martes, 2 de abril de 2019

LA MANCHA DEL PECADO ORIGINAL EN EL SISTEMA CRISTIANO DE CREENCIAS


CAPÍTULO XI      

LA MANCHA DEL PECADO ORIGINAL EN EL SISTEMA CRISTIANO DE CREENCIAS

Es sabido que al omnipotente PO el lenguaje religioso cristiano, teológico y no teológico, lo califica de 'mancha del PO'. Excelente designación que delata, sin pretenderlo y sin poderlo evitar los usuarios actuales, el origen real de semejante ancestral creencia: la observación cotidiana de que los niños entran en la vida llenos de inmundicias, “manchados” fisiológicamente, nacidos de una madre “manchada” en el ejercicio de su maternidad. Este hecho, los tabúes duros, arbitrarios con los que los primitivos rodeaban, en algunos casos, el ejercicio de la sexualidad, el llanto y desvalimiento del infante al nacer excitó la imaginación del hombre primitivo y le llevó a interpretar tales fenómenos como señal de que el 'espíritu' del niño viene a la existencia terrenal 'castigado y manchado' por algún delito anteriormente incurrido. Delito suyo o de sus antepasados, en un tiempo ideal, divinal que pierde su hechizo, su sacralidad y se corrompe al hacerse historia vivida por seres humanos, epígonos de los tiempos y hombres originarios.
En este apartado proseguimos el simbolismo de la 'mancha' con la que todo hombre nacería, según los profesantes del PO. Y vemos a la teoría del PO como una mancha de aceite que se hubiese extendido sobre el sistema cristiano de creencias en puntos numerosos e importantes del mismo. Inicialmente no damos a esta 'mancha' ninguna connotación peyorativa. Tampoco le vamos a seguir en el proceso de sublimación metafísico-teológica de que ha sido objeto. Simplemente queremos señalar el impacto, la influencia que la creencia en el PO ha ejercido en algunos momentos vitales del dogma, de la moral, del pensar y del vivir de los cristianos occidentales, cultivadores privilegiados de esta creencia. Lo haremos con rapidez sin demorarnos en amplias reflexiones. Lo que digamos bastará para nuestro propósito actual. Y también para que se vea lo correcta que es la observación que muchos se han hecho y que nosotros asumimos el PO: “si eliminamos la creencia en el PO, numerosos temas neurálgicos de nuestro credo han de sufrir una notable modificación, tanto en su contenido como en su interpretación, al cambiar la perspectiva en que han de ser considerados y comunicados.

1. LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL FRENTE AL CONCEPTO CRISTIANO DE DIOS

Los atributos divinos que, a lo largo de la historia, han entrado en conflicto más directo con la teoría del PO han sido la justicia y el amor de Dios. En tiempos pasados se daba más relieve al problema de conciliar la ‘justicia de Dios’ con el hecho del PO y con toda la parafernalia de castigos y desventuras fatales que le acompañaban. En los ‘Manuales de teología neoescolástica’, hasta nuestros días no falta un escolio sobre “la teodicea del PO”; es decir, cómo justificar a la justicia divina, cómo explicar que a Dios se le pueda llamar ‘justo’ cuando castiga a la humanidad entera por el pecado de un rudimentario y nebuloso hombre primitivo, apodado Adán. Pecado siniestramente grandioso y cargado de indudable secreto morbo.
En la actualidad, se pone en primer plano otro atributo al que los creyentes actuales son más sensibles y que compromete al Dios cristiano en lo más exquisito de su ser: compromete la sinceridad de su ‘Amor salvador’ que llama a los hombres para la participación de la vida divina. Y que nunca les retira su amistad, si el hombre personal y conscientemente no la rechaza. A este Dios castigador y exactor de tantas penalidades por Él impuestas a los hombres, por motivo del pecado -original y personal-, la sensibilidad moderna tiende a calificarlo como un Dios “sádico”. Como si se complaciese en imponer y pedir de los hombres sufrimientos que, en última instancia, no crean en ellos el amor, la confianza amorosa y libre de hijos, sino el miedo y obediencia resentida de los esclavos.
En la controversia que sobre el PO mantuvieron los obispos Agustín de Hipona y Julián de Eclana el atributo divino que ellos veían más comprometido (Julián) y que mejor quedaba defendido (Agustín) es el de la ‘justicia’. Convenido el campo de batalla, Agustín era de opinión de que el obispo Julián, al negar el PO, hacía injusto a Dios. Porque, argüía Agustín, la gran miseria que aflige a los niños desde el vientre de su madre, sólo la puede tolerar un Dios que se diga justo, si los niños la tienen merecida por el pecado ‘original’ en que nacen incursos. En dirección contraria, Julián proclamaba con energía que la afirmación del PO es del todo inconciliable con el concepto cristiano de Dios, justo y salvador.
Demos la palabra al obispo Julián, porque es el objetante, porque vio la dificultad con mayor viveza que Agustín y porque, detalles aparte, el teólogo católico actual y, desde luego, nosotros estamos del lado de Julián y en contra de Agustín en este punto concreto de la controversia: ‘la doctrina del PO es inconciliable con el concepto cristiano de Dios’.

Dice Julián de Eclana: Discrepas (Agustín) de los católicos no sólo en la cuestión ésta (del PO, al llamarlo pecado necesario, natural), sino en la cuestión de Dios. No le honras como le veneramos nosotros por su justicia, por su omnipotencia e indivisa Trinidad”. Presentas un Dios “en sus preceptos lleno de inmoderación tiránica, de bárbara iniquidad en sus juicios… lleno de perfidia púnica en sus juramentos… apoyado no en razones y en discusión, sino en sueños y fanatismo de Manés”. En ese Dios de Agustín, que castiga a todos los hombres con la máxima de las miserias humanas, con la ‘dura necesidad de pecar’, ve Julián al Dios de los maniqueos. Incluso algo peor. Porque el Dios maniqueo hace pecadores forzosos a algunos, no a todos los hombres, como parece proponer Agustín con su teoría del PO. Y, por otra parte, el mal que hace no es obra suya personal, sino que lo realiza otro dios rival. Sería un Dios más falto de poder que de ‘justicia’. Pero el Dios de Agustín es presentado como ‘justo castigador’ de seres a quien Él mismo ha hecho pecadores forzosos. “Pon en claro quién es este implacable acusador de inocentes. Respondes: Dios. Has herido mi corazón y, como tal sacrilegio es increíble, no sé qué sentido tiene la palabra ‘Dios’: si es el dios de los paganos o el Dios de nuestro Señor Jesucristo. ¿A qué Dios imputas tal crimen? Porque Él (el Dios cristianos) nos amó y entregó a su Hijo para perdonarnos y tú le haces juez que persigue a los recién nacidos”. “Ahora, después de esta doctrina tan bárbara, tan sacrílega, tan funesta, si encontramos unos jueces honrados, sólo deberán maldecirte y execrarte. Juzgarían ser lo más justo y sensato no entrar en discusión contigo, dado que eres extraño a toda religiosidad, a toda ciencia, al buen sentido común, pues pretendes lo que ningún bárbaro osaría hacer: hacer criminal a tu Dios”.

