IV.
NATURALEZA DE LA
NATURALEZA HUMANA
Es conocido el texto en el que Kant propone que todo el
saber filosófico podrías ser reducido a cuatro disciplinas, que respondan a
estas cuatro preguntas fundamentales: 1) qué puedo saber; 2) qué puedo hacer;
3) qué me es lícito esperar; 4) qué es el hombre. Pregunta esta última que
sería el centro del saber filosófico, hacia la cual convergen las otras tres.
La teoría del PO, a lo largo de su multisecular historia y de sus múltiples
ramificaciones, en última instancia, siempre ha llevado consigo una peculiar
respuesta, al menos implícita, a la pregunta de ‘¿qué es el hombre?’. Aunque, por una parte, no se trata de un
problema exclusivamente antropológico, ya que la doctrina del PO afecta también
al problema de Dios, al problema del Salvador; a la dogmática, la moral, la
espiritualidad, a toda la visión del mundo y del hombre. Y es obvio que la
antropología cristiana tampoco se ciñe a hablar del PO. No puede ser un mero
estudio sobre el hombre pecador. Pero sí que es inevitable enfrentarse a fondo
con los problemas que el pecar humano suscita.
Por eso, me parece conveniente examinar con alguna
detención el ‘concepto de hombre’ que
subyace en toda problemática surgida en torno al PO. Y contrastarla con otras
visiones del hombre vigentes en nuestra cultura occidental.
1.La cultura
antropocéntrica de Occidente
La cultura de Occidente, en su visión y trato con la
totalidad de la realidad, lo hace pensando que el hombre, la vida humana, es la
realidad radical. Ha sido superado el ‘cosmocentrismo’ propio del mundo
antiguo, pero también el ‘teocentrismo’ dominante de la Edad Media. A partir de
Renacimiento, en movimiento de ascendente intensidad, nuestra cultura se ha
decantado por un medular ‘antropocentrismo’.
Así lo expresan estas palabras de Heidegger: “La antropología no es hoy, ni desde hace tiempo, el título de una
disciplina especial: la palabra designa más bien la tendencia fundamental de la
actual situación del hombre en relación a sí mismo y al ser en general. Según
esta actitud fundamental, algo es conocido y comprendido cuando ha encontrado
una explicación antropológica. La antropología no busca sólo la verdad sobre el
hombre, sino que se arroga también el poder decir lo que pueda significar, sin
más, la verdad”.
Esta referencia nuestra a la ‘naturaleza de la naturaleza
humana’ dentro de un estudio sobre el PO pienso que está plenamente
justificada. Porque la teoría del PO lleva inherente una determinada concepción
del hombre, una respuesta peculiar a la pregunta ¿Qué es el hombre? El hombre de la teología es el ‘hombre caído’,
el omnipresente ‘homo lapsus’ de los tratados de Antropología teológica, el hombre caído infortunado y verdadero
“árbol caído” del cual los teólogos cristianos nunca terminan de hacer leña. O
bien han cumplido lo que señala el romancero español que, ante el caballero
castellano caído en batalla, “no se tuvo
por buen moro/quien no le dio gran lanzada”. Así se reduce ya por lo que
hemos expuesto en el capítulo anterior. La naturaleza del hombre es calificada
(descalificada), durante siglos, por los teólogos cristianos como naturaleza
viciada, pecadora de nacimiento. “Masa de perdición, masa de condenación”,
según terribles frases agustinianas, repetidas durante siglos por otros
teólogos cristianos. Afirmación que está en frontal oposición a lo que sobre el
problema del hombre propone la cultura secular, humanista de Occidente desde
hace siglos. Y, en no menos oposición, a lo que una correcta, católica
concepción del hombre debe decir. Nos referimos, concretamente, a la concepción
franciscana del hombre, por nosotros utilizada.
2.¿Qué es el hombre,
cuál es su naturaleza?
