Kierkegaard. Recordemos, sobre todo, sus libros ‘El concepto de angustia y enfermedad mortal’. Para Kierkegaard la ‘angustia existencial’ (con el consiguiente sentimiento individual y colectivo de culpabilidad) es, por una parte, hija del pecado (original) y por otra, madre de todo el pecar humano. Porque el PO implica un fuerte, irresistible impulso hacia el pecado y, por ende, un verdadero ‘pecado permanente’, radical. Sartre recoge y amplifica la idea que hemos encontrado por otros caminos: el sentimiento morboso de culpabilidad colectiva ha sido creado en Occidente, en primer término, por la creencia secular en el PO, desde sus formas más rígidas, pero muy vigentes en la Europa de los siglos XVII y XVIII: el protestantismo y el jansenismo. Por otra parte, el sentimiento de culpabilidad, que sin duda puede surgir de otras fuentes, ha sido recubierto y como racionalizado y hasta sacralizado con el auxilio de la doctrina sobre el PO, proclamada como de origen directamente divino.
Sobre esta experiencia del sentimiento de culpabilidad, eleva Sartre su crítica de la idea de Dios y de la religión, de toda religión, en cuanto provocan semejante sentimiento enfermizo y esterilizante de la vida humana. Crítica radical, universal, con pretensiones y categorías de nivel ontológico, metafísico. Los remordimientos impertinentes, el sentimiento acongojante de culpabilidad, habría creado la figura de Zeus (los dioses). El cual, obviamente, ha de ser imaginado como un dios rencoroso, castigador de los hombres e inmisericorde con unos seres que no cesan de proclamarse culpables de alguna culpa indefinible, pero que no saben si realmente la han cometido. Más aún, los remordimientos humanos que dieron lugar al nacimiento de Zeus, se tornan, en manos de éste, en instrumentos para mantener sobre la plebe acongojada su imperio, duro y tupido de miedos insuperables, venenosos, pegajosos, como las moscas.
Pero, por otra parte, parece que no se podría negar que la tarea de criticar la idea del PO, tal como era cultivada en la Europa de siglo XVII-XVIII, era para los humanistas cultos y liberales de la época, una tentación difícil de superar. Les provocaba a rechazar con decisión un Dios y una religión que daba una importancia primordial a la idea del hombre como ser radicalmente corrompido, objeto de la ira divina. Y veían a Dios como un iracundo castigador de los hombres todos por ‘un’ pecado, de ‘un’ hombre, cometido en ‘un’ momento supuestamente privilegiado de los nebulosos inicios de la historia. Por otra parte, no sólo como humanistas, sino precisamente como participantes de una herencia cristiana sobre Dios y sobre el hombre, no podían menos de sentir repulsa hacia toda la doctrina del PO. Concretamente hacia la idea de Dios y hacia la idea del hombre que en ella venía implicada, según sus profesantes.
De todas formas, el mito sartriano de ‘Las moscas’ da que pensar como mito literario cargado de intención y de problemas. Especialmente al creyente católico le ha de impulsar a hacer una reflexión crítica sobre la idea de un Dios que, por el nebuloso y lejano pecado del rudimentario Adán, castiga a todos los humanos con tanta miseria y por los siglos de los siglos.

4.El miedo a la libertad y la creencia en el pecado original

El tema en su enunciado literal, viene sugerido por la lectura de la conocida y apreciada obra de E. Fromm, ‘El miedo a la libertad’. De ella recogemos algunos textos y sugerencias, en los que se pone de manifiesto el aporte de la doctrina del PO a la aparición masiva de este ‘miedo a la libertad’. Es obvio que la creencia en el PO ofrece un ingrediente y justificante religioso-teológico al fenómeno global del miedo luterano a la libertad, que otros hombres no creyentes comparten. Este recurso a los textos de E. Fromm aporta un nuevo testimonio para hablar del influjo que la doctrina del PO ha tenido en amplias zonas de la cultura occidental.
A tenor del análisis que E. Fromm hace de la psicología personal de Lutero, se deduce que el Reformador, ya antes e independientemente de ser religioso profeso y teólogo, era un hombre abrumado por un ‘excesivo sentimiento de culpabilidad’, como connatural en él. En esta constatación concuerdan los estudiosos de la personalidad y de la obra de Lutero. Luego, como religioso profeso, su empeño en la observancia radical, minuciosa, de las reglas monásticas, que le llevó a ser ‘escrupuloso profundo’ en materia moral. Finalmente, su angustiada estructura psicológica, temperamental, le impulsó a llevar al paroxismo la doctrina agustiniana sobre el PO en la forma conocida. Siguiendo en este momento la exposición de Fromm mencionamos, en la medida en que ahora precisamos hacerlo, los puntos en los que la doctrina luterana sobre el PO impacta otros momentos de su teología.
El hombre ‘natural’, antes de la justificación, viene calificado como un ser radicalmente corrompido, actuando bajo el impulso del egoísmo radical, de la invencible concupiscencia, de un corazón retorcido sobre sí mismo, del cual sólo brotan frutos agusanados de malas obras. El hombre caído sólo dispone de una libertad esclava de ‘El Pecado’. En esta perspectiva, es inevitable que el hombre sienta miedo y hasta ‘angustia’ de su propio corazón, de su propia libertad, que se odie a sí mismo y que tenga el secreto deseo de que alguien o algo lo libere de la insoportable y peligrosa carga de ser libre.
A tal concepto del hombre corresponde el correlativo concepto de Dios, experimentado y pensado como un Señor iracundo, justiciero, exactor de una ‘satisfacción infinita’ por la ofensa infinita inferida a su infinita Majestad. Satisfacción que, obviamente, el hombre pecador está imposibilitado para ofrecer. Las relaciones con Dios están regidas por la obediencia servil, la sumisión, la humillación constante, propia de un delincuente pertinaz, incorregible, ante un juez iracundo. En esta situación es difícil que puedan surgir espontáneamente sentimientos de amor filial. La relación Dios justo y hombre pecador es extremadamente dialéctica, de confrontación: la de un rebelde ante su señor. Un hombre que dispone únicamente de ‘libertad esclava’ está demandando un amo que lo domine. Por eso, la autoridad de Dios sobre la humanidad pecadora reviste con frecuencia rasgos que pudieran calificarse de tiránicos. Por ejemplo, cuando se dice que Dios impone al hombre caído mandamientos que éste no puede cumplir; como es el precepto de amar a Dios sobre todas las cosas. Es imposible en absoluto que lo cumpla un hombre que en todo su ser y actuar está dominado por el egoísmo radical. Así se expresa significativamente el ‘Catecismo de Heildelberg’.
En este contexto mental parece indispensable que la autoridad política, instrumento del gobierno de Dios en el mundo, sea presentada, ante todo, en su dimensión impositiva, coercitiva, de las maldades que brotan inevitablemente del corazón humano corrompido. Ya hemos señalado antes que una de las consecuencias de la teoría del PO es la valoración negativa, represiva, de toda autoridad humana, tanto civil como eclesiástica. Recuérdense las indicaciones que sobre Cristo y la cultura en Lutero hacía R. Niebuhr. Hemos visto un ejemplo significativo de esta mentalidad en los pensadores católicos del siglo XIX, J. de Maistre y Donoso Cortés.
También Dostoiewski ofrece testimonios de este mismo fenómeno: ‘el miedo a la libertad’ (Los Hermanos Karamazov). De este miedo se dice que “nunca en absoluto hubo para el hombre y para la sociedad nada más intolerable que la libertad”. Por eso es comprensible esta otra afirmación: “te lo digo no hay para el hombre preocupación más grande como la de entregar este don de la libertad con que nace esta desgraciada criatura”. La tranquilidad y la muerte “son más estimables para el hombre que la libre elección con el conocimiento del bien y del mal”. Cristo predicó la libertad para las gentes, pero ellos “han traído su libertad y la han puesto a nuestros pies”, a los pies de los inquisidores. ‘El Gran Inquisidor’ por su parte, ha arrebatado su libertad a las gentes, pero ellos se sienten felices porque les han librado de la dura carga de tener que decidir por su cuenta y riesgo. Podemos, pues, decir que la relación entre el Inquisidor y sus subordinados está regida, ante el análisis del psicólogo, por ‘el miedo ala libertad’: miedo del Inquisidor a la libertad de sus subordinados, porque es una libertad corrompida por el PO y que, en consecuencia, no vale más que para pecar, bajo el impulso de la desenfrenada concupiscencia. Por tanto, hay que dominarla con mano dura. Miedo a su propia libertad en el súbdito mismo que se angustia ante su propia voluntad viciada, corrompida. Por ello, la entrega a alguien que le alivie de la dura necesidad de tener que tomar decisiones por sí mismo, de luchar por ser libre.
El sentimiento de angustia surge connaturalmente en todo hombre adulto en la medida en que tome conciencia de su finitud, contingencia, labilidad ontológica y moral, de ‘La insoportable levedad del ser’ (M. Kundera). Estos sentimientos se concentran en torno a la experiencia de la libertad, cuya experiencia profunda produce miedo y hasta angustia. Porque de ella procede todo lo mejor que hay en el hombre (para un humanista), pero también todo lo que en él ocurre de innoble y peligroso, para uno que cree en el PO. Los estoicos hablaban de la “dura necesidad de decidirse y de elegir”, dada la indeterminación de la voluntad puesta en el fiel de la balanza entre el bien y el mal. En nuestros días, Sartre nos habla de que el hombre “está condenado a ser libre”; es decir, experimentar su libertad como una condena, como “una sarna que pica”, por razón del esfuerzo que comporta el ejercer la libertad, el tener que decidirse.