Desde luego que hay que quitar bastante hierro y agresividad polémica a estos fogosos párrafos julianeos, hinchados de retórica. Pero también Agustín, temperamentalmente fogoso, crispado por el ardor de la discusión, se permite desahogar su fogosidad africana/púnica y, con insistencia, llama a su contendiente hombre cruel, que no comprende la miseria de los niños, pésimo cristiano y maniqueo, mal que le pese. Lo más correcto y normal es ver en el texto citado una explosión de ‘furor sagrado’, comprensible en un obispo cristiano a quien el propio Agustín reconoce como ‘inteligentísimo’ y piadoso de familia. Pero también se refleja en el texto la ‘humanitas’ del hombre cultivado, de alto y aristocrático abolengo latino, con su ideal del Príncipe justo y clemente de raigambre estoico-romana -transferido por analogía y por ‘anagogía’, por sobreelevación, al Dios cristiano. Este Príncipe divino equilibrado, sereno, pleno de celestial ‘apatheia’, no es compaginable con el Dios que parece contemplar Agustín: iracundo castigador de Adán y de todos los hombres en él.
Julián cree descubrir en este Dios agustiniano residuos inequívocos del Dios de Manés, y hasta cierta secreta, subconsciente pervivencia de instintos atávicos característicos de un ‘púnico’ como Agustín. De la raza del ‘fenicio cruel y pérfido’, tipificada por la tradición literaria romana y por su propaganda política.
Limadas las asperezas retóricas y redaccionales, la objeción puesta por Julián hay que calificarla de muy certera, de fuerte garra teológica. Agustín no supo resolverla satisfactoriamente, ni nadie de los que posteriormente, le siguen en la enseñanza del PO. Se aferra a decirle a Julián: ¡el maniqueo eres tú!... como lo hace hasta el final de su obra. Sin darse cuenta de que un pelagiano como Julián de Eclana está en las antípodas del maniqueísmo. La ‘teodicea del PO’, es decir, el intento de ‘justificar’ el comportamiento de la Divinidad en el ‘feo asunto’ del PO, parece condenada a no tener éxito. Al menos teniendo a la vista la figura ‘clásica’ del PO la que se mantiene desde Agustín hasta la neoescolástica del siglo XX. Las ‘dulcificaciones’ que de esta ruda figura ofrecen varios teólogos actuales habría que valorarlas una por una. En varios casos cabe decir que hablan ‘de otra cosa’, que no conservan del viejo y secular PO más que el nombre, ya que el contenido sustantivo de la antigua creencia resulta difícil de aceptar. El rudo PO de la tradición agustiniana ha sido convertido en un tigre de papel. Pervive, sin duda, pero más bien en estado gaseoso. Como si fuese, al decir del poeta, ‘la libélula vaga, de una vaga ilusión’. Vaga, pero dolorosa.

«Al Dios agustiniano que castiga a la raza humana “con tanta miseria”, con la “dura necesidad de pecar”, un autor moderno lo compara con un juez que, a un ciudadano que ha cometido un robo, lo condenase a él y a su descendencia por los siglos a que nazcan con una cleptomanía congénita, irreversible. La sensibilidad humana y cristiana actual sería tentada de calificar de sadismo este tipo de castigos tan enormes e irreversibles. Para los primitivos la venganza era un deber sagrado. No tenían inconveniente en considerarlo un deber de la divinidad. Entraba dentro de la forma en la que ellos ejercían la justicia. El mismo Agustín, cultivadísimo teólogo cristiano, no tenía inconveniente en admitir que Dios castiga los pecados de los padres en los hijos. Aunque prohíbe que los hombres administren este tipo de justicia».

Para el hombre primitivo la divinidad era todopoderosa, justa/santa sólo en la medida en que se mostraba inexorable, expeditiva castigadora y vengadora de la ofensa recibida. La venganza era un deber sagrado indispensable para re-establecer el orden cósmico quebrantado. El propio AT tiene textos de que hablan de las venganzas de Yhwh, e su ira justiciera y violenta con frases que hoy necesitamos ‘interpretar’ con amplia benevolencia. Como si la propia divinidad se rigiese por una especie de ley del talión trascendental y sacralizada. Proyectaban, sin duda, hasta la divinidad la rígida justicia que ellos mismos practicaban con sus semejantes.

«A favor de la posición agustiniana podemos citar el testimonio del cardenal J. H. Newman, espíritu, en varios puntos, gemelo al obispo de Hipona: “Si existe un Dios, dice Newman, y puesto que lo hay, la raza humana está envuelta en alguna calamidad original. Esto está fuera de los propósitos del Creador; esto es un hecho tan verdadero como su existencia: y así, la doctrina de lo que se llama PO me parece tan cierta como que el mundo existe y como que existe Dios”. En este texto, y en el contexto en que viene encuadrado, Newman comparte con Agustín la convicción de que es imposible salvaguardar la justicia/bondad de Dios -y la existencia misma de Dios- si no se afirma que los males del mundo son justo castigo por el PO. Desde luego, hay que quitar gran parte de su énfasis retórico al hecho de que se equipare la creencia en Dios con la creencia en el PO. Para la actual sensibilidad religiosa y teológica no deja de ser sorprendente la solemne afirmación newmaniana. Pero hay que reconocer que es, de alguna manera, expresión de una secular creencia cristiana».

La existencia de tanto mal en el mundo ha sido, desde siempre, la roca fuerte de todos los ateísmos que en el mundo han sido. Pero cuando el creyente cristiano ofrece su teoría del PO para explicar ‘tanta miseria’ como inunda la historia, lejos de lograr una teodicea’: una justificación de la acción de Dios en el mundo, lo que en realidad logra, aunque en forma del todo indeseada, es lanzar sobre el Dios cristiano la acusación de ser un juez inmisericorde y ‘sádico’; lo que no se le podría objetar en cualquier otra religión o filosofía. Excepto en la de los maniqueos o cátaros. Cierto, para el creyente cristiano, su Dios no es tal en modo alguno; incluso cuando castiga a la humanidad con tanta miseria temporal y eterna por motivo del PO. Pero se les pide que, además de confesarlo, ofrezcan una explicación creíble a la luz de la auténtica palabra de Dios.
Por eso, en mi opinión y tras las reflexiones que venimos haciendo en este último apartado y en otros momentos, hay que concluir que “la doctrina del PO, en su contenido clásico y sustantivo, es incompatible con el concepto cristiano de Dios” infinitamente justo, y cargado de designios salvadores sobre los hombres. Conclusión que se corrobora si nos fijamos en el atributo de Dios más exquisitamente cristiano: Dios-Amor misericordioso y salvador. El Amor-Ágape de Dios se muestra en que ha elegido a los hombres para hacerlos partícipes del bien infinito de su vida divina, Ef 1, 1-14; par. Lo que en páginas anteriores hemos calificado como voluntad salvífica de Dios, sincera y operativa, de llevar a todos los hombres a la vida eterna. Que por amor a nosotros no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, según dice Pablo y recordaba Julián de Eclana a Agustín. Como ya explicábamos, esta voluntad salvadora no se puede armonizar con el hecho propuesto por los defensores del PO, de que recuse su amistad y deje de aceptar para la vida eterna a ningún ser humano, si no ocurre el ‘previo rechazo personal, consciente y libre de la Gracia ofrecida’. Y la doctrina del PO implica precisamente eso: que todo hombre nace privado de la amistad de Dios y, además, positivamente penalizado/castigado, bajo la ira de Dios, por el pecado del primer hombre, antes e independientemente de cualquier ejercicio de su voluntad libre. En este momento, la ‘mancha’ del PO se extiende al concepto cristiano del ‘hombre’, según veremos, después afectado al concepto de Dios en forma muy peligrosa.

2. LA SOMBRA DEL PECADO ORIGINAL SOBRE EL MISTERIO DE CRISTO

Ya hemo señalado que los actuales defensores del PO también intentan mantener la existencia del mismo partiendo del misterio de Cristo Salvador. Pero, al querer concretar l as relaciones entre ambas verdades, las explicaciones marchan en direcciones nítidamente contrapuestas:
-los defensores del PO mantienen esta doctrina porque la juzgan indispensable para una recta comprensión y proclamación de la universalidad y necesidad absoluta de la gracia de Cristo;
-los defensores de la “Gracia inicial/original” insistimos en que no hay forma de comprender y de explicar la ‘sobreabundancia’ de la acción salvadora de Cristo, si no se afirma que todo hombre nace en Gracia y amistad de Dios. Limpio, por tanto, de la ‘mancha’ del PO.
En mi opinión, la doctrina clásica del PO ha oscurecido e impactado desfavorablemente la mejor inteligencia y vivencia del misterio de Cristo en momentos importantes del mismo.

