CAPÍTULO
XI
LA MANCHA DEL PECADO
ORIGINAL EN EL SISTEMA CRISTIANO DE CREENCIAS
Es sabido que al omnipotente PO el lenguaje religioso
cristiano, teológico y no teológico, lo califica de 'mancha del PO'.
Excelente designación que delata, sin pretenderlo y sin poderlo evitar los
usuarios actuales, el origen real de semejante ancestral creencia: la
observación cotidiana de que los niños entran en la vida llenos de inmundicias,
“manchados” fisiológicamente, nacidos de una madre “manchada” en el ejercicio
de su maternidad. Este hecho, los tabúes duros, arbitrarios con los que los
primitivos rodeaban, en algunos casos, el ejercicio de la sexualidad, el llanto
y desvalimiento del infante al nacer excitó la imaginación del hombre primitivo
y le llevó a interpretar tales fenómenos como señal de que el 'espíritu' del
niño viene a la existencia terrenal 'castigado y manchado' por algún
delito anteriormente incurrido. Delito suyo o de sus antepasados, en un tiempo
ideal, divinal que pierde su hechizo, su sacralidad y se corrompe al hacerse
historia vivida por seres humanos, epígonos de los tiempos y hombres
originarios.
En este apartado proseguimos el simbolismo de la 'mancha'
con la que todo hombre nacería, según los profesantes del PO. Y vemos a la
teoría del PO como una mancha de aceite que se hubiese extendido sobre el
sistema cristiano de creencias en puntos numerosos e importantes del mismo.
Inicialmente no damos a esta 'mancha' ninguna connotación peyorativa. Tampoco
le vamos a seguir en el proceso de sublimación metafísico-teológica de que ha
sido objeto. Simplemente queremos señalar el impacto, la influencia que la
creencia en el PO ha ejercido en algunos momentos vitales del dogma, de la
moral, del pensar y del vivir de los cristianos occidentales, cultivadores
privilegiados de esta creencia. Lo haremos con rapidez sin demorarnos en
amplias reflexiones. Lo que digamos bastará para nuestro propósito actual. Y
también para que se vea lo correcta que es la observación que muchos se han
hecho y que nosotros asumimos el PO: “si eliminamos la creencia en el PO,
numerosos temas neurálgicos de nuestro credo han de sufrir una notable
modificación, tanto en su contenido como en su interpretación, al cambiar la
perspectiva en que han de ser considerados y comunicados.
1. LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL FRENTE AL CONCEPTO
CRISTIANO DE DIOS
Los atributos divinos que, a lo largo de la historia, han
entrado en conflicto más directo con la teoría del PO han sido la justicia y el
amor de Dios. En tiempos pasados se daba más relieve al problema de conciliar
la ‘justicia de Dios’ con el hecho
del PO y con toda la parafernalia de castigos y desventuras fatales que le
acompañaban. En los ‘Manuales de teología
neoescolástica’, hasta nuestros días no falta un escolio sobre “la teodicea
del PO”; es decir, cómo justificar a la justicia divina, cómo explicar que a
Dios se le pueda llamar ‘justo’ cuando castiga a la humanidad entera por el
pecado de un rudimentario y nebuloso hombre primitivo, apodado Adán. Pecado
siniestramente grandioso y cargado de indudable secreto morbo.
En la actualidad, se pone en primer plano otro atributo al
que los creyentes actuales son más sensibles y que compromete al Dios cristiano
en lo más exquisito de su ser: compromete la sinceridad de su ‘Amor salvador’
que llama a los hombres para la participación de la vida divina. Y que nunca
les retira su amistad, si el hombre personal y conscientemente no la rechaza. A
este Dios castigador y exactor de tantas penalidades por Él impuestas a los
hombres, por motivo del pecado -original y personal-, la sensibilidad moderna
tiende a calificarlo como un Dios “sádico”. Como si se complaciese en imponer y
pedir de los hombres sufrimientos que, en última instancia, no crean en ellos
el amor, la confianza amorosa y libre de hijos, sino el miedo y obediencia
resentida de los esclavos.
En la controversia que sobre el PO mantuvieron los obispos
Agustín de Hipona y Julián de Eclana el atributo divino que ellos veían más
comprometido (Julián) y que mejor quedaba defendido (Agustín) es el de la ‘justicia’. Convenido el campo de
batalla, Agustín era de opinión de que el obispo Julián, al negar el PO, hacía
injusto a Dios. Porque, argüía Agustín, la gran miseria que aflige a los niños
desde el vientre de su madre, sólo la puede tolerar un Dios que se diga justo,
si los niños la tienen merecida por el pecado ‘original’ en que nacen incursos.
En dirección contraria, Julián proclamaba con energía que la afirmación del PO
es del todo inconciliable con el concepto cristiano de Dios, justo y salvador.
Demos la palabra al obispo Julián, porque es el objetante,
porque vio la dificultad con mayor viveza que Agustín y porque, detalles
aparte, el teólogo católico actual y, desde luego, nosotros estamos del lado de
Julián y en contra de Agustín en este punