lunes, 1 de abril de 2019

ESTADO DE LA CUESTIÓN


II.   
ESTADO DE LA CUESTIÓN

Ninguna realidad, natural o artificial, es comprensible, dicen los filósofos, sino desde la situación, desde la circunstancia vital en la que ha surgido y con la que convive. El 'estar-situado', situacionado (puesto en situación), pertenece a la verdad concreta y plena de cada realidad. Cada ser es él mismo y su circunstancia vital, y sólo desde ahí pide ser comprendido. El aserto vale también para el libro que ahora sale a la luz. Pero el 'estar-situado' del libro puede contemplarse desde el impulso vital, experiencial que la ha dado cuerpo. O bien desde una perspectiva más objetiva e impersonal desde el problema que lo ha motivado. Desde ambas perspectivas complementarias se habla en estas primeras páginas sobre la situación en la que surgen el problema y el libro. Ellas podrán servir para introducirnos en el problema y en el texto que lo expone.

1. El libro y su circunstancia

“Habente sua fata belli”, dice el escritor latino Terencio. Frase que podemos traducir: 'tienen sus hados los libros, su destino, su historia'. También el nuestro. Si ahora hacemos esta referencia a su historia, a la que podríamos llamar leve biografía del libro, es porque, según pienso, tal referencia puede resultar estimulante. En el sentido de que podrá impulsar a otros a que recorran un camino que, a juicio de quien lo ha recorrido, ha logrado un final gratificante.

La atracción de un misterio insondable. Mi primer contacto personal con el tema tratado en este libro, fue mediante la idea del 'pecado original'. Contacto que no ocurrió hasta que iniciaba yo el estudio de la teología. No será necesario recordar que mis profesores, los libros que yo estudiaba, yo mismo (en la década de 1940) teníamos ideas del todo ortodoxas sobre el PO. Durante los siglos anteriores, y todavía por aquellos años, el PO era mantenido como uno de esos 'dogmas de granito' a los que tan aficionados somos los teólogos católicos. Pues, el hecho de ser un 'dogma de granito', el ser un misterio abismal, un enigma doctrinal indescifrable, parece que provocaba en mí una fuerte curiosidad intelectual en los años en que empezaba a estudiar teología. Por entonces, encontraba en los 'Pensamientos' del gran pensador Pascal que, todo lo que llamamos 'misterio del hombre', lo veía él concentrado en el 'misterio del pecado original'. Eso me daba qué pensar. Leía con afán los teólogos neoescolásticos como Billot, Beraza, Lercher y otros. Tal vez estaba yo algo afectado por la dolencia que Erasmo atribuía a los Escolásticos: la manía de la especulación (la 'rabies speculandi'). Esta benigna dolencia juvenil se transformó, en la edad adulta, en una tenaz convicción: en nuestro ambiente cultural la teología no podrá ser aceptable, actual y 'científica' sino en la medida en que implique una crítica radical (desde la analogía de la fe) sobre sus primeros principios, aquellos que parecían mejor asentados por cualquier tradición, aunque fuese vieja de siglos. La inquietante doctrina del PO estaba pidiendo, a mi juicio, esta crítica radical, es decir, que afecte a sus raíces.