A)    EL PECADO ORIGINAL Y LA EXISTENCIA DEL MISTERIO DE CRISTO

El hecho de la encarnación del Hijo de Dios quedaba mal aclarado a nivel teológico, desde el momento que su presencia en nuestra historia se hacía depender del evento del PO, originante/originado. Nos encontramos ante la célebre pregunta de san Anselmo, “¿Cur Deus Homo?, ¿cuál sería el motivo primero, accesible a nuestra inteligencia de creyentes, por el que el Padre habría decidido enviar su Hijo al mundo? Pregunta que, más corrientemente, se transformaba en esta otra: ¿si Adán no hubiese pecado, se habría encarnado el Hijo de Dios? La pluralidad de opiniones es clásica en nuestra teología occidental. Y también la influencia decisiva que la doctrina del PO ha ejercido en el origen y en el mantenimiento de la pregunta yd e las respuestas. El ‘dogma’ del PO entra en las condiciones de posibilidad, como presupuesto y condicionante para que hayan surgido la pregunta y las respuestas.
La teología actual no debe mostrar interés ninguno por saber qué hubiera sucedido en nuestra historia “si Adán no hubiera pecado”. Los antiguos podían hacer juegos diversos con esta hipótesis. La hodierna teología católica, si es seria y consecuente, no puede hacer esos juegos mentales. Adán no es una realidad histórica, es un mito, un símbolo, una parábola. No tiene sentido preguntarse por su influjo real en una historia real, en cualquiera de sus momentos. Si, en la mencionada usual pregunta, “Adán” quiere significar “la humanidad”, la pregunta podría tomar este giro: ¿hasta qué punto la situación pecadora de la humanidad es motivo de la encarnación del Hijo de Dios? Evitando trabajar con hipótesis de si Adán/humanidad no hubiese pecado… En realidad, el auténtico planteamiento del problema debería ser éste: ¿cuál es el puesto de Cristo en el plan de salvación que el Padre ha preparado, antes de la creación del mundo (Ef 1, 3-18) respecto a cómo haya de desarrollarse la ‘actual’ única historia y economía de salvación?
Cristo tiene la primacía en todo y a todos los niveles, Col 1,15-23. En lenguaje técnico, diríamos que Cristo tiene la primacía ontológica que le confiere el ser causa final, eficiente y ejemplar en el orden de la primera creación y de la novísima creación en la medida que tal distinción sea legítima. A nivel más accesible y en lenguaje más comunicable debemos recordar que para la inteligencia, la vivencia, la predicación de la comunidad de los creyentes, Cristo es la ‘Obra suprema de Dios’ = ‘summun Opus Dei’, el ‘Bien supremo de la creación’ = ‘summun Bonum in entibus’. Ahora bien, siguiendo una argumentación del beato J.D. Escoto, Dios quiere ordenadísimamente todo lo que quiere. Es decir, según la jerarquía y valiosidad ontológica de cada ser. Poor eso, no puede menos de poner a Cristo como el primero, supremo glorificador y amante de la Trinidad en el proyecto eterno de salvación y en la historia concreta en que tal proyecto se concretiza y encarna. Pensar que el pecado de Adán y la serie de pecados por él provocados serían el motivo primero, determinante de la entrada del Hijo de Dios en nuestra actual historia de salvación, sería h hacer de Cristo un ‘Bien ocasionado’ = Bonum occasionatum. Casi diríamos un ‘bien de ocasión’, en el sentido coloquial de la palabra. Que surge con ocasión del pecado humano y para remediar sus daños. Pero, como el pecado humano, cualquiera que fuese su forma de aparición, es un evento histórico, contingente, que podría acontecer o no acontecer, resultaría que, de no haber pecado Adán, la creación se vería privada del supremo de los bienes, Cristo Hombre-Dios.
En este enfoque del problema, sería difícil evitar la impresión de que se nos está ofreciendo una historia de salvación infralapsaria, hamartiocéntrica, en la cual Cristo es presentado como un sucesor/suplente y hasta ‘sucedáneo’ del malogrado Adán paradisíaco. Sabido es que, en la tradicional ‘teología de Adán’, éste era presentado ejerciendo una especie de mesías originario, representante y cabeza del género humano que de su raíz habría de germinar. Fracasado en su misión, aparece el Segundo Adán, Jesús de Nazaret. Pero, en esta afirmación, Cristo ha perdido, en la mente y explicación de muchos, la ‘sobreexcelencia’ que Pablo le atribuye: la de ser el ‘Mediador único’ de vida y salvación puesto por Dios. Me parece insostenible aquella imaginada e imaginativa ‘economía paradisíaca de la gracia’, en la cual Jesús de Nazaret no estaba presente y en la que un tal Adán sería el presunto mediador de la gracia para todos sus descendientes. Aunque de hecho lo ha sido del pecado. Idea ajena al NT y también a la fe profunda de la Iglesia.
Cabría recordar aquí las palabras de D. Bonhoeffer cuando habla de que los hombres han hecho de Dios el “Tapahuecos” (Lückenbüsser) de la oquedad ontológica y operativa que conlleva su condición de seres finitos. Parecido símil podríamos aplicar a la cristología que propone, como motivo primordial de la existencia de Cristo y de su acción en el mundo, la reparación del pecado adánico y de sus secuelas. A Cristo se le ha convertido en el ‘Tapahuecos’ de aquel inmenso, transcendental agujero, de dimensiones inconmensurables, provocado en la humanidad entera y en el mismo cosmos por un pecado que un hombre primitivo habría cometido ‘in illo tempore’, en el alborear indeciso de la historia humana.

Pero aceptada como indispensable la dimensión antropológica de la acción de Cristo, hay que añadir que la reparación de la caída primera, la liberación del pecado en general viene en tercer lugar. Porque, como hemos indicado, siguiendo la tradición de la caritología oriental, la gracia del Salvador que el hombre se le dona, tiene la función primera de hacer de él nueva criatura, darle nuevo ser, según lenguaje de san Pablo. O bien deificarle, divinizarle, según la tradición de los padres griegos. Obviamente, al donarle al hombre la vida, lo previene contra la fuerza de El Pecado (función preventiva de la gracia), o bien lo libera del pecado incurrido; es decir, que quien mantenga la doctrina del PO en su alcance tradicional, inevitablemente ofrecerá una visión hamartiológica que, aunque es verdadera, mira la acción de Cristo desde la negatividad, desde lo secundario. Relegando la función caritológica, positiva y creadora a un rango de concomitancia, de subsidiariedad, olvidando la prioridad que le es propia.
En el capítulo anterior, hablando de la raíz primera de la necesidad del Salador, dijimos que los defensores del PO, como consecuencia y concomitancia lógica de su teoría, dan una explicación superficial, insuficiente a nivel de una teología científica y crítica. Lo que allí decíamos tiene perfecta conexión con lo que ahora decimos sobre la oscuridad de la teoría del PO proyectada sobre el misterio de Cristo sobre su persona y sobre su acción. Me parece de interés citar un texto de un teólogo oriental, muy aleccionador al respecto, Isaac de Nínive ( ca 650) quien, considerando la economía de los misterios y de la Cruz en que murió el Hijo de Dios, dice:
«No debemos pensar que tuvo otro motivo sino el dar a conocer al mundo el amor que le tiene, a fin de que el mundo sea cautivado por su amor; y se manifestase así, por la muerte del Hijo de Dios, la máxima fuerza del Reino, que es el amor. En modo alguno ocurrió la muerte de nuestro Dios para redimirnos de nuestros pecados, ni por otro motivo, sino tan sólo para que el mundo experimentase el amor que Dios tiene a la creación». La remisión de los pecados podía haberla hecho de otros modos. Pero se sometió a la cruz, aunque no era necesario, lo cual se comprende cuando oímos de su boca, «tanto amó Dios al mundo que le dio a su unigénito Hijo, para poner en marcha el plan de su instauración. Y ¿no nos da vergüenza el despojar de esta idea al misterio de la economía del Señor y a la muerte de Cristo y a su venida al mundo y se la atribuyamos a la razón de ser en la redención de nuestros pecados?». En ese caso, si no fuésemos pecadores no habría venido el Señor ni hubiese muerto el Señor… «Decir que el Verbo de Dios asumió nuestro cuerpo por los pecados del mundo, es ver tan sólo ‘lo exterior de la Escritura’». Con ello se privaría a los hombres y a los ángeles de grandes bienes. «¿Y por qué vituperar al pecado que nos trajo tantos bienes?», cuales son la pasión y muerte del Señor para librarnos de la condenación… «Todas estas maravillas habría que atribuirlas al pecado, pues, de no estar sujetos a su esclavitud, careceríamos de todas ellas… No es así. Lejos de nosotros el contemplar la economía (de gracia) del Señor y los misterios tan eficaces para darnos confianza, ‘como si fuésemos niños. Sería quedarse en la superficie de las Escrituras’ que de ellos hablan».