Parece claro que esta pregunta puede hacerse y responderse
desde los más variados puntos de vista. Respondiendo a la finalidad concreta de
este estudio, a la realidad objetiva, a la historia del problema y por motivo
de claridad y facilidad expositiva, agrupamos las múltiples posibles respuestas
en tres direcciones básicas:
1)
El hombre es un
ser ‘caído’, una naturaleza viciada.
2)
El hombre, por naturaleza, es recto, sano, no
viciado.
3)
El hombre es un ser ‘caído’, pero no ‘viciado’.
Sin excluir matices que pueden aparecer ulteriormente.
Antropologías del ‘hombre caído’, naturaleza
viciada. Son las más antiguas, las más persistentes en nuestra cultura,
tanto secular como religiosa, hasta fecha reciente. Presuponen y mantienen una
visión del hombre inicial y secreta, pero realmente idealista. Porque, lo
propio, lo originario, constitutivo y ‘normal’ en el hombre sería la felicidad
disfrutada en la primitiva edad de oro, en la mansión celeste, en el jardín del
Edén. Es la ilusión infantil y primitiva del paraíso, como momento inicial de
la existencia humana. En este grupo encontramos:
-La concepción del hombre implicada en los mitos de los
orígenes. Hablan de la felicidad de la ‘edad de oro’ a la que, por algún
desgraciado evento, siguen la edad de bronce y de barro, en la que nos
hallamos.
-La filosofía de índole platónica habla de las almas
desterradas de su mansión celeste, encerradas en groseros cuerpos materiales.
El maniqueísmo, el gnosticismo, el catarismo medieval podría inscribirse en
esta dirección.
-El cristianismo ‘occidental’,
que habla del ‘hombre caído’, de la ‘naturaleza viciada’ por el pecado de Adán.
El cristianismo oriental y el catolicismo moderno ofrecen
sus matices peculiares; suponemos, son conocidos.
Antropologías del hombre recto, naturaleza
sana. Otros grupos culturales, de talante más realista y empírico, ante
el hecho innegable de la miseria humana, piensan que tal situación es normal,
connatural en el hombre. El hombre es un ser limitado en todas las dimensiones
de su ser, inmerso en el proceso del devenir cósmico, histórico, social. No
puede menos de estar sujeto, es normal que esté sujeto a los condicionamientos,
incluso dolorosos, que impone el entorno vital en el que está situado y por el
que se encuentra sitiado.
En el mundo antiguo predominaban las antropologías del
‘hombre caído’ antes mencionadas. Pero también encontramos filosofías y
movimientos culturales que desconocen la figura del hombre caído, de la
naturaleza viciada. Tales conceptos serían disonantes dentro de la filosofía
aristotélica y estoica. Dentro del campo cristiano antiguo merece mención de
honor el obispo cristiano Julián de Eclana. Se opuso con energía a la doctrina
agustiniana (y luego occidental) de la naturaleza viciada. ‘Tenía toda la razón’ al oponerse a la teoría del PO, del ‘hombre
caído’. Tenía a su favor la recta razón, la tradición cristiana de Oriente. Los
teólogos católicos actuales que niegan la doctrina del PO están claramente en
esta dirección. A Julián le fallaba su soteriología, la teología de la gracia.
Pero era correcta su antropología, su visión del hombre, que se basa en la idea
del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, nacido inocente, sano, no
viciado.
Apenas será necesario recordar que la antropología
científica moderna camina en esta dirección. Podría exceptuarse al
psicoanálisis de Freud. Pero, como más adelante se dice, las connivencias de
Freud con la idea luterana sobre el hombre como naturaleza corrupta parecen
manifiestas.
Antropologías del centro.
Calificamos de tales aquellas visiones del hombre que hablan del ‘hombre
caído’. Pero, por otra parte, niegan que la naturaleza esté viciada,
corrompida, enferma por dentro, como propone la tradición agustiniana. Aquí
cabe mencionar a los Padres orientales y, en Occidente, a teólogos como
Abelardo, san Anselmo, Duns Escoto y otros. Por su pecado, Adán (humanidad)
habría despojado, “desvestido” el don de la inmortalidad (orientales); de la
justicia original (occidentales). Pero, como hemos visto en otros pasajes, ¡lo natural queda intacto! (naturalia manent integra!). Es decir, el
hombre es ‘hombre caído’, pero su naturaleza no está internamente viciada, sino
simplemente desmejorada, debilitada por el pecado de adán.