Encuentro fortuito con el psicoanálisis. El curso 1945-1946, el año de licenciatura en Teología, hice un trabajo de Seminario sobre “El origen de la religión según Freud”. Al recordarlo ahora, me produce verdadero asombro el atrevimiento juvenil de meterme con un tema tan nuevo entonces para un estudiante de teología y siempre tan complicado. Y luego, el hecho de haber encontrado que Freud daba esta explicación psicoanalítica del dogma cristiano del PO: tal creencia, dice (en resumen) desde el punto de vista de la ciencia empírica, psicológica, no sería sino la pervivencia transformada del 'sentimiento de culpabilidad colectiva', soterrado en el subconsciente de la inmensa tribu humana, durante milenios. Este ancestral, morboso sentimiento de culpabilidad, tendría su origen en el parricidio cometido por los jóvenes de la orda primitiva en rebelión contra el padre de la misma. Rebelión que habría sido provocada por las imposiciones tiránicas del patriarca de la tribu, sobre todo en el campo de la sexualidad. En la vida de cada individuo aquel ancestral y traumático evento se perpetúa en el 'complejo de Edipo'.
Obviamente, yo tendía a pensar que esta explicación freudiana era una novedosa e ingeniosa, pero muy inconsistente, inaceptable hipótesis de trabajo. También tenía claro que, ni entonces, ni ahora estaba yo preparado para un diálogo directo con el padre del psicoanálisis. Sin embargo, utilizando un lenguaje psicoanalítico/freudiano, pienso que aquel trabajo de seminario, este contacto fortuito y colateral, en forma del todo ocasional, con el psicoanálisis, desde las profundidades del inconsciente, había minado mi respeto reverencial por el creencia en el PO, a la cual la religión cristiana, durante siglos, tenía como un sagrado, inviolable dogma de origen divino. Como diría el propio Freud, en referencia al conjunto de su sistema psicoanalítico, me habría 'despertado del sueño dogmático'. Me causaba gran extrañeza e inquietud el leer en algunos otros psicoanalistas que 'la doctrina del sentimiento neurótico de culpabilidad universal (originado por el parricidio de la tribu primitiva) sería el equivalente psicoanalítico del universal, morboso sentimiento de culpabilidad del que ha brotado y se ha nutrido, durante siglos, la doctrina teológica del PO”. A lo largo de los años he ido viendo que tal hipótesis psicoanalista también inquietaba a otros muchos. Así puede verse en el apartado XI de este libro.

Se conmueven los cimientos. En el año 1950 apareció la encíclica 'Humani generis'. En ella se dedicaban unas líneas al problema de conciliar la doctrina del PO con las teorías modernas sobre la antropogénesis. A partir de esa fecha y durante varios decenios, el PO fue importante tema de conversación entre los teólogos católicos. Excepto algunos 'fidelísimos' a la más estrecha observancia doctrinal, en general se buscaba una reformulación a fondo de la vieja doctrina, ante la nueva situación religiosa, teológica y cultural en que nos encontrábamos. Durante algunos años no dediqué atención especial a esta nueva controversia sobre el PO. Pero por impregnación de lecturas ocasionales y de nueva información (por ejemplo, los libros de P. Teilhard de Chardin) y luego, por reflexión más personal y sistemática, al final de la década de los años 1960 y, para mi gobierno personal, había llegado a problematizar a fondo, a la crítica radical y hasta a la repulsa de la llamada 'teología de Adán'. Eliminada la cual, toda la 'teología del PO' resulta insostenible. Repulsa que ocurría por convergencia operativa de estos tres factores:

1.               Aceptación, por mi parte, de la doctrina evolucionista sobre el origen de la especie 'hombre', según proponía la ciencia.
2.               Siguiendo la opinión de los exégetas católicos más solventes, yo sentía progresiva dificultad en seguir manteniendo el PO como 'doctrina bíblica'.
3.               Motivación teológica decisiva. Tal fue, para mi la profundización y actualización ('hodiernización') de la enseñanza de la teología franciscana sobre la primacía absoluta de Cristo en la economía e historia de la salvación. Desde ella, no podía yo soportar la tesis de Agustín de Hipona, de Pascal y de tantos otros de que la religión cristiana girase sobre dos hombres: Adán Y Cristo. 'No', en absoluto; el cristianismo gira en torno a un solo Hombre: 'Jesús de Nazaret', el Cristo. Esta lectura 'cristocéntrica y caritocéntrica' (centrada en Cristo y en la caridad) de la actual y única economía e historia de la salvación, eliminaba de raíz la visión 'adamocéntrica y hamartiocéntrica', (centrada en Adán y en su pecado) propia de los defensores del PO. Yo, por el contrario, me basaba en una visión de Dios, de Cristo, del hombre más positiva y auténtica, dentro de la teología católica: Dios Caridad, Cristo Supremo Amante de la Trinidad, el hombre como 'condiligente' de la Trinidad al lado de Cristo. Obviamente, los textos escotianos no eran leídos sólo 'a flor de piel, a flor de texto'. Eran sometidos a una relectura más honda, mejor contextualizada, y tratados con una hermenéutica dinámica, evolutiva y procesual.