Como hemos reiterado, la acción salvadora de Cristo y su explicación sistemática, la ‘soteriología’, ha quedado restringida en cuanto a su extensión y desvirtuada en su naturaleza íntima, en beneficio de la teoría del PO. En efecto, por exigencia de esta teoría el influjo de la gracia de Cristo se decía que no llegaba a la ‘humanidad infantil’, excepto al reducido número de los bautizados. Se les consideraba, por ende, privados de la felicidad celeste. Y no sólo su radio de acción, también la naturaleza íntima de esta gracia era defectuosamente explicada: se ofrecía una explicación de la acción de Cristo primordialmente hamartiocéntrica, es decir, centrada y directamente dirigida a liberar del PO y de los pecados personales, sus secuelas inevitables. Dejando en segundo plano lo más excelso de esta gracia: su función elevante, transformadora, deificante, creadora de nuevo ser en el hombre.

C)EL MISTERIO DE MARÍA INMACULADA Y EL ‘MISTERIO’ DEL PECADO ORIGINAL

Este modo de explicar la economía o distribución de la gracia de Cristo, presentada en dependencia de la teoría del PO, mostró su debilidad e inconsistencia cuando se llegó a hablar, al más alto nivel teológico, del modo cómo la Madre del Señor llegó a recibir el influjo de la gracia del Salvador. Ya hemos mencionado el notable y conocidísimo hecho histórico: la creencia en el PO con sus curiosas ideas sobre la propagación del mismo = ‘lex communiter conceptorum’, funcionó como un muro de acero que intentaba contener el avance de la ‘piadosa creencia’, la que hablaba de la plenitud de la gracia inicial en María. Proclamado, como verdad de fe, el hecho de la plenitud de gracia inicial en María, todavía pervive en muchos la interpretación hamartiológica del hecho. Piensan que lo más importante en la bula ‘Ineffabilis’ es la solemne proclamación final que dice lo que NO pasó en María: que NO contrajo el PO. Lectura superficial, sesgada y juridicista del conjunto de la bula. La cual, en su primera parte, la más amplia y rica de contenido teológico, ofrece una visión ‘caritológica’ honda y consecuente de este misterio, enraizado en el misterio de la excelsa elección de María en el divino eterno sobre la salvación de los hombres, al lado de Cristo y en un mismo decreto con Él.
A nuestro juicio, como hemos dicho, también se malentiende por muchos mariólogos modernos la ‘singular gracia y privilegio’ que María recibe en el primer instante de su ser. La ‘singularidad’ no se encuentra en el puro y mero hecho de que María si recibe la gracia inicial, y los demás hombres no reciben tal gracia. La ‘singularidad’ se descubre en la cualidad y la excelencia de la gracia recibida en cada caso: la de María es gracia ‘plena’, tanto desde la perspectiva caritológica-positiva: la intensidad de la presencia de la Gracia increada, de la Trinidad, como desde la vertiente negativa y hamartiológica: la exclusión de todo pecado personal. Por eso, incluso los ‘maculistas’ medievales admitían esta doble singularidad de la gracia elevante y transformante, la gracia que extinguía de raíz, la concupiscencia (el ‘fomes peccati’), la líbido, de modo que María se vio preservada de todo pecado personal, como ya preveía san Agustín. Tanto por la plenitud del agraciamiento recibido, como por la forma   en que quedó excluida María, e forma total, del dominio de El Pecado, su santificación fue “singular privilegio”: eminentísima, perfectísima. La gracia de los otros mortales, aunque real, queda muy alejada de la perfección, bajo todos los aspectos: en su función deificante y en su función liberadora del pecado.
No convendría olvidar, para mejor valorar esta ‘singular’ santificación, el doble matiz señalado ya por los primeros inmaculistas medievales: que María recibe la gracia original en razón de su función de fuente y medianera de gracia para los demás redimidos. Y que la Iglesia quiere celebrar, simbólicamente cifradas en ese momento inicial, todas las gracias concedidas a l a Madre del Señor a lo largo de su vida, hasta culminar en la Asunción, resurrección anticipada, ‘por singular gracia y privilegio’. De ahí la conexión y complementariedad Inmaculada-Asunción. En su Concepción María es el inicio de la Nueva Creación: ‘Mujer primavera’, que diría el poeta. En la Asunción se revela de modo más claro como símbolo, paradigma de la creación pascual, de la planificación escatológica de la Iglesia y de la creación entera, que en ella se inicia y promete.

3. VISIÓN CRISTIANA DEL HOMBRE Y EL PECADO ORIGINAL

El tema del PO pertenece, en forma directa, a la antropología teológica, a la visión cristiana del hombre. Aunque, como estamos exponiendo, implica y complica todo nuestro sistema de creencias y vivencias cristianas. Los manuales de ‘Antropología teológica’, en el último período de la neoescolástica, incluyen un amplio tratado “Sobre el PO”. Reflexionemos a hora sobre alguno de los momentos clave en los que la doctrina del PO impacta, desfavorablemente, a mi juicio, la mejor visión cristiana del hombre, tal como ésta se ofrece en la palabra de Dios, leída e interpretada sin el presupuesto, sin el pre-juicio del PO.

«Como profesor de Antropología Teológica, y buscando información que estimulase la reflexión sobre este campo de la teología, he debido leer numerosos libros y estudios que ofrecían una ‘visión del hombre’ desde la perspectiva de las grandes filosofías y religiones históricas. Todavía mantengo la desagradable impresión que me producía constatar que ninguna de las grandes filosofías, religiones, teologías actualmente vigentes mantenía una enseñanza tan mala sobre el hombre similar a la doctrina cristiana sobre el PO. Sobre todo, nadie lo hacía con tan elevada certidumbre y solemnidad, como afirmación nuclear de su visión del hombre. Únicamente los ‘grandes’ pensadores y sentidores cristianos y la Comunidad cristiana en general han dicho, durante siglos, referidas a cada hombre y a toda la humanidad, frases como éstas: masa de pecado, masa de perdición, masa de corrupción. Nadie, sino los maestros cristianos, decían que el hombre entra en la vida como ser viciado, corrupto en alma y cuerpo, bajo la ira de la Divinidad, esclavo de los poderes diabólicos. Cierto y claro es inmediatamente se añadía que, liberado de esta profunda miseria inicial, el hombre es elevado a la participación de la vida íntima de Dios y a en esta vida, en forma insospechada por cualquier otra religión. Pero eta liberación la disfrutaban muy pocos y estos pocos en medida más bien restringida».