Según la teoría del PO esta angustia o congoja existencial ante la libertad le sobrevendría al hombre histórico como consecuencia y castigo de la caída originaria y de su persistencia en sus efectos, pues el PO es un ‘pecado permanente’. Los defensores extremos del PO, como protestantes y jansenistas, liberan al hombre caído de la dura necesidad de decidirse, de elegir. Éste carece de la libertad de indiferencia. En cada acción decide la dominadora concupiscencia (o Satanás, o El Pecado). O bien, a la omnipotencia de la Gracia.
Como en otros momentos de nuestro estudio hemos de advertir que la angustia/congoja existencial (individual o colectiva) puede surgir en individuos o en épocas, independientemente de que se crea o no en el PO. El error está en pensar que la angustia existencial es consecuencia o castigo del PO. Ocurre aquí algo similar a lo que ocurre con la concupiscencia, a la cual se la califica como ‘madre del pecado e hija del pecado’. Y hasta se la llega a calificar como pecado en sentido pleno. Algo similar ocurre con la angustia analizada por Kierkegaard.

5.La larga sombra del pecado original en la cristiandad occidental

Al hablar aquí del PO tenemos presente la complejidad de su figura poliédrica: el PO en cuanto implica una ‘constelación de afirmaciones’ sobre el hombre y su situación histórico-salvífica, según hemos explicado. Compañeros de viaje son el demonio, la ira de Dios, el infierno. Por otra parte, es claro que no hay que hacerle a la creencia en el PO responsable exclusivo del miedo colectivo que, en determinados momentos de su historia, se ha apoderado de la sociedad occidental. Finalmente, indicamos que la cultura de la cual hablamos ha de entenderse, en forma preferente, en referencia a las creaciones del espíritu humano en el campo de la ética, al religiosidad. Si bien, desde allí puede derivar hacia la entera cultura civil, secular.
La revelación cristiana del pecado. Ni en la antigüedad ni posteriormente encontramos ninguna otra filosofía o religión    que haya concedido al pecado la centralidad que le ha concedido el cristianismo, al menos en Occidente: “El cristianismo pone al pecado en el centro de su teología, lo que no sucedía en las religiones y filosofías de la antigüedad”. Todavía en nuestros días hay teólogos católicos que hacen del PO y del pecado humano en general la realidad/idea eje de la ‘actual’ historia y economía de la salvación, según hemos dicho. El Hijo de Dios no se hubiera encarnado si Adán no hubiera pecado. Mantienen, por tanto, lo que se llama visión ‘hamartiocéntrica’ de la actual economía e historia de salvación. Visión que también ha impregnado desfavorablemente la dogmática, la moral, la espiritualidad, la pastoral y cura de almas, como hemos indicado con insistencia. Los moralistas actuales se lamentan de que sus colegas de siglos pasados dedicaran su atención preferente a detectar y combatir las ‘malas pasiones’ (sobre todo la vergonzosa líbido sexual, de que habla san Agustín) y en buscar la presencia y acción de ‘El Pecado’ en el hombre, antes que la presencia y acción de la Gracia. Incluso solemnemente declaraban pecador a todo hombre ya desde el primer instante de su ser natural. Prevalecía una moral de talante y preocupaciones hamartiológicas. Incluso en la misma visión de la gracia. La cual era presentada más como medicina curativa del pecado q ue como fuerza elevante, deificante, que promociona y plenifica la naturaleza humana, creada por Dios a su imagen y semejanza, sana, inocente, habitada y a por la Gracia.
Esta visión de la economía de la salvación en clave de pecado, desde las alturas de la teología se extendía a la cura de almas. Nominalmente en sus manifestaciones más frecuentadas y perceptibles: la predicación, la literatura piadosa, la catequesis popular y la administración de los sacramentos. Por eso, Delumeau, en la obra citada, habla con detención y abundante documentación de la ‘pastoral del miedo’ predominante en largos períodos de tiempo por él historiados. Él recoge testimonio del ambiente francés, un poco más afectado por el jansenismo. Pero en el ambiente español los testimonios no escasean.
