lunes, 1 de abril de 2019

NATURALEZA DE LA NATURALEZA HUMANA


IV.
NATURALEZA DE LA NATURALEZA HUMANA

Es conocido el texto en el que Kant propone que todo el saber filosófico podrías ser reducido a cuatro disciplinas, que respondan a estas cuatro preguntas fundamentales: 1) qué puedo saber; 2) qué puedo hacer; 3) qué me es lícito esperar; 4) qué es el hombre. Pregunta esta última que sería el centro del saber filosófico, hacia la cual convergen las otras tres. La teoría del PO, a lo largo de su multisecular historia y de sus múltiples ramificaciones, en última instancia, siempre ha llevado consigo una peculiar respuesta, al menos implícita, a la pregunta de ‘¿qué es el hombre?’. Aunque, por una parte, no se trata de un problema exclusivamente antropológico, ya que la doctrina del PO afecta también al problema de Dios, al problema del Salvador; a la dogmática, la moral, la espiritualidad, a toda la visión del mundo y del hombre. Y es obvio que la antropología cristiana tampoco se ciñe a hablar del PO. No puede ser un mero estudio sobre el hombre pecador. Pero sí que es inevitable enfrentarse a fondo con los problemas que el pecar humano suscita.
Por eso, me parece conveniente examinar con alguna detención el ‘concepto de hombre’ que subyace en toda problemática surgida en torno al PO. Y contrastarla con otras visiones del hombre vigentes en nuestra cultura occidental.

1.La cultura antropocéntrica de Occidente

La cultura de Occidente, en su visión y trato con la totalidad de la realidad, lo hace pensando que el hombre, la vida humana, es la realidad radical. Ha sido superado el ‘cosmocentrismo’ propio del mundo antiguo, pero también el ‘teocentrismo’ dominante de la Edad Media. A partir de Renacimiento, en movimiento de ascendente intensidad, nuestra cultura se ha decantado por un medular ‘antropocentrismo’. Así lo expresan estas palabras de Heidegger: “La antropología no es hoy, ni desde hace tiempo, el título de una disciplina especial: la palabra designa más bien la tendencia fundamental de la actual situación del hombre en relación a sí mismo y al ser en general. Según esta actitud fundamental, algo es conocido y comprendido cuando ha encontrado una explicación antropológica. La antropología no busca sólo la verdad sobre el hombre, sino que se arroga también el poder decir lo que pueda significar, sin más, la verdad”.
Esta referencia nuestra a la ‘naturaleza de la naturaleza humana’ dentro de un estudio sobre el PO pienso que está plenamente justificada. Porque la teoría del PO lleva inherente una determinada concepción del hombre, una respuesta peculiar a la pregunta ¿Qué es el hombre? El hombre de la teología es el ‘hombre caído’, el omnipresente ‘homo lapsus’ de los tratados de Antropología teológica, el hombre caído infortunado y verdadero “árbol caído” del cual los teólogos cristianos nunca terminan de hacer leña. O bien han cumplido lo que señala el romancero español que, ante el caballero castellano caído en batalla, “no se tuvo por buen moro/quien no le dio gran lanzada”. Así se reduce ya por lo que hemos expuesto en el capítulo anterior. La naturaleza del hombre es calificada (descalificada), durante siglos, por los teólogos cristianos como naturaleza viciada, pecadora de nacimiento. “Masa de perdición, masa de condenación”, según terribles frases agustinianas, repetidas durante siglos por otros teólogos cristianos. Afirmación que está en frontal oposición a lo que sobre el problema del hombre propone la cultura secular, humanista de Occidente desde hace siglos. Y, en no menos oposición, a lo que una correcta, católica concepción del hombre debe decir. Nos referimos, concretamente, a la concepción franciscana del hombre, por nosotros utilizada.

2.¿Qué es el hombre, cuál es su naturaleza?

Parece claro que esta pregunta puede hacerse y responderse desde los más variados puntos de vista. Respondiendo a la finalidad concreta de este estudio, a la realidad objetiva, a la historia del problema y por motivo de claridad y facilidad expositiva, agrupamos las múltiples posibles respuestas en tres direcciones básicas:

1)     El hombre es un ser ‘caído’, una naturaleza viciada.
2)     El hombre, por naturaleza, es recto, sano, no viciado.
3)     El hombre es un ser ‘caído’, pero no ‘viciado’.
Sin excluir matices que pueden aparecer ulteriormente.

Antropologías del ‘hombre caído’, naturaleza viciada. Son las más antiguas, las más persistentes en nuestra cultura, tanto secular como religiosa, hasta fecha reciente. Presuponen y mantienen una visión del hombre inicial y secreta, pero realmente idealista. Porque, lo propio, lo originario, constitutivo y ‘normal’ en el hombre sería la felicidad disfrutada en la primitiva edad de oro, en la mansión celeste, en el jardín del Edén. Es la ilusión infantil y primitiva del paraíso, como momento inicial de la existencia humana. En este grupo encontramos:
-La concepción del hombre implicada en los mitos de los orígenes. Hablan de la felicidad de la ‘edad de oro’ a la que, por algún desgraciado evento, siguen la edad de bronce y de barro, en la que nos hallamos.
-La filosofía de índole platónica habla de las almas desterradas de su mansión celeste, encerradas en groseros cuerpos materiales. El maniqueísmo, el gnosticismo, el catarismo medieval podría inscribirse en esta dirección.
-El cristianismo ‘occidental’, que habla del ‘hombre caído’, de la ‘naturaleza viciada’ por el pecado de Adán.
El cristianismo oriental y el catolicismo moderno ofrecen sus matices peculiares; suponemos, son conocidos.

Antropologías del hombre recto, naturaleza sana. Otros grupos culturales, de talante más realista y empírico, ante el hecho innegable de la miseria humana, piensan que tal situación es normal, connatural en el hombre. El hombre es un ser limitado en todas las dimensiones de su ser, inmerso en el proceso del devenir cósmico, histórico, social. No puede menos de estar sujeto, es normal que esté sujeto a los condicionamientos, incluso dolorosos, que impone el entorno vital en el que está situado y por el que se encuentra sitiado.
En el mundo antiguo predominaban las antropologías del ‘hombre caído’ antes mencionadas. Pero también encontramos filosofías y movimientos culturales que desconocen la figura del hombre caído, de la naturaleza viciada. Tales conceptos serían disonantes dentro de la filosofía aristotélica y estoica. Dentro del campo cristiano antiguo merece mención de honor el obispo cristiano Julián de Eclana. Se opuso con energía a la doctrina agustiniana (y luego occidental) de la naturaleza viciada. ‘Tenía toda la razón’ al oponerse a la teoría del PO, del ‘hombre caído’. Tenía a su favor la recta razón, la tradición cristiana de Oriente. Los teólogos católicos actuales que niegan la doctrina del PO están claramente en esta dirección. A Julián le fallaba su soteriología, la teología de la gracia. Pero era correcta su antropología, su visión del hombre, que se basa en la idea del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, nacido inocente, sano, no viciado.
Apenas será necesario recordar que la antropología científica moderna camina en esta dirección. Podría exceptuarse al psicoanálisis de Freud. Pero, como más adelante se dice, las connivencias de Freud con la idea luterana sobre el hombre como naturaleza corrupta parecen manifiestas.

Antropologías del centro. Calificamos de tales aquellas visiones del hombre que hablan del ‘hombre caído’. Pero, por otra parte, niegan que la naturaleza esté viciada, corrompida, enferma por dentro, como propone la tradición agustiniana. Aquí cabe mencionar a los Padres orientales y, en Occidente, a teólogos como Abelardo, san Anselmo, Duns Escoto y otros. Por su pecado, Adán (humanidad) habría despojado, “desvestido” el don de la inmortalidad (orientales); de la justicia original (occidentales). Pero, como hemos visto en otros pasajes, ¡lo natural queda intacto! (naturalia manent integra!). Es decir, el hombre es ‘hombre caído’, pero su naturaleza no está internamente viciada, sino simplemente desmejorada, debilitada por el pecado de adán.

3.Corrupción del apetecer humano por el pecado original

La palabra ‘naturaleza’ tiene variedad de acepciones. En el lenguaje de teología católica, ‘naturaleza’ designa lo que se considera el núcleo esencial, permanente, invariable de la realidad a la que se aplica. Pero no menos frecuente e importante es el uso que se hace de la palabra ‘naturaleza’ para designar el ‘principio de operaciones’ que se supone constante y básicamente estable en cada realidad. Se oscila, pues, entre la vertiente estática, fija de cada realidad y la vertiente dinámica, operativa de la misma. ‘Naturaleza’ tiene la misma raíz que ‘nacer’, por lo cual es permitido pensar  que el nombre de ‘naturaleza’ quiera designar, con preferencia, este aspecto dinámico y operativo de la realidad. Pues bien, según propone la teología clásica del ‘hombre caído’ éste conllevaría también la corrupción de su naturaleza también en esta vertiente dinámica, en cuanto designa todo el ser humano en su potencial apetitivo y desiderativo.
Empalmamos aquí con un tema muy tratado por la moral, la espiritualidad, la pastoral católica durante siglos. Y cuya conexión con la doctrina del PO es constante, ineludible a lo largo de la historia y hasta hoy mismo: ‘el tema de la concupiscencia’. La enseñanza de la teología clásica al respecto podemos resumirla en esta fórmula: ‘la concupiscencia’, tal como ahora la experimentamos los humanos (después de la caída original), ‘es hija del pecado’ (de Adán) y ‘madre del pecado’ de cada hombre. Pues “nace del pecado e inclina al pecado” (DS 1515).
La ‘concupiscencia’ tiene un sentido general que designa todo el sistema desiderativo, apetitivo del hombre, todos los instintos libidinosos o no, del ser humano. Pero la líbido humana, según explicaba ya san Agustín y se sigue diciendo ahora, tiene manifestaciones diversificadas: líbido de poseer (libido possidendi); líbido de poder/erótica del poder (libido dominandi); líbido del saber (libido sciendi, curiositas); líbido sexual. Esta líbido sexual, ya en tiempo de san Agustín, se proponía como la ‘líbido-concupiscencia’ por excelencia. Y, por ello, la más dañada por el PO. Por ser este un tema muy estudiado y vulgarizado no parece ser necesario insistir en la influencia, que hoy se califica de negativa y hasta ‘nefasta’, de la teoría del PO sobre todo en el campo del comportamiento sexual del hombre: En el círculo de la vida individual, en las relaciones sociales, matrimoniales, extramatrimoniales. Cierto, un fenómeno tan amplio en densidad y tiempo, no puede adjudicarse a una sola causa. Pero la teoría del PO ocupa un lugar primerísimo entre los factores que concurrieron a provocar el fenómeno indicado: la actividad humana más ‘viciada’ en hondura y amplitud sería, sin duda, la actividad sexual. En la tradición católica ‘popular’ e incluso no tan popular, el desenfreno de la sexualidad es un símbolo más vivaz del PO como permanente fuerza de pecado. En este mismo contexto doctrinal, dentro de esta mentalidad hay que colocar la tendencia a desvalorizar a la mujer por la colaboración de Eva en laso sucesos del paraíso y porque se la convirtió en símbolo de sensualidad y de la concupiscencia provocadora del pecado.
A tenor de lo dicho aquí, lo correcto y deseable sería que la teología y la predicación cristiana dejasen de hablar de la ‘naturaleza humana viciada’, del ‘hombre caído’, ya que son ideas de origen y contenido pagano: mítico, platónico y residualmente maniqueo.



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