Sin embargo, también en este contexto es inevitable elevar esta pregunta: ¿es que para magnificar la acción salvadora de Cristo es necesario hacerle pasar a todo hombre pro la ignominia, corrupción, mancha de pecado original? Más bien pienso que no. Si contemplamos al hombre a la luz de la palabra de Dios, la dignidad que ésta le confiere, de ser imagen de Dios por su libertad, resulta incompatible con la afirmación de que se le llame ‘pecador’ antes del ejercicio de su libertad personal. La visión intensamente humanista del hombre, valga el pleonasmo, es uno de los ejes que vertebran nuestra cultura occidental cristiana. El ‘giro antropocéntrico’ de la teología y de la vida entera de la Iglesia es un hecho aceptado y promovido por todos. Este impulso humanista por proclamar la excelencia, dignidad y autonomía de la libertad del hombre ha contribuido a la repulsa generalizada de la teoría del PO, acusada de atentar contra la libertad y responsabilidad del hombre tanto para el bien como para el mal. Se experimenta ofensivo para la ética natural y, con mayor motivo, para la moral cristiana-humanista, el que se hable de un pecado ‘heredado’, contraído por contagio biológico o por contagio social. Pecado que, sin el menor concurso de la libertad del individuo inculpado, le excluye de la amistad de Dios y de la vida eterna a la cual ha sido llamado. Como nuestro humanismo de cristianos tiene sus raíces en la Biblia, buscamos en ella los datos para comprender lo estridente que resulta hoy el mantenimiento de la doctrina del PO en su sentido clásico. Ya hemos mencionado la afirmación, hoy día común, de que la ‘doctrina eclesiástica sobre el PO no es doctrina bíblica’.
‘La dignidad del hombre, imagen de Dios’: No eran tan sólo los pelagianos los que trabajaba por defender la ‘dignidad de la naturaleza humana’ = dignitas naturae conditae, la fórmula tenía sus raíces en la filosofía estoica de la cual participaban, en diversa medida, tanto Agustín como, sobre todo, su contrincante Julián de la Eclana. Pero ambos perfeccionaban su visión humanista del hombre recurriendo a los textos bíblicos que lo presentaban saliendo de las manos del Creador como imagen y semejanza suya, Gn 1,26-27. Aunque no deja de ser llamativo cómo desde la misma convicción de creyentes estos dos sabios teólogos y dignos obispos el une deduce la existencia del PO en el recién nacido y el otro se horroriza ante semejante conclusión.
San Agustín, basado en su convicción creyente del hombre como imagen de Dios, sustentando ‘a tergo’ por sus convicciones de filósofo, argumentaba de esta manera: vemos que todo hombre está sujeto a una ‘inmensa miseria’ desde el vientre de su madre. Pero, esta ‘miseria’ es más hiriente e inexplicable para nuestra sensibilidad normal, si la contemplamos en los niños, ‘inocentes’ a nuestros ojos. Es indudable que también ellos han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Pero ¿cómo es posible que esta imagen de Dios pueda sufrir tanta miseria, si no fuese culpable de algún delito? Y ¿qué otro delito puede tener el recién nacido sino el viejo delito que contrae por ser hijo de Adán? Luego todo hombre nace en PO. Ya conocemos la frase agustiniana tajante y cargada de retórica: “son castigados, luego son reos”. Pero también es clara la inconsistencia y apriorismos en que se mueve esta argumentación del doctor de Hipona. Ella viene sostenida ‘a tergo’ (en el reverso) por el llamado ‘mito de la pena’ tan vigoroso en las sociedades y culturas primitivas, aplicado incluso a la administración de justicia por parte de la divinidad. No hay sufrimiento sin previo pecado. ¿Quién pecó, éste o sus padres?, pensaban todavía en tiempos de Jesús, Jn 9,2. Unido al anterior prejuicio opera el mito de Adán paradisíaco historificado y hasta ontologizado por Agustín, sin el menor intento de análisis crítico. Criticismo que sería anacrónico pedir a un hombre del siglo V. También a la justicia divina se le atribuye el riguroso procedimiento: cometido el pecado, no queda más que ‘la satisfacción o el castigo’ = aut satisfactio aut poena, se venía diciendo desde el tiempo de Tertuliano. A la justicia divina se le atribuían similares procedimientos de ‘venganza sagrada’, correlativa a la ley del talión vigente en la administración de justicia por los hombres. Aunque, eso sí, transportados a la región de lo incomprensiblemente misterioso.
Pero oigamos al obispo Julián de Eclana defender con energía la dignidad del hombre-imagen, ultrajada, a juicio suyo, por la teoría agustiniana del PO. La máxima dignidad del hombre, dice, aquello en que es imagen de Dios reside en la facultad de ser libre. Y nada ofende más a esta dignidad del hombre libre que presentarlo como ‘pecador’, sin el concurso de su libertad, castigado como tal por Dios cuando todavía no tiene la posibilidad real de hacer actos delictivos responsables. Por este motivo, duda en calificar a la teoría del PO de ‘monstruoso invento’ = prodigiale commentum: una auténtica barbarie = probata barbaries. Con energía alzaba Julián la voz para proclamar la incompatibilidad de la doctrina del PO con el concepto cristiano de Dios. Con similar brío y energía conceptual y verbal insiste en que la teoría agustiniana del PO es un atentado contra la dignidad del hombre proclamada por la Escritura y por la mejor tradición cristiana durante siglos. Nada más afrentoso para el hombre, creado libre por la bondad de Dios, que el verse sujeto a la ‘dura necesidad de pecar’. Y ello sin culpa propia. “Ocupado por la tiranía del crimen cometido, pierde la posibilidad de arrepentirse. Horrible situación la del hombre al ser creado por Dios de modo que, si caía en pecado, quedaba religado a la necesidad de pecar. Una necesidad incrustada en los grumos de los miembros de Adán, según Agustín. Éste, con su dialéctica púnico-cartaginesa (torticera y fementida, para un romano), simulando recomendar la gracia, infama a la naturaleza y al Creador, “pues pertenece a su dignidad (de Dios) el que los hombres, obra suya, no puedan ser considerados perversos y culpables antes del uso de la razón”.
El absorbente teocentrismo de Agustín le impulsa a defender, ante todo la justicia de Dios en este oscuro asunto del PO y sus consecuencias y castigos que se le imponen. Julián opina que no hay ‘teodicea’ aceptable cuando se propone a costa de la ‘indispensable’ “antropodicea”: defensa de la dignidad del hombre. Y según el texto citado de Julián, la defensa de la dignidad del Creador pasa por la defensa de la dignidad de su imagen visible, el hombre. Texto paralelo, en su contenido básico, con el conocido dicho de Ireneo: “la gloria de Dios consiste en glorificar al hombre”. Por otra parte, la historia demuestra, hasta nuestros días, y nos confirma que, bajo el pretexto de una defensa unilateral, sesgada y, en casos, fanática de los derechos de Dios, se han calculado en forma dolorosa y frecuente, los derechos de los hijos de Dios que viven en el mundo.

4. LA TEOLOGÍA DE LA GRACIA: CARITOLOGÍA TEOLÓGICA

Volveremos sobre esta idea. Pero ya ahora indicamos que lo que está en juego en esta divergente visión del hombre se debe a este doble factor: a) la recepción en Occidente de la doctrina de los Padre griegos sobre la nueva creación, la nueva criatura, el nuevo ser en Cristo otorgado por la Gracia. La función medicinal, curativa, liberadora no se niega, pero pasa a segundo plano y viene reasumida y sobreelevada por la acción positiva, deificadora. La donación d la vida implica la eliminación de la muerte. b) En el Occidente católico, según dijimos, la ‘teología del Sobrenatural’ ha mostrado que la necesidad radical de la gracia no estriba en el hecho del pecado, original o personal, sino en la incapacidad absoluta del hombre finito para participar en la vida del Infinito. Incluso aunque no tuviera pecado ninguno. Por otra parte, la teoría del PO carece hoy día de vigor para influir en la caritología. Muchos niegan tal doctrina. Otros la ofrecen en ‘reformulaciones’ tan profundas, que san Agustín e incluso un teólogo de Trento escasamente se identificarían con tales advenedizas formulaciones.
En varias ocasiones hemos aludido a la dimensión hamartiológica del hecho global del agradecimiento y justificación del hombre viador Pero el pecado que nunca debe de perder de vista el teólogo de la Gracia, no es el -para nosotros- “presunto” PO, sino el pecado personal que mana cada día de la frágil libertad de cada hombre viador. Otros aspectos de las relaciones de la doctrina del PO con la doctrina de la Gracia han aparecido al hablar de la acción salvadora de Cristo t de la Gracia que obraba la santificación de María.
Finalmente, la creencia en el PO ha influido de forma destacada en el origen y mantenimiento de una moral y pastoral de talante hamartiocéntrico. Vale decir, primordialmente y profesionalmente más preocupada y ocupada en diagnosticar y curar pecados que en ofrecer a los creyentes los medios para intensificar la vida en Cristo. Fijada más en arrancar la cizaña que en sembrar y cultivar el buen grano. Los moralistas de los últimos decenios han reaccionado frente a este tratamiento sesgado de la ética cristiana, en exceso vertida hacia lo negativo y corrupto del comportamiento humano. Una moral “quitapecados”, que marcha en línea con la visión hamartiocéntrica de la misión de Cristo, anteriormente descrita.