No se trata tan sólo de casos o de anécdotas. Ellos delatan un conjunto de convicciones y un sistema de fondo. El hombre criminal (o criminalizado) y el Dios airado son las dos magnitudes/realidades que son enfrentadas constantemente en esta ‘pastoral del miedo’: ‘El hombre criminal o la corrupción de la naturaleza por el pecado’. Tal es el título de un libro escrito en el círculo de la escuela berulliana, por lo demás cultivadora de una espiritualidad muy elevada y digna. Desde esta perspectiva justificaban los castigos universales y perennes que Dios ha impuesto a la humanidad y el intenso, pertinaz sentimiento de culpabilidad colectiva, de rasgos morbosos. Este calificativo de ‘criminal’ dado al hombre (a todo hombre) no sólo se encuentra en los fogosos textos orales y escritos de los predicadores, ocurre también en textos de teólogos cuando especulan sobre el PO. En tiempo más cercano a nosotros, el teólogo protestante E. Brunner tiene un libro con este título: ‘Dios y su rebelde’ y una obra de antropología teológica bajo el título ‘El hombre, ser contradictorio’. Resultaba inevitable que, frente a un hombre criminal de nacimiento y de estructura, se presentase a Dios iracundo y castigador implacable, pero justo. Un Dios que dejaba la amarga impresión en muchos de ser un Dios ´sádico’, según lo presentaban tantos predicadores que buscaban la conversión del pecador, basada en el recuerdo del juicio divino y de los castigos eternos.
Dentro de este contexto hay que enmarcar ‘la enfermedad de los escrúpulos’ que aquejaban, con lamentable frecuencia, a confesores y penitentes católicos. Nunca terminaban de limpiar su conciencia ante Dios que, en su opinión, tiene mirada de lince para escudriñar a través de las paredes y desvelar los secretos mejor escondidos del corazón humano. J. Delumeau, en la obra citada, dedica varias páginas a hablar de un Dios a quien los predicadores y escritores eclesiásticos presentaban mirando a la humanidad y cada individuo humano con ojos de lince, el mítico animal que penetra con su mirada a través de las tinieblas. Ponderaban el hecho de que Dios penetra con su mirada y ve pecado allí mismo donde nuestra mirada interior no puede penetrar.
Podríamos comentar aquí al idea de Sartre, que ha elevado la mirada del otro y del Otro a categoría de gran expresividad literaria y de alta categoría filosófica. Basado en experiencias infantiles, no exentas de cierta obsesión enfermiza, rechaza a Dios porque su mirada, absolutamente fija y omnipresente, la experimentaba él como una mirada que le culpabilizaba, le avergonzaba y como que anulaba la espontaneidad de su libertad, le despersonalizaba. También Nietzsche se sentía culpabilizado, radicalmente ofendido y humillado por alguien que le mira “con ojos que lo ven todo… que veían las profundidades y los abusos del hombre, todas sus disimuladas falsedades y vergüenzas”. Le enfermaba pensar en el “ojo burlón que en la oscuridad me contempla”. [Ambos pensadores parecen olvidar que en la literatura universal y también en la religiosa existe la ‘mirada amorosa’, creadora de energía y vida para quien la recibe].
Recuérdense los temerosos ejercicios de preparación para la muerte, ‘para el encuentro con el supremo juez’ y los reiterados ecos del ‘Dies Irae’, repetidos en los funerales católicos de cada día. Sorprende desagradablemente el encontrar en la hagiografía católica el hecho de tantos santos y almas piadosas a quienes se les describía, incluso al final de sus días, llenos de angustiosas torturas ante la severidad del juicio divino por los pecados secretos, los de la vida pasada, los de la infancia. El espectro del infierno amenazaba de cerca a cada fiel cristiano, ya que se predicaba y se vivía en l a creencia de que el número de los que llegan a salvarse, es muy escaso: se condenan ‘casi todos’ los seres humanos. Obviamente bajo la creencia de que por el PO el género humano quedó convertido en ‘masa de perdición, de condenación’ (san Agustín). Además del infierno, el purgatorio era presentado como una especie de extensión del mismo, al menos por las terribles penas que allí sufren las ‘ánimas benditas’, rodeadas de fuego purificador.
Esta visión dolorista, angustiosa de la vida cristiana y humana en general, domina largos períodos de nuestra historia. Podemos dejar de lado la triste primera Edad Media, porque sus angustias pueden tener suficiente explicación en los tiempos que siguieron a la invasión de los bárbaros del norte. No estaban para detenidas reflexiones teológicas. Tras el optimismo vivido y difundido por los Humanistas del Renacimiento y de los primeros tiempos de la Contrarreforma católica, se reincide en análoga actitud pesimista y angustiada en los siglos XVII y XVIII. Este dolorismo pietista, se manifiesta en la forma de reflexionar y de predicar sobre la pasión y muerte del Señor. Sus sufrimientos eran presentados como ‘infinitos’ no sólo, como es obvio, por la calidad moral d la persona sufriente, sino por su intensidad y amplitud empírica física y constatable. La muerte de Jesús en la cruz era presentada en forma del todo prevalente como ‘expiación’, satisfacción por los pecados e los hombres. Especialmente por el más enorme, universal e influyente de todos: ‘el pecado original’. Siguiendo el pensamiento de san Anselmo se exigía una satisfacción de intensidad infinita para compensar la malicia infinita del pecado humano. A nivel de la religión popular y pietista, esta mentalidad se traducía en largas descripciones en las que se daba cuenta en números exactos de los azotes, bofetadas, empellones y otros malos tratos padecidos por Jesús en las horas de la pasión. Connaturalmente, los terribles sufrimientos del Señor eran presentados como modelo para las almas generosas. En la hagiografía y en la literatura edificante/devota de la época se encuentran relatos ‘admirables’ de santos y santas que se imponían penitencias corporales “más para admirar que para imitar”, como suele decirse. Sin duda con la loable intención de reproducir al vivo en su propio cuerpo los sufrimientos de Jesús. Se podrían señalar en estas prácticas, buenas dosis de sadismo y de masoquismo, sin duda subconsciente, pero real y operativo.