En el curso 1966-1967, iniciaba mis lecciones como profesor de Antropología Teológica en la Universidad Pontificia de Salamanca. Tenía la obligación profesional de mantener la enseñanza tradicional y dogmática sobre el PO. Mi antecesor en la cátedra y el ambiente general eran de plena y hasta rígida ortodoxia en este punto. Yo, personalmente, había llegado a la convicción de que la doctrina tradicional sobre el PO era del todo insostenible. Tomé la aventurada decisión de explicar en clase mi opinión contraria a la doctrina del PO. Para mi gobierno personal hice este razonamiento: si, por negar la doctrina tradicional sobre el PO, me han de retirar la facultad de enseñar, mejor será que me priven de ella ya en el primer año. Pero no fue así. Seguí exponiendo mi convicción durante varios cursos, sin que las autoridades académicas me molestasen por este motivo. En este espacio de tiempo, por tres veces estuve en la Universidad Católica de Lisboa, como profesor invitado. También aquí expuse mis convicciones sobre el PO. Más matizadas, pero también más aplomadas. En una reunión de los profesores de la Facultad de Teología se discutía monográficamente mi propuesta sobre el problema del PO. La propuesta fue discutida con detención. Pudo haber división de opiniones. Pero no se manifestó una oposición de fondo por parte de nadie.
Como complemento y reafirmación de mi docencia en la Universidad Pontificia, y con posterioridad a ella, publiqué sobre el PO numerosos artículos y dos libros.

Me demoro unos momentos en describir la 'circunstancia vital' en la que aparece este tercer libro de la mencionada 'trilogía'.

Una profunda y dilata simbiosis. En los últimos capítulos del segundo libro se fijaba ya la atención en este hecho: 'la profunda y dilatada simbiosis' que, durante más de quince siglos, había existido entre la cultura civil de Occidente y la concepción del hombre -el 'hombre caído'- y la doctrina teológica del PO. La cultura occidental ha sido la tierra madre de la que había brotado, y luego el 'hábitat' espiritual donde se había consolidado el dogma religioso del PO. Por su parte, este dogma ha dejado su huella muy visible y desfavorable en varios aspectos y momentos importantes de la cultura de Occidente. 'Este hecho va a ser objeto de estudio monográfico y más documentado en el libro que ahora se publica'.
La historia, sobre todo la historia de las ideas, es maestra de la vida. Por eso, a lo de la exposición pero, sobre todo al final de la misma, se van acumulando juicios de índole valorativa, de mayor calado. Constatada la simbiosis entre la cultura occidental y el dogma del PO surgen las preguntas:
1.               Esta simbiosis ¿era históricamente inevitable?
2.               ¿Resultó benéfica, perjudicial, ambivalente?
3.          Aquella secular convivencia entre ambas realidades ¿es deseable, posible por ambas partes, en nuestro presente y de cara al futuro?