5. LA ECLESIOLOGÍA Y LA SACRAMENTOLOGÍA CATÓLICA Y LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL

La relación entre la doctrina del PO y la eclesiología de san Agustín l a señalábamos ya hace años: la afirmación del PO es una conclusión a la que llegó mediante este razonamiento: fuera de la Iglesia no hay salvación y por ello el niño no bautizado se condena. Pero, como nadie se condena si no tiene pecado, luego los niños no bautizados tienen pecado. Y ¿qué otro pecado puede tener el recién nacido sino el PO, en el que incurrió Adán? La estrechez con la que Agustín -y la mayoría de los teólogos posteriores, durante siglos- habló de la necesidad de la Iglesia y de la voluntad salvadora de Dios, marcha en simbiosis con su teoría del PO. Ya lo hemos comentado respecto a la voluntad salvadora de Dios en la ‘actual’ historia y economía de gracia. Dejando ambos temas en su propio tamaño y complicación, lo seguro es que la doctrina del PO ejerció sobre ambas verdades una influencia que la teología católica actual no puede menos de calificar de altamente perjudicial a nivel doctrinal y de desfavorables consecuencias pastorales. Respecto a la economía paradisíaca -liquidada por el comportamiento de Adán- parece que san Agustín no tuvo dificultad en reconocer una voluntad salvífica absolutamente universal y efectiva. Pero la entrada del PO -originante y originado- en la historia humana convirtió a la raza de Adán en “masa de perdición”. Ante ella, Agustín ve justa, aunque inescrutable, la decisión divina de limitar su voluntad salvadora a unos pocos seleccionados. La teología católica actual ha superado generosamente la estrechez con que Agustín y sus seguidores trataron ambas verdades. Lo extraño es que alguien siga aferrado a la teoría del PO que les servía de trasfondo argumentativo indispensable y lógico. Es obvia, en Agustín y sus seguidores, la simbiosis e interdependencia de estas tres ideas: los pocos que se salvan, la necesidad del bautismo y de la Iglesia y el PO. Estudios especializados, que no necesitamos repetir aquí, podrían decir algo más concreto sobre la prioridad que guardan entre sí estas verdades. Lo seguro es la presencia decisiva de la teología del PO, como señalan los investigadores. Eliminado el PO, las conocidas estrecheces respecto a la voluntad salvífica y a la necesidad de la Iglesia para salvarse pierden su fundamentación argumentativa tradicional.
La sacramentología, la reflexión teológica sobre los sacramentos ha sido otro de los momentos en los que la creencia en el PO ha dejado su marca, más bien oscurecedora del problema. Durante siglos, estuvo vigente la convicción de que la humanidad, en el estado paradisíaco de “justicia original”, no habría tenido necesidad de sacramentos, de signos sensibles, expresivos de su relación con Dios y con los demás hombres. El contacto con el Creador era directo. Los seres de la creación eran del todo diáfanos para dejar ver a Dios en ellos. No necesitaba el hombre paradisíaco “crear símbolos” distintos de las cosas mismas para comunicarse con Dios. ‘El libro de la creación’ estaba ante él abierto, luminoso, sin la oscuridad que sobre él ha proyectado el pecado adánico. Con facilidad y normalidad pasaría el hombre de la contemplación del mundo sensible a la contemplación en él de las huellas y vestigios del Creador. No se precisaba ningún tipo de ‘sacramento’, de ‘signo’ que, además de la especie que sugiere a los sentidos, llevase al conocimiento de otra cosa distinta. Ni el sacramento de la Escritura, ni el sacramento del Verbo encarnado, ni del sacramento de la Iglesia, ni de los ‘siete’ sacramentos que ahora tenemos hubieran sido necesarios de no haber ocurrido el infortunio del PO.

«En realidad lo que estaría vigente sería un ‘sacramentalismo universal’ de más alta nobleza. Similar al que llegaron a obtener santos cristianos como Francisco de Asís o Juan de la Cruz. Los primeros biógrafos franciscanos atribuían el hecho a que, al menos su biografiado, había sido restituido a la santidad paradisíaca en su relación con el mundo inferior. Al perderse por el PO la inmediatez con Dios, el mundo sensible quedó también afectado por la mancha que contrajo el hombre, se tornó oscuro para el ‘hombre caído’. “A causa de esto todo el orbe terráqueo. Pelea contra los insensatos”, Sab 5,21. Sacramentología ésta que tuvo amplia vigencia en la Edad Media».
Todos los mencionados ‘sacramentos’ suponen a la humanidad en la situación del famoso ‘hombre caído’ = ‘homo lapsus’, tan maltratado por la antropología cristiana. Nominalmente los siete sacramentos que ahora utilizamos implican, según este razonamiento, una humillación para el hombre, son señales claras que delatan la condición histórica de un noble señor que ha venido a menos: la condición del hombre caído. Toda esta reflexión sacramentológica se eleva sobre una correlativa visión del hombre, sobre una antropología. La antropología preyacente y subyacente al mencionado razonamiento se apoya en un presupuesto filosófico-cultural: el idealismo platónico y neoplatónico. Que a su vez tiene innegables conexiones con antropologías de índole mítica, idílica, primitiva, con sus ensoñaciones sobre el paraíso original en los inicios de la historia humana. Cuya nostalgia recogía el poeta: “y soñé que en otro estado / más lisonjero me vi” (Calderón).
En perspectiva de teólogos y de forma más inmediata, tenemos que recordar la presencia aquí de la teología de Adán omnipresente y omnioperante en toda la antropología cristiana, hasta fecha reciente. Su carencia de fundamento y sus varias incongruencias las hemos señalado reiteradamente. En la actualidad, incluso los que sigan manteniendo la doctrina del PO, han superado el idealismo ingenuo que está en la base de la mentada sacramentología. No acuden a la teología del PO para reflexionar sobre la vertiente antropológica de los sacramentos, sobre su arraigo en la existencia encarnada del espíritu humano, en la psicología, en la cultura, en la historia. Señal clara de que, incluso para sus profesantes actuales, la doctrina del PO ha perdido su antigua relevancia teológica y cultural.