Aparte de estos factores psicológicos, semejantes sentimientos y prácticas venían alimentados desde lejos por determinadas convicciones religiosas: el concepto de un Dios justiciero, infinitamente ofendido por el ‘infinito’ pecado humano: el PO y los personales que de él dimanan. Una vez más encontramos aquí ‘el mito y teología de la pena’ como base argumentativa a favor de la teoría del PO. Con influjo decisivo en la soteriología, en la teología de la gracia y de los sacramentos, en el campo de la moral.

6.Neurosis de culpabilidad y pecado original

Bajo esta rúbrica se toca un tema de amplia y difícil problemática: el sentimiento de culpabilidad morbosa, en cuanto resultado de la creencia en el PO. La culpabilidad, el ‘sentimiento de culpabilidad’ es un tema extremadamente complicado. Ha sido objeto de numerosos estudios desde diversas perspectivas, tanto en el campo de los sentimientos y experiencias religiosas como en la cultura civil y humanista.
Existe y merece ser calificado de saludable un sentimiento de culpa que podríamos identificarlo como ‘conciencia de pecado’, conciencia que surge cuando el hombre puede decir con el salmista: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces”. O bien con el hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. El acontecimiento de la conversión es uno de los instantes cumbre de la vida en que el hombre se muestra en la plenitud de su ser consciente y libre, de su personalidad. Dios no podría pedirle el arrepentimiento si allí mismo no reconociese la dignidad del hombre como ser libre y responsable. Y el hombre, cuando se arrepiente, es como si tomase en sus manos toda la fuerza de su ser y se transformara, bajo la acción de la gracia, en hombre nuevo, nuevo ser.
Pero lo que llamamos ‘sentimiento de culpabilidad’ se distingue de la sana conciencia de pecado en que tal ‘sentimiento’ no sabe señalar un momento o comportamiento concreto de la vida personal en el que, libre y conscientemente, se haya delinquido. Y, sin embargo, no puede alejar la idea de que es realmente culpable. No tiene conciencia lúcida, pero sí que tiene este ‘sentimiento de culpa’, de clara analogía con otros sentimientos, como el de odio o de amor. Así el sentimiento de culpabilidad se fija en la masa de la sangre, en los entresijos de la carne y del espíritu. Es una fijación que quien la sufre no sabe razonarla. Y descarga su tensión pensando en algún infortunio sufrido por la humanidad en los orígenes, en las culpas de los antepasados, en el pecado del padre Adán, en el pecado del mundo, en el pecado social o estructural.
Como es sabido, la culpabilidad neurótica no ocurre exclusivamente en el campo d la religiosidad. Si bien ésta parece ser el campo mejor abonado para que surja tal fenómeno. Por otra parte, la creencia en el PO no es la única que crea fijaciones obsesivas y morbosas. Pensemos en otras ideas conexas, inseparables: el diablo y la idea de la condenación eterna, del juicio implacable de Dios. Decimos que la idea del PO encierra en sí fuerza para dar origen y mantener este sentimiento de culpabilidad obsesivo y neurótico.
En efecto, las incontables miserias que el hombre sufre son presentadas, en la teoría del PO, como castigo de un pecado originario, primordial, del ‘viejo pecado’, un pecado ‘antecedente’ a la decisión personal del individuo a quien se califica (descalifica) como pecador innato. Como el hombre normal no puede tener conciencia lúcida de aquel ancestral, pre-existente pecado, surge inevitable en él la pregunta que hace el poeta: “Apurar, cielo, pretendo; / ya que me tratáis así /… Qué delito cometí / contra vosotros naciendo, / aunque si nací, ya entiendo / qué delito he cometido: bastante causa ha tenido / vuestra justicia y rigor / pues el delito mayor / del hombre es haber nacido. / Sólo quisiera saber, / para apurar mis desvelos / dejando a una parte, cielos / el delito de nacer / ¿qué más os puede ofender / para castigarme así?” (Calderón de la Barca, La vida es sueño, Jornada I,2).