Son interrogantes que quedan abiertos a la reflexión de los que lleven hasta el final la lectura de este libro.
Por otra parte, desde la cultura secular de Occidente, desde el siglo XVII, en forma creciente, se ha llegado a la repulsa total, y hasta agresiva, en casos, del dogma eclesiástico del PO: Dentro de la 'teología católica' está en marcha y crece también la repulsa de este vieja creencia. Se la considera incompatible tanto con la cultura humanista como con el cristianismo contemporáneo.
“Cuna y sepulcro en un botón hallaron”. Esto lo dice de las flores el poeta Calderón. El dogma del PO ha encontrado su cuna y su sepulcro en el recinto de la cultura de Occidente. Lo creó (le dio cuna) la cultura secular y religiosa de Occidente en un determinado primer momento de su evolución histórica: en el seno de la cultura greco-romana y en la cristiandad occidental de los cinco primeros siglos. En otro momento, en la época moderna, esta misma cultura occidental, tanto la secular como la cristiana, expresa el deseo de llegar a la superación total de aquella vieja creencia.
A lo largo de todo el libro, una y otra vez subrayamos el calificativo de 'occidental' aplicado a la doctrina del PO. No es que, como podría sugerir un humorista, nosotros propiciemos un 'Cristianismo sin PO' para los instalados en la cultura de Occidente, (que se supone más avanzada y crítica), y otro 'Cristianismo con PO' para los hombres de otras culturas menos desarrolladas. Lo que sí querría expresar es la convicción de que la doctrina del PO es un producto exclusivo, un 'propium' del cristianismo y cultura 'occidental', en cuanto tal. Por lo demás, el abandono definitivo de la doctrina del PO debería realizarse en todo el recinto de esta 'aldea global' que es planeta Tierra, en beneficio de una mejor comprensión del mensaje sobre Cristo Redentor. Puesto que un cristianismo, decíamos (ya en los años 1978 y 1999), pensado y vivido sin concomitancias con la doctrina del PO, un 'Cristianismo sin PO', será más aceptable para el hombre actual y más acorde con la Palabra de Dios, que aquel otro que se vivió y se pensó bajo la creencia de dicha doctrina. Además, contemplando el problema desde la perspectiva de la cultura occidental, hay que decir que ésta, en momentos importantes y densos de su historia, se ha sentido muy acosada y hasta demonizada por los profesantes de la teoría del PO. Nada extraño que también la cultura secular de Occidente haya de sentirse muy beneficiada por el abandono de aquella ancestral doctrina teológica.

2. Cristianismo y cultura: una preocupación de fondo

Precisando algo más el estado de la cuestión que venimos describiendo, pasamos a indicar l a 'preocupación de fondo' desde la cual ha surgido nuestro estudio y que podría dotarle de interés y de actualidad.

Inculturación del mensaje. Queremos contextualizar nuestra reflexión dentro de un marco de referencias mucho más amplio que aquel que el mero título pudiera sugerir. Pienso que es provechoso y deseable colocarlo en el marco de la tarea más universalmente eclesial y especialmente teológica: 'la tarea de aculturar/inculturar el Mensaje evangélico dentro de la mentalidad, sensibilidad humana y religiosa del hombre occidental en los comienzos del siglo XXI'. Obviamente, dentro de los límites concretos que nuestro título señala. Esta tarea de aculturación, en su forma programática, en realidad ha sido iniciada hace más de un siglo, pero es objeto de renovada atención desde hace unos decenios bajo la consigna del 'aggiornamento' (de 'hodiernización' del Mensaje) propuesto por el papa Juan XXIII. O bien a la posterior consigna de 'Nueva Evangelización'. Y se intenta proseguir bajo denominaciones tan conocidas y significativas como 'Cristo y la cultura; Iglesia y cultura moderna; Evangelio y cultura; Iglesia y mundo moderno; Fe y cultura; Razón y Fe; Naturaleza y Gracia; Religión y cultura'.
La importancia de este diálogo de la Iglesia con la cultura secular/humanista, en sus variadas manifestaciones, podemos verla sintetizada en este texto. Hablando al Consejo Pontificio para la Cultura (18-I-1983) decía el papa Juan Pablo II: “El diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es el terreno vital en el que se juega el destino de la Iglesia y del mundo durante el siglo XX”.

Concepto de cultura. Sobre la cultura hablamos según la descripción que de ella hace el Vaticano II, en el documento sobre “La Iglesia en el mundo actual”: “Con la palabra 'cultura' se indica, en sentido general, todo aquello con lo que la persona afirma y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre a su conocimiento y trabajo; hacer más humana la vida social, tanto en la familia como en la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias y aspiraciones, para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano” (GS, 53).
Dentro del mismo campo semántico están las palabras 'aculturación-inculturación'.
'Aculturación' designaría, tal como aquí se utiliza, el conjunto de fenómenos/reacciones que se producen cuando el mensaje de Cristo Salvador es proclamado, puesto en contacto con determinado grupo humano y cultural y los intercambios que de tal hecho se derivan.
‘Inculturación’ aludiría al mismo hecho pero desde otra perspectiva. Así ‘aculturación’ haría referencia más clara al hecho de la acomodación del Mensaje a la cultura ambiente (la sincatábasis de los Padres griegos). Mientras ‘inculturación’ podría aludir al hecho de que el Mensaje obra en la cultura como fermento que ha de transformar toda la masa.