6. EL PECADO ORIGINAL Y EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS

Es éste un tema que, tanto a nivel doctrinal como de praxis pastoral-litúrgica, pervade (impregna) toda la historia de la Iglesia y de la teología, en la cual marchan inseparables PO y bautismo de niños. La gente cristiana se acuerda del PO y hasta del diablo cuando acude a bautizar a bebés. Luego, lo olvida y sólo vuelve a acordarse del PO cuando siente con fuerza los impulsos de la lívido sexual. O recuerdan lo que hicieron Adán y Eva en el paraíso.
Conocemos las protestas de algunos teólogos actuales, para que el problema del PO -y la constelación de problemas que le acompañan- no aparezca reducido a “cosa de niños”. Como si el afirmar o negar del PO se decidiese en torno a la cuestión de si bautizamos o no bautizamos a los infantes para quitarles el pecado con que nacerían ‘manchados’, según se dice a la gente cristiana.
Claro es que la cuestión no puede ser reducida a esos infantiles límites. Lo hemos subrayado repetidas veces y, sobre todo, la amplitud que estamos dando a este estudio muestra lo contrario, simplemente cómo el movimiento se demuestra andando. Pero es cierto que la doctrina del PO comenzó su andadura en la historia, como doctrina autónoma, adulta y estructurada como tal, tomando texto, contexto y pretexto fe la praxis de bautizar a los recién nacidos, y de querer explicar el sentido de la misma. No como estímulo único, pero sí determinante y concreto.
Una anécdota, referida al propio Agustín. Nos revela la importancia de primer rango que la praxis de bautizar a los infantes ha tenido en el surgir, desarrollarse y mantenerse de la doctrina del PO. Hasta nuestros días, ha servido de base argumentativa, si no exclusiva, si relevante para fundamentar el gran edificio doctrinal que llamamos ‘teología del PO’.
«No hace mucho tiempo, cuenta Agustín, estando en Cartago, rozaron ligeramente mis oídos estas palabras d algunos que pasaban hablando: “Los niños no se bautizan para recibir el perdón de los pecados, sino para ser santificados en Cristo”. Quedé impresionado por aquella novedad, pero como no eras oportuno contradecirles, ni tampoco eran hombres cuyo crédito me inquietase, fácilmente se desvanecieron aquellas palabras entre las cosas pretéritas y olvidadas. Mas, he aquí que ahora se defienden estas ideas con ardoroso empeño; he aquí que se divulgan por escrito y han llegado las cosas a extremo tan peligroso que me han dirigido desde allí consultas mis hermanos. Por eso me obligan a polemizar y a escribir contra ellos».
La frondosa reflexión agustiniana sobre el PO, que le ocupó los tres últimos decenios de su vida tiene como punto de partida concreto, un doble hecho que, de consuno, le ofrecían la experiencia humana y la experiencia pastoral. Ambos ocurren en ‘torno a los niños’. La experiencia humana de ‘tanta miseria’ como abruma a estas pequeñas  e ‘inocentes’ criaturas l e impulsa a argumentar a favor del hecho del PO en ellas. So pena de atentar contra la justicia de Dios, la virtud de la Cruz de Cristo, la dignidad del niño creado a imagen de Dios.
Pero hay más, según una práctica ya vieja en tiempos de Agustín los recién nacidos son bautizados “para remisión de los pecados”. Si no queremos que la fórmula resulte vacía de contenido hay que reconocer que, ante la Iglesia que los bautiza, los niños tienen pecado. Y ¿qué otro pecado podía tener el recién llegado a la vida sino el pecado heredado de Adán, el pecado original? Por tanto, si no queremos arruinar la eclesiología y la sacramentología católica -la que Agustín tenía en su mente- hay que decir que los niños nacen el PO.
Ya hemos puesto en la balanza de la crítica el argumento a favor del PO tomado de la “gran miseria” de los niños, y lo hemos encontrado falto de peso. Sometamos a similar examen éste que se apoya en las palabras del rito bautismal.
Digamos, en primer término, que no se trata de palabras de una fórmula sacramental. Son palabras rituales, hecho que rebaja cualitativamente la densidad significativa de las mismas. Entrando más a fondo en el tema, digamos que Agustín y sus seguidores hasta la fecha reciente, han malentendido el hecho de que en el NT y en la tradición temprana de la Iglesia se administre el bautismo “para remisión de los pecados”, Hch 2,28; Mt 25,19; Mc 15,16; Jn 3,5. La exégesis subyacente adolece de ser una interpretación individualista y moralista de la palabra “pecado” utilizada por los apóstoles para urgir la necesidad de recibir el bautismo. Al intimar a los oyentes la obligación de bautizarse, no quieren sobreentender los apóstoles que cada uno de los oyentes se encontrase individualmente en situación de pecado personal, alejado de la amistad y gracia de Dios. Se invita a los oyentes -se digan ‘justos’ o ‘pecadores’- a que abandonen una caducada economía de salvación. La economía de la ley de los israelitas o la de la sabiduría humana en los griegos, como se explica en la carta a los Romanos, no son ya eficaces para salvar ni a judíos ni a paganos. Que entren en la nueva economía y dispensación de gracia ofrecida por Dios en Cristo. Comenzando a ser, por el bautismo, nueva criatura, hombre nuevo ‘en y con’ Cristo.
El teólogo actual tiene motivos suficientes para estar moralmente seguro de que los “piadosos” israelitas o bien los “piadosos” paganos, como el centurión Cornelio, se encontraban personalmente en gracia y amistad con Dios. Y, sin embargo, a estos hombres “justos” se les intima la necesidad de recibir el bautismo “para remisión de los pecados”. Incluso bajo pena de condenación eterna, Mc 15,16. ¿Es que la invitación y la fórmula de bautizarlos para remisión de los pecados carecía de sentido referida a estos “justos”? En modo alguno. Aunque sean “justos y sin pecado”, deberán bautizarse para entrar ‘en el nuevo Camino de salvación’ propuesto por Dios, que es Jesús de Nazaret y la Comunidad de bautizados que prosigue su Causa, y ejerce sus poderes salvíficos.
La praxis de bautizar a los adultos y su ritual pasó, sin modificaciones de base, a la práctica de bautizar niños. Respecto a éstos la intención, si tomamos las palabras en su significado más obvio, de quitarles o limpiarles de la mancha de algún pecado que llevasen en el alma al nacer, parece difícil de cumplir.
Ya sabemos que el NT desconoce del todo el hecho de que los recién nacidos tengan pecado alguno. Bautizar a los bebés “para remisión de los pecados”, da la impresión de ser una fórmula creada ‘ad casum’, para ‘salvar’ el contenido significativo, también dichas sobre los niños, de unas palabras rituales en la praxis general del bautismo. Palabras que, en su uso originario, neotestamentario, en nada aluden al pecado de los niños. Ni, en última instancia, tampoco siempre y necesariamente, al pecado personal de los adultos bautizados.
No vamos a prolongar nuestro razonamiento. Únicamente diremos: al argumento a favor del PO en los niños, basado en la práctica de bautizarlos “para remisión de los pecados”, carece de valor probatorio. Incluso el que opine que los niños nacen sin PO puede plantearse la cuestión pastoral de si es necesario o conveniente bautizar a los bebés. Porque, seguros de que no tienen PO, se les puede/debe bautizar para incorporarles a la Comunidad de salvación que es la Iglesia. Y, mediante ella, a Cristo. Siendo honrados con la verdad y salvada la reverencia “al máximo maestro de la teología cristiana, Agustín” (San Buenaventura) hay que decir que los anónimos transeúntes de las calles de Cartago, al hablar del motivo para bautizar a los niños, iban bien orientados. Porque el motivo primero, necesario, que no puede faltar, es el de bautizar a los niños “para que sean santificados en Cristo”. Y los que nacieron buenos sean hechos mejores por la incorporación a la Iglesia. Es probable que los aludidos transeúntes estuviesen tocados de ideas pelagianas. En cuyo caso habría que purificar sus expresiones y matizarlas. Porque los niños, en nuestra opinión, nacen ya incorporados a Cristo como Sacramento trascendente, radical de salvación y, en este sentido, en estado de Gracia originaria/inicial. Pero, aunque ellos nacen ya ‘santificados en Cristo’, será indispensable bautizarlos, si queremos que intensifiquen la santificación consecratoria, propia de los miembros de la Comunidad de salvación, la que confiere la Iglesia como como sacramento visible de salvación. Y mediante ella, intensifican la incorporación a Cristo y la presencia en ellos del Espíritu, iniciada desde su entrada en nuestra historia y en nuestra economía de salvación.
Dicho esto, hay que añadir que debemos dar satisfacción a la vertiente hamartiológica, liberadora del pecado, que sugiere la fórmula bautismal tradicional que comentamos.
En efecto, nuestro lenguaje religioso necesita reforzar el concepto positivo de “santidad” con referencia también al pecado. Incluso hablando de la santidad divina, nos ayudamos con la idea de que Dios es absolutamente impecable. Lo mismo en Cristo y, proporcionalmente en la Madre del Señor. Toda justificación de un ser humano tiene una vertiente hamartiológica, sea en adulto, sea en el niño. Siempre alude a la liberación/redención del pecado. Pero ya hemos recordado que existe en la caritología y en la hamartiología católica la idea de la “gracia/redención preventiva”, que no supone pecado previo en el beneficiario. Tenemos el caso paradigmático y seguro de María Inmaculada. Pues bien, en el niño del todo inocente que recibe la gracia bautismal, ésta tiene la función de ‘gracia/preventiva’ ante el poder de El Pecado y ante el pecado personal que amenaza al recién venido a este valle de lágrimas y de pecados.
Conocemos la figura de El Pecado que domina a la sociedad en la que el niño está entrando. Es obvio que, dada su constitutiva labilidad humana, su índole pecadoriza y el entorno de pecado en que va a vivir, existe peligro máximo de caer bajo la tiranía de El Pecado. La gracia bautismal ejerce en el niño su irrenunciable, primaria función, esencial y necesaria de intensificar su incorporación a Cristo y también la ‘función preventiva’ de cualquier tipo de pecado. Pero nunca la misión de limpiar/liberar de un ‘presunto’ PO que, ciertamente, no existe en el recién nacido.