Como no hay conciencia de pecado personal, surge el sentimiento morboso de sentirse culpable de algún secreto, ancestral, pero indudable ‘pecado innato’. El sujeto se siente culpable, pero no responsable. Extraño pecado, que le sobreviene al hombre sin quererlo ni saberlo y se le puede quitar al hombre sin ser reconocido como tal ni aborrecido. Nadie debe, sanamente, arrepentirse del PO. Todo lo anterior muestra lo desacertado que resulta calificar de pecado a la situación teologal del incipiente ser humano.
Para los historiadores católicos resulta un tópico decir que Lutero fue un hombre acosado hasta el paroxismo por el sentimiento de culpabilidad. Y que tal sentimiento se nutre básicamente de su modo personal de pensar y vivir el PO, como corrupción total, óntica, existencial de la naturaleza humana, corrupción que se estabiliza como ‘pecado permanente’, como un activo pecar y una angustia insuperable de ser pecador siempre de nuevo. También dentro del catolicismo, si bien fuese un poco marginal, encontramos este tenaz sentimiento de culpabilidad en los jansenistas, que lo extendían a todas las esferas y actividades de la vida humana. Similar sentimiento exacerbado de culpabilidad, de miseria humana, caracteriza a ‘la religión triste de Pascal’. La gran mayoría de los católicos normalmente no experimentan con intensidad este radical, difuso sentimiento de culpabilidad. Incluso aunque piensen que las tendencias de la concupiscible que les acosa, sean ‘hijas del pecado y madres del pecado’. De todas formas, el sentimiento enfermizo de culpabilidad domina la angustiosa vida del nada escaso número de escrupulosos que germinan en el ambiente de los católicos devotos, incluso algunos santos. Quienes, al lado de una conciencia lúcida y saludable del pecado, han sido víctimas de un sentimiento de culpabilidad cargado de innegables rasgos de morbosidad y de fijación neurótica, enervadores de la correcta religiosidad cristiana.
El sentimiento de culpabilidad aquí descrito, recibe también el nombre de ‘sentimiento fundamental/radical de culpabilidad’. Hunde sus raíces en el alma colectiva y por ello es anterior y preexistente al sentimiento de culpabilidad que pueda surgir en cada individuo concreto.

7.El pecado original y la figura del pecado colectivo

Moralistas, psicólogos, teólogos modernos, al lado del sentimiento de culpabilidad, han hecho objeto de estudio a la figura del ‘pecado colectivo’. Y el PO ha sido estudiado en relación con la figura del pecado colectivo, en varios estudios recientes. Nacida esta figura del pecado colectivo en los tiempos originarios del de la historia del ‘homo sapiens’, en la edad dorada de la cultura yd e la mentalidad tribal, sobrevive todavía en nuestra civilización más avanzada.
Es comprensible que durante milenios, mientras los hombres vivían en grupos tribales de escasa cuantía y de reducidas dimensiones geográficas, todo lo que emprendían era en la acción concertada, en la que todos los miembros de la tribu operaban, colaboraban en las empresas más importantes del grupo. Ejemplo clásico lo propone Freud al hablar de la tribu/horda primigenia, que habría participado en el asesinato del padre. La figura del pecado colectivo la encuentran también los comentaristas en la Biblia del Antiguo Testamento. Los cananeos son declarados en muchos textos como “raza pecadora”, condenada colectivamente al exterminio. El hecho se justificaba porque todos los integrantes de la tribu cananea eran tenidos por criminales, incluidos los hijos recién nacidos de una raza declarada maldita de nacimiento.
La figura del PO ha sido puesta en relación con la idea de ‘pecado colectivo’ con la intención de explicar su tortuosa realidad. El PO sería una forma de pecado colectivo, cometido por toda la tribu humana en la persona del patriarca Adán; o por un grupo/tribu originario, en la hipótesis del poligenismo en los inicios de la humanidad. En todo caso, el PO ha sido calificado por varios autores como ‘pecado corporativo’, cometido por una ‘personalidad corporativa’, cifrada en la figura del Adán clásico. En esta línea se encuentra la frase tradicional de que “todos pecaron en Adán”. Todos habrían estado incluidos en los lomos de Adán, con inclusión biológica, como decía san Agustín. O bien, incluidos en su voluntad, con inclusión óntico-metafísica, al estilo de los teólogos medievales platonizantes. La figura del PO (bien recibida por los grandes teólogos escolásticos) como ‘pecado de naturaleza’ (peccatum naturae), conserva connivencias innegables de esta figura de pecado colectivo y de la correlativa responsabilidad corporativa (comunitaria), de una cierta ‘misteriosa’ participación de todos en el crimen primordial de la naturaleza humana. Crimen consistente, según los teólogos cristianos, en que, al rebelarse el padre Adán contra el precepto de Dios, toda la humanidad quedó constituida en raza rebelde. O bien, en el asesinato del padre por la horda primitiva, según las cavilaciones de Freud. O el crimen de Egisto, de sartriana memoria.