3.El hombre y el pecado en la cultura occidental

En una primera redacción, esta segunda parte del título rezaba: “y el dogma cristiano del pecado original”. En realidad, las dos magnitudes/fuerzas que aparecen en los seculares encuentros y desencuentros que en libro se describen, son la ‘Cultura occidental’ y el ‘Pecado Original’. Ya se ha hablado de la magnitud llamada ‘Cultura’. Ahora hablamos de la otra fuerza, el ‘Pecado original’. En el título del libro el concepto fuerza/magnitud ‘Pecado original’ viene sustituido por la fórmula ‘concepto teológico del hombre’. Explicamos la equivalencia de contenido y su razonable sustitución.
Es evidente que el concepto teológico del hombre no debe circunscribirse a hablar del PO. La antropología teológica no debe reducirse a hablar del tristemente célebre ‘hombre caído’ (homo lapsus). Pero el encuentro y desencuentro entre la cultura humanista occidental y el concepto teológico del hombre se materializa en torno a la idea del ‘hombre caído’, viciado por el PO. En torno a este concepto encontramos este singular y hasta paradójico hecho: por una parte, es históricamente cierto que la idea del ‘hombre caído’, de la naturaleza viciada que soporta el hombre histórico, es una convicción de origen mítico y filosófico de la cultura pagana precristiana. Los antiguos teólogos -nominalmente Agustín de Hipona- recibieron en el interior de su cristianismo esta mítica y pagana figura del ‘hombre caído’ y la remodelaron según sus necesidades apologéticas y dogmáticas. El esfuerzo cristaliza en la impotente figura de ‘El Pecado original’. De este enorme fenómeno teológico cultural se habla en el apartado III de este estudio.
La figura del PO se robustece en el cristianismo ‘occidental’ hasta culminar en la idea protestante del ser humano totalmente corrompido en su realidad existencial profunda y en su todo dinamismo operativo. Ahora bien, es cierto que la ‘Antropología teológica’ no se agota en una ‘Antropología del hombre caído’. Existe otro discurso mejor sobre el hombre cristiano. Sin embargo, la triste figura del ‘hombre caído’ y viciado (con diversos matices, en diversos grados de intensidad) es la figura del hombre que la teología occidental ofrecía a la cultura humanista durante siglos. Especialmente desde el siglo XVI hasta hoy mismo.
Así pues, como conclusión de esta explicación tenemos: el concepto teológico del hombre que aparece en el título del libro y todo a lo largo del mismo, viene abreviado/sustituido por el sintagma ‘Pecado original’ (PO). O bien, por el de ‘el hombre caído’.