«Sin entrar en agudas distinciones escolares/escolásticas, es fácil aceptar que, a tenor de los criterios teológicos de que disponemos, ni siquiera en el bautismo de adultos la fórmula ‘para remisión de los pecados’ tiene siempre y por necesidad el sentido hamartiológico de perdonar/liberar del pecado en que suele ser entendida.
En efecto, los adultos que acceden al bautismo tras un catecumenado más o menos intenso, están ya justificados por los actos de fe, esperanza y amor y arrepentimiento de su vida pasada. Y, sin embargo, se les bautiza “para remisión de los pecados”. De nuevo aquí, la palabra ‘pecado’ y la remisión del mismo, no expresa la necesidad y el hecho de que el bautizado pase de una caducada economía de salvación (o situación de perdición), a la nueva economía de Gracia que se otorga en Cristo. En caso de que el bautizado fuese un piadoso’ judío o un ‘piadoso’ musulmán, la presunción del estado de gracia en él se puede tornar alta certeza moral. Finalmente, como se indicaba antes, aunque la gracia bautismal no tenga función perdonadora de un pecado personal u original inexistentes, siempre mantiene su función deificadora y, con relación a El Pecado dominador del mundo, la función de gracia preveniente. Más noble, según san Agustín y Duns Escoto, que la función liberadora del pecado incurrido».

7. LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA Y LA CREENCIA EN EL PECADO ORIGINAL

Con énfasis oratorio decía Donoso Cortés que el pecado del hombre/Adán ha llenado la tierra de lágrimas y el infierno de llamas. Él, con todos sus contemporáneos, tenía nostalgia, añoranza y ‘saudade’ del paraíso perdido. Porque, perdido el paraíso por el PO, la tierra se llenó de gemidos y lágrimas y se abrieron las fauces del infierno que de otra manera no existiría. Por el PO la inmensa masa de millones de seres humanos, durante miles de años, se ha tornado “masa corrompida -masa de pecado- masa de perdición”. Condenados, de entrada, a ser tizones del infierno. Si bien la sobreveniente misericordia de Dios “a unos pocos” los sacará de la masa de perdición y los seleccionará para la gloria. Extendamos un piadoso velo sobre estas extremosas, lúgubres afirmaciones provocadas por la creencia en el PO. Hoy nos avergüenzan un poco estas expresiones de nuestros predecesores en la fe y en la esperanza. Como se dice en lenguaje coloquial, sentimos vergüenza ajena al leer estos textos.
‘Nos acercamos ahora al limbo de los niños’. La figura ésta no tiene el empaque teológico y siniestro del infierno, pero no deja de ser algo ‘curioso’, frecuente y hasta regocijado tema del folclore popular católico, al mismo tiempo que era tema serio para la teología profesional.
San Agustín se ocupó en serio del destino ultraterreno de los niños muertos sin bautismo. Parece, según algunos estudiosos, que la preocupación de Agustín habría recibido impulso de las visiones que al respecto contaban las Actas de la mártir santa Perpetua. Mientras estaba en la cárcel le pareció ver el destino desgraciado de su hermanito Demócrates muerto prematuramente, sin haber recibido al bautismo: no se le permitía entrar en el reino de los cielos. Agustín, muy sensible a los sufrimientos de la santa mártir, aplicó el relato para ilustrar el destino adverso de los niños no bautizados.
La lógica dura de su teoría del PO le hubiera llevado a poner el destino de tales niños en el infierno, con Satanás y sus ángeles. Se horrorizó ante tan cruel perspectiva y preparó para ellos la ‘morada del limbo’. Su situación teologal venía determinada por la exclusión definitiva de la visión beatífica. Sufrirían algún tormento, si quiera fuese levísimo = ‘levissima poena’, pues tenían el PO y todo pecado ha de recibir su castigo, según la ley del talión, sagrada para los primitivos y para tantos teólogos cristianos. Posteriormente se les concedía una ‘felicidad natural’ a estos incontables moradores del limbo.
Hay que reconocer que la pregunta por el destino ultraterreno de los seres humanos que en edad infantil y sin bautismo, desde el punto de vista cuantitativo tiene una innegable importancia; afecta a una gran parte de la humanidad. La mortalidad infantil ha sido elevadísima hasta fecha reciente. Pero es discutible que, desde la perspectiva cualitativa y para la ortodoxia y para la ortopraxis del creyente viador, tenga similar relevancia. La única postura prudente, en este caso hubiera sido el silencio, dejar el asunto a la paternal providencia de Dios, que quiere sinceramente la salvación de todos los hombres, incluso la de aquellos que, sin culpa, no reciben el bautismo. Pero los defensores del PO cometieron a mi juicio, una imprudencia y desmesura intelectual y volitiva al afirmar, con tenacidad, que tales hombres estaban excluidos del reino de los cielos, por estar manchados con el PO.
‘La figura del limbo es un subproducto de la teoría del PO’. Sólo en torno a ésta pudo surgir como cuestión subsidiaria. Toda la teoría del limbo de los niños se considera hoy plenamente superada, con toda justicia. Se quebrantaban en ella principios más valiosos y seguros de la antropología teológica. Nominalmente éste, que es de importancia primera: ningún ser humano, perteneciente a nuestra raza, consanguíneo, concorpóreo, consustancial con nosotros y con Jesús de Nazaret, tiene otro fin último que no sea el llamado fin sobrenatural: la visión y el amor beatificante de Dios. Frustrado este fin, no queda otra alternativa que el alejamiento eterno, la situación teologal que llamamos infierno. No existe una felicidad natural, ni en esta vida ni en la otra. Porque no existe y, probablemente, no pueda existir en tales seres una naturaleza pura, no destinada a la vida íntima con Dios. Pero, aunque se defienda la ‘naturaleza pura’ como hipótesis y la posibilidad, de hecho, no existe en la realidad. Este limbo de los niños está en contra de la teología del sobrenatural recibida, desde hace siglos, entre los teólogos ‘católicos’. Implica una sobrecarga adicional para la teoría del PO. Por fortuna, como indicaba, la teología actual se ha desentendido de la figura del limbo de los niños, como de una idea carente de cualquier fundamento. Surgió y se mantuvo en dependencia de la teoría madre, el PO, a la cual intentaba reforzar, resolviendo alguna de sus aporías más perceptibles.
Desde su origen, y a lo largo de los siglos, la creencia en el PO ha funcionado como teoría auxiliar en el intento de esclarecer verdades cristianas más valiosas sobre Dios, sobre Cristo, sobre el hombre, sobre la Iglesia. Sin embargo, incluso después de haber concedido que ‘los servicios prestados’ fueron otrora valiosos, la teología crítica del siglo XXI debe preguntarse si aquella función clarificadora la sigue cumpliendo la teoría del PO en la circunstancia vital toda entera: cultural, religiosa, teológica, humanista en que nos encontramos. La reflexión que hemos realizado en este capítulo me parece permite esta prudente conclusión: “la teoría del PO, lejos de clarificar nuestro sistema católico de creencias en los mencionados puntos neurálgicos, arroja sobre ellos notable oscuridad”. La mancha del PO les afecta desfavorablemente, tanto a nivel de la ortodoxia como de la ortopraxis. Y también en el momento de comunicar estas verdades al hombre de nuestro tiempo, sea él creyente o increyente.




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