3.Corrupción del
apetecer humano por el pecado original
La palabra ‘naturaleza’ tiene variedad de acepciones. En
el lenguaje de teología católica, ‘naturaleza’ designa lo que se considera el
núcleo esencial, permanente, invariable de la realidad a la que se aplica. Pero
no menos frecuente e importante es el uso que se hace de la palabra
‘naturaleza’ para designar el ‘principio
de operaciones’ que se supone constante y básicamente estable en cada
realidad. Se oscila, pues, entre la vertiente estática, fija de cada realidad y
la vertiente dinámica, operativa de la misma. ‘Naturaleza’ tiene la misma raíz
que ‘nacer’, por lo cual es permitido pensar
que el nombre de ‘naturaleza’ quiera designar, con preferencia, este
aspecto dinámico y operativo de la realidad. Pues bien, según propone la
teología clásica del ‘hombre caído’ éste conllevaría también la corrupción de
su naturaleza también en esta vertiente dinámica, en cuanto designa todo el ser
humano en su potencial apetitivo y desiderativo.
Empalmamos aquí con un tema muy tratado por la moral, la
espiritualidad, la pastoral católica durante siglos. Y cuya conexión con la
doctrina del PO es constante, ineludible a lo largo de la historia y hasta hoy
mismo: ‘el tema de la concupiscencia’.
La enseñanza de la teología clásica al respecto podemos resumirla en esta
fórmula: ‘la concupiscencia’, tal
como ahora la experimentamos los humanos (después de la caída original), ‘es hija del pecado’ (de Adán) y ‘madre del pecado’ de cada hombre. Pues
“nace del pecado e inclina al pecado” (DS 1515).
La ‘concupiscencia’ tiene un sentido general que designa
todo el sistema desiderativo, apetitivo del hombre, todos los instintos
libidinosos o no, del ser humano. Pero la líbido humana, según explicaba ya san
Agustín y se sigue diciendo ahora, tiene manifestaciones diversificadas: líbido
de poseer (libido possidendi); líbido
de poder/erótica del poder (libido
dominandi); líbido del saber (libido
sciendi, curiositas); líbido sexual. Esta líbido sexual, ya en tiempo de
san Agustín, se proponía como la ‘líbido-concupiscencia’ por excelencia. Y, por
ello, la más dañada por el PO. Por ser este un tema muy estudiado y vulgarizado
no parece ser necesario insistir en la influencia, que hoy se califica de
negativa y hasta ‘nefasta’, de la
teoría del PO sobre todo en el campo del comportamiento sexual del hombre: En el
círculo de la vida individual, en las relaciones sociales, matrimoniales,
extramatrimoniales. Cierto, un fenómeno tan amplio en densidad y tiempo, no
puede adjudicarse a una sola causa. Pero la teoría del PO ocupa un lugar
primerísimo entre los factores que concurrieron a provocar el fenómeno
indicado: la actividad humana más ‘viciada’ en hondura y amplitud sería, sin
duda, la actividad sexual. En la tradición católica ‘popular’ e incluso no tan
popular, el desenfreno de la sexualidad es un símbolo más vivaz del PO como
permanente fuerza de pecado. En este mismo contexto doctrinal, dentro de esta
mentalidad hay que colocar la tendencia a desvalorizar a la mujer por la
colaboración de Eva en laso sucesos del paraíso y porque se la convirtió en
símbolo de sensualidad y de la concupiscencia provocadora del pecado.
A tenor de lo dicho
aquí, lo correcto y deseable sería que la teología y la predicación cristiana
dejasen de hablar de la ‘naturaleza humana viciada’, del ‘hombre caído’, ya que
son ideas de origen y contenido pagano: mítico, platónico y residualmente
maniqueo.
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