Tema comprometido. Para el gran cristiano y gran genio Blaise Pascal, el PO es el misterio más profundo y desconcertante que la religión cristiana ofrece a la mísera inteligencia humana. Al menos para el presente estudio supongamos que así sea.
En el siglo V san Agustín -el ‘inventor y doctor’ del PO, según se dice- afirmaba que el PO es un tema fácil para hablar, pero difícil de entender. En el siglo XVI, otro máximo defensor del PO, M. Lutero constataba: “Sobre el PO fabula la turbamulta de los teólogos de muchas maneras”. En la segunda mitad del siglo XX aparecieron numerosos intentos de reformulación de la vieja creencia. Algunas tan profundas que san Agustín o el concilio de Trento no sabrían cómo reconocerse en ellas. Un grupo creciente de teólogos católicos, tras haber estudiado histórica y críticamente el problema, al iniciarse el siglo XXI, ha llegado a la conclusión de que la ‘teología católica’ no tiene motivos para seguir defendiendo la vieja teoría del PO.
En medio de reformulaciones tan dispares, los que todavía siguen hablando del PO me parece que quieren decir en sustancia lo siguiente:
“Todo hombre, al entrar en la existencia, antes de cualquier ejercicio de su actividad consciente y libre, se encuentra ya en situación teologal de enemistad, de desgracia ante Dios, esclavo de Satanás, según terribles frases del concilio de Trento (DS. 511-512): en ‘pecado original’. En todo caso, esta realidad misteriosa del PO no puede ser expresada en una simple, única proposición, como podría hacerlo un Catecismo. Se trata de una auténtica ‘constelación de afirmaciones’ diversas, pero fuertemente articuladas entre sí. Para una más matizada comprensión del concepto integral del PO conviene distinguir estos cuatro cuerpos o grupos de afirmaciones:
-        Afirmación antecedente, presupuesto indispensable del PO es la llamada ‘teología de Adán’, es decir, la presentación del Adán de Gn 2-3 como individuo humano dotado de realidad histórica tan densa como la de Julio César o Pablo de Tarso; creado por Dios en ‘santidad y justicia’. El cual, Adán, con su enorme pecado, habría cometido el pecado ‘originante’ de la ruina espiritual de la raza humana.
-        Afirmación constituyente, el núcleo duro de la enseñanza, lo constituye la verdad que explícitamente recogíamos en la definición: “todo hombre entra en la existencia en situación teologal de pecado, en muerte espiritual ante Dios, reo de eterna condenación”.
-        Afirmación consiguiente, que se refiere al hecho de que, a consecuencia del PO, la raza humana queda transformada en ‘masa de pecado’, ‘masa de condenación’. Las miserias todas de la vida humana, y la perspectiva de la condenación eterna, son representadas como “castigo de Dios” por el pecado del primer padre de la especie humana.
-        El pecado original, como pecado permanente. Ciertos grupos cristianos (los protestantes) lo presentan como pecado imborrable, connatural al existir humano. Los católicos dicen que el PO, borrado en su formalidad de pecado por el bautismo, permanece, sin embargo, en sus efectos, en su influencia nefasta. Especialmente en la desenfrenada concupiscencia a la que, en forma extremosa, san Agustín llama “dura necesidad de pecar” (peccandi dura necessitas). Fuerza maligna, raíz e irrestañable fuente de los pecados, individuales y sociales.

Convendría mucho no olvidar las anteriores matizaciones sobre el amplio campo semántico del lexema ‘pecado original’. Porque, hablando de la influencia que el dogma del PO ha ejercido sobre la cultura occidental, tal influencia puede afectar a uno de los aspectos señalados y no al otro, como se advertirá a lo largo de la exposición. Porque el concepto de PO no puede restringirse a una frase de Catecismo (el de G. Astete) que dice que el PO es “aquel con el que todos nacemos, heredado de nuestros primeros padres”. Hay que tener en la mente ‘la constelación de afirmaciones’ que acabamos de describir.
El fenómeno global del PO, podría verse simbolizado también en la figura de ‘El Pecado’, de que habla Pablo (Rm 5-7): símbolo, personificación, prosopopeya de las fuerzas malignas que operan en la historia humana, que penetra subrepticiamente en el mundo y tiraniza a los hombres, hasta que Cristo los libera.

5.El omnipresente pecado original

«En medio de la noche,
mil perros ladrándole a una sombra
la convierten en una realidad»
                                               (Proverbio árabe)