Como un caso que nos remite al sistema mencionamos una intervención del cardenal F. König, hombre de insigne saber teológico.
El nazismo hitleriano del siglo XX intentaba justificar doctrinalmente el exterminio del pueblo judío, apelando al hecho de que se trataba de castigar a una raza, a un grupo humano colectivamente criminal. Obviamente, en pleno siglo XX, esto sonaba a monstruosidad moral y jurídica. Por eso la propaganda nazi, para justificar, de algún modo, su criminal conducta recurría, entre otros motivos, a la doctrina del PO mantenida por la Iglesia cristiana con notable tenacidad y altísima valoración doctrinal. Elemento inseparable de este doctrina era el recurso al concepto de pecado colectivo, a la responsabilidad colectiva penal de toda la comunidad humana ante Dios. Los teólogos cristianos podrían decir que la justicia de Dios sí que puede calificar de pecadora y castigarla como tal a toda la raza humana, hasta el final de los siglos. Pero que la justicia humana no puede actuar de esa manera. Así opinaba san Agustín y tras él los teólogos de siglos posteriores, según hemos dicho. Pero ya Julián de Eclana, en el siglo V, tuvo el acierto de descalificar del todo esta endeble, falsa, argumentación agustiniana. Tal forma de administrar justicia, desde su perspectiva de romano culto y civilizado, Julián no podía menos de calificarla de ‘bárbara’, propia de númidas y cartagineses poco civilizados. En nuestros días, y a se ve que el mencionado recurso argumentativo en defensa del PO, era demasiado inconsistente y demasiado piadoso para impresionar a los nazis, absolutamente incrédulos. Ellos, desde su perspectiva humanista radical y brutal, acusaban al cristianismo de calificar y tratar (al menos a nivel moral) a la humanidad entera de raza pecadora, colectivamente culpable por efecto del pecado cometido por el protoparente de la especie humana. Sin olvidar el hecho de que, a nivel popular, los judíos eran temidos por la gente cristiana, como comunitariamente por la muerte de Cristo. Por eso, los nazis se consideraban autorizados o no criticables, al menos, por parte de los cristianos, si trataban al pueblo judío como raza culpable. Los defensores del PO como pecado universal de toda raza humana podían encontrarse mal colocados a la hora de responder a este argumento nazi tan rudo y primitivo, por otra parte.
El cardenal König niega que el dogma del PO exija aceptar la existencia de un pecador colectivo, ni que deba hablarse de una culpa y responsabilidad colectiva por motivo del PO. Si bien reconoce que el discurso teológico sobre el pecado de todos en Adán, y el calificarlo de pecado de la naturaleza humana, podría dar pie para equiparar la doctrina del PO con la de un supuesto pecado colectivo. Con este lenguaje podría parecer que se daba cierta coloración, sin duda indeseada e involuntaria, a la teoría nazi sobre el crimen colectivo de la comunidad judía de todo el mundo y de todos los tiempos.
Desde su perspectiva, me permito decir que F. König realizó la mejor defensa posible sin abandonar la teoría tradicional sobre el PO. Pero me parece innegable que esta teoría no supera el peligro de mantener conexiones inaceptables con la teoría del pecado colectivo, con la idea de una responsabilidad fundamental provocadora de un sentimiento morboso de culpabilidad, fácil de proyectar sobre los otros, sobre todo sobre los enemigos. Con lo cual se echaba leña al fuego de la agresión de la “bestia rubia” contra los judíos.
Es preciso admitir que la idea y la convicción de que existía una responsabilidad colectiva y del subyacente pecado colectivo, estuvo vigente durante milenios, en la mentalidad tribal, rudimentaria, primitiva. Todavía podrían señalarse restos de esta mentalidad en el mundo actual. Pienso, sin embargo, que hay que suscribir de lleno el juicio de un jurista sobre este particular: “La historia de la responsabilidad colectiva es la historia de su total eliminación”. Si bien la superación nunca será, por desgracia, total. La sustitución de la responsabilidad colectiva por la responsabilidad personal/individual es ‘uno de los máximos progresos de la cultura humana’. Más aún, recogiendo la opinión de otros autores, dice H. Gollwitzer que éste sería “no sólo el máximo, sino el único progreso real de la historia de la moral y del espíritu”. Progreso que sería debido, en su mayor parte, al cristianismo. Éste, en efecto, al enfrentar a la libertad de cada persona humana con la libertad de un Dios personal, impulsaba al individuo a romper con las ligaduras que le atan a la colectividad, a la polis, a la tribu, a las fuerzas del cosmos y de la historia, y a tomar en sus manos y bajo su responsabilidad su propia historia y destino. Sean ellos gratificantes o adversos. Siempre bajo la alta e íntima providencia de Dios. La teoría del PO, en la medida en que hablaba y siga hablando de una responsabilidad inherente a un pecado pre-personal e im-personal, pre-deliberado, pre-voluntario, in-voluntario, como se califica al PO, camina en dirección contraria a aquella fuerza de progreso que puso en marcha precisamente el cristianismo bien entendido. Como fuente teológica primera de este avance moral tan decisivo, hay que citar el famoso texto de Ezequiel 18. El profeta critica el refrán popular de los hebreos: “Nuestros padres comieron los agraces y nosotros sufrimos la dentera”. Refrán que delata la mentalidad tribal, arcaica y tradicional según la cual los hijos comparten, son solidariamente culpables y dignos de castigo por el ‘viejo pecado’ de sus antepasados.
Toda nuestra cultura occidental, tanto en su vertiente cristiana como en vertiente humanista, está fundada sobre el eje diamantino del valor de la persona en todos los niveles y manifestaciones de la actividad humana. En la moral católica no existe más pecado/culpa/responsabilidad que la individual/personal. Lo demás es entrar ya en aplicaciones extensivas, traslaticias, metafóricas, abusivas del concepto y de la realidad del pecado. Parece que no puede dudarse de que los creyentes en el PO, sin pretenderlo, pero por el peso mismo de las cosas que afirmaban, favorecían la tendencia a diluir la responsabilidad individual/personal del pecar humano en la responsabilidad/culpabilidad de la humanidad sintetizada y solidaria en el pecado de Adán, quien, con su pecado, habría constituido pecadores reales a todos sus descendientes. Todos pecaron ‘en Adán’ se decía.
Recojo el testimonio de un autor ajeno a preocupaciones teológicas, F. Savater quien, desde la ética natural, filosófica, crítica la tendencia a diluir la responsabilidad/culpa del sujeto (personal, individual) en la responsabilidad y culpa colectiva: «La vigilancia básica que, en el terreno de la razón práctica, el sistema democrático impone puede condensarse así: todas las dispensas que procuran difuminar la responsabilidad moral o política del sujeto son ofertas de privarle de su libertad. Con sospechosa premura, el colectivismo y el estatismo expenden certificados de irresponsabilidad a quienes lo solicitan o incluso a quienes simplemente no se molestan en rechazarlos. La oferta es simple: la ‘culpa’ que la puesta en práctica de la libertad comporta, recae sobre la sociedad, o sobre el inconsciente, o sobre la familia y los ancestros, o sobre la omnipotencia propagandística de los mass-media, o sobre el carácter nacional, o sobre la fatalidad del destino; cuando no se ve remitida directamente al pecado de nuestros primeros padres y a la consiguiente flaqueza de la carne humana. Este ‘generoso’ desplazamiento de la culpa (que vuelve ilusoria la libertad, al desligarla de sus efectos por mor de las circunstancias concomitantes) aniquila, desde luego, la raíz misma de la autodeterminación del individuo: pero a la vez favorece la búsqueda de los ‘auténticos’ culpables, la cruzada contra los corruptos o infieles que provocan los pecados de los inocentes, de modo inexorable y satánico. En una palabra: no educar para la responsabilidad (personal, añado) es preparar el afán colectivo de chivos expiatorios». Parece que, según sugiere este texto de Savater, la teoría del PO (en forma subconsciente, pero segura) sería una de esas teorías que tienden a difuminar la responsabilidad moral o política, disminuyendo el sentimiento y deseo de libertad personal.
 La teoría del PO, como dicen otros autores, incremente el miedo morboso a la libertad; a la propia y a la de los otros y hace a sus profesantes proclives a todo género de autoritarismo religioso y político. J. de Maistre, en su obra ‘El Papa y la Iglesia católica’ busca apoyo seguro a su papismo extremoso, ultramontano, en al doctrina teológica del PO, tal como él la cultiva: impregnando todo su pensamiento político-religioso.
Con la figura del PO se han introducido en la ética cristiana occidental figuras como el ‘pecado de naturaleza’, la ‘dura necesidad de pecar’, la idea de la ‘libertad esclava’. Ya hemos comentado cómo, de forma inconsciente, pero segura, por el peso interno de la teoría, estas figuras advenedizas presentaban un serio peligro para el mejor concepto teológico de pecado, y de libertad. En cambio, se fomentaba, sin duda inconscientemente, la obsesión de pecado y el miedo a la libertad, la cual era presentada como corrompida por el pecado de Adán y, en cierto sentido, malvada por necesidad.
Aunque esta constatación sea dolorosa para un teólogo católico, preciso y honrado es reconocer que la teoría del PO, de secular vigencia en Occidente, no pudo surgir ni mantenerse sino  sobre la base de una deformación del concepto auténticamente cristiano de ‘hombre’ como ser congénitamente viciado, y de ‘Dios’, como castigador implacable de la raza humana, así corrompida.