Esta figura y la de su gemela, la triste figura del ‘hombre caído’ (homo lapsus), ya en sí mismas, ya las afirmaciones colaterales que las acompañan como al viajero su sombra, gozan de una que llamaría ‘omnipresente influencia’ en el campo del sistema cristiano de creencias y en el campo de la cultura occidental, desde hace más de quince siglos. Espero que el lector lo vaya viendo con claridad a lo largo de la exposición. De todos modos, anticipo algunas ‘autoridades’ que confirman nuestra apreciación sobre la importancia primera de la teoría del PO dentro del sistema cristiano de creencias.
Ya en 1967 el gran escriturista H. Haag escribía estas palabras: “Después de que, durante mil quinientos años, la Iglesia occidental se ha mantenido fiel a la tradición erróneamente introducida por Agustín, la despedida del PO llega hoy realmente no demasiado tarde, sino más bien tarde”. Y allí mismo: “Si eliminamos la doctrina del PO, (como él hace) no eliminamos únicamente un capítulo del Catecismo, habría que escribirlo todo de nuevo”. Y el teólogo I, Willig: “La revisión de la doctrina del PO implica la revisión de todo el sistema teológico”.
Afirmación nada sorprendente para quien recuerde que la mayoría de los teólogos cristianos ponen el evento de la ‘caída/pecado original’ como el gozne sobre el cual gira una llamada ‘actual’ economía e historia de salvación; eliminada la paradisíaca originaria. Una visión de la economía e historia de salvación ostensiblemente ‘hamartiocéntrica’: centrada en ‘El Pecado’, que provocó su puesta en marcha y la califica con su multiforme presencia e influencia a lo largo de los siglos.
El teólogo reformado P. Ricoeur, que ha estudiado como nadie en la época actual en gran tema del PO, sintetiza su pensamiento en estas enfáticas palabras: “Nunca podrá exagerarse el daño que infligió a las almas durante los primeros siglos de la Cristiandad, primero, la interpretación literal de la historia de adán, y luego, la confusión del mito, como episodio histórico, con la especulación posterior, principalmente agustiniana, sobre el pecado original. Al exigir a los fieles la fe incondicional a este bloque mítico-especulativo y obligarles a aceptarlo como una explicación que se bastaba a sí misma, los teólogos exigían un ‘sacrificium intellectus’, cuando lo que tenían que hacer en este punto era estimular a los creyentes a comprender simbólicamente, a través del mito, la situación actual”.

Desde la perspectiva de la cultura secular, el investigador J. Delumeau, aparte de las referencias continuas al tema del PO, dedica un apartado a hablar expresamente sobre “El pecado original en el centro de una cultura”. Obviamente, nuestra cultura occidental. Se habla sobre el tema más adelante.
Sobre la importancia primera del PO en la cultura occidental recogemos el testimonio del teólogo lovaniense A. Vergote: “El dogma del PO es, sin duda, la doctrina cristiana que más escandaliza al hombre contemporáneo. En muchos de ellos el afán de desmitologizar el cristianismo responde al deseo de liberarse de la insoportable conciencia de estar tarado por una culpa original”.
Y el psicoanalista R. Webster: “La doctrina del PO imperó durante siglos probablemente por ser la doctrina psicológica más importante de Europa. Su inmensa importancia histórica y su profunda atracción psicológica forman parte del legado de la cultura occidental moderna”.

6.Últimas precisiones sobre nuestro campo de trabajo

Sobre la ‘cultura occidental’. El tema del PO (la visión teológica del hombre que en él se contiene) y el tema de la cultura occidental, tanto en sí mismos como en sus mutuas relaciones a lo largo de quince siglos de convivencia (pacífica y conflictiva) ofrecen un inmenso campo de estudio. Es indispensable acotar más la zona en la que vamos a trabajar.
Dentro del campo de la ‘cultura occidental’ quedan amplias zonas y vertientes que nosotros no hemos tocado. Ejemplo significativo es el campo del arte en sus varias manifestaciones: literatura, pintura, folklore y mitología popular sobre el inagotable tema de Adán y Eva -su paraíso, tentación y caída, expulsión y destierro en este valle de lágrimas-, según rezan cada día los católicos.
En forma directa nos referimos a la que podemos llamar ‘concepción humanista’ del hombre: como individuo, como ser social, en su relación con el cosmos, con el Absoluto.
El calificativo de ‘occidental’ lo utilizamos continuamente, desde el principio al final de nuestro estudio. Le concedemos especial relieve. Tanto en referencia a la cultura, como en referencia a la visión teológica del hombre.
Hablando de la cultura, al insistir en su ‘occidentalidad’ podría sugerir la posibilidad de un ‘curioso estudio’ que mostrase cómo las grandes culturas extra-occidentales no ofrecen campo apto para hablar de, y en su caso inculturar en ellas, la doctrina del PO, si no es como producto religioso cultural ‘de importación’. Traído de lejanas tierras y aclimatado artificialmente en su recinto. Esta sugerencia podría completarse con la lectura de lo que se dice más adelante en los capítulos III y V.
Además, la ‘occidentalidad’ la referimos con estudiado ahínco a la visión teológica del hombre. Nosotros tenemos la convicción de que el ‘cristianismo oriental’ desconoce la figura del PO, del ‘hombre caído’ (con toda la constelación de afirmaciones que lo acompañan) tal como la presenta en Occidente Agustín, Trento y la Reforma. En toda caso, en este punto, prescindimos totalmente del pensamiento del cristianismo oriental. A este propósito podría leerse lo que exponemos especialmente en el capítulo V.
Desde la teología franciscana. Muchos lectores desearán alguna aclaración concreta sobre la ‘franciscanidad’ de nuestro estudio, como propone el subtítulo. Efectivamente, el concepto cristiano del hombre y su concreción en la figura del PO y del ‘hombre caído’, puede ser manejado por un teólogo agustiniano, tridentino, jansenista o evangélico. En cada caso, la tensión, que durante siglos se ha mantenido en Occidente entre la cultura secular y la visión cristiana del hombre (sobre la naturaleza humana del ser humano) sería tratada en formas distintas, divergentes de la nuestra. El alcance y operatividad de esta perspectiva la hemos aludido anteriormente. Nuestra opción por un ‘Cristianismo sin pecado original’, cultivada desde hace más de cuarenta años, se apoyaba en la superación total de la historicidad del Adán genesíaco; en la ciencia antropológica; en una correcta exégesis bíblica. Pero, al buscar un apoyo positivo, de garantizada calidad teológica para tal decisión, lo hemos encontrado al profundizar -en todas direcciones- los datos que la ‘teología franciscana’ nos ofrece sobre Dios, sobre Cristo, sobre el hombre, sobre la economía de la gracia.
Nuestro estudio no puede ser completo ni menos exhaustivo, ni tenemos a la vista la amplitud y complicidad interna del problema tratado, tanto en su vertiente teológica, como en su dimensión humanística cultural. Recogemos, ordenamos Y justipreciamos un abundante número de testimonios que permitan dar una ‘respuesta suficiente’ al título que preside estas páginas. Pero, incluso con las reconocidas limitaciones, nuestro trabajo tiene el interés de ofrecer un estudio monográfico, con temática muy concreta dentro del campo más universal de la relación entre ‘fe cristiana y cultura secular’, tal como se indicaba anteriormente.
De todas formas, el aspecto concreto aquí elegido y estudiado pienso ha de ofrecer una apreciable ‘novedad’ y un buen estímulo para someter a revisión no pocas convicciones consideradas inconmovibles, no sólo por la gente cristiana, sino también por el común de los teólogos. Tanto entre los interesados por los problemas religioso-teológicos, como entre los preocupados por la historia y por los contenidos de la cultura de Occidente en su relación con el cristianismo, encontrarán en estas páginas estímulos para pensar y discutir.
A lo largo de este libro se encontrarán afirmaciones que podrían parecer a muchos demasiado tajantes y rápidas, insuficientemente fundadas. Para su cumplida justificación me remito, presupongo y hago implícita o explícita referencia a los numerosos estudios que, sobre el PO, vienen elencados al final de este libro. Basten estas referencias, pues no se pueden repetir aquí, por extenso, los razonamientos aducidos en escritos anteriores.
Al clásico ‘benévolo lector’ y al moderno ‘lector crítico’, me permitiría recordarles esta sapiente admonición de S. Agustín: “De cualquier texto que leas no reprendas nada, hasta que lo hayas leído todo; pues así lo reprenderás mejor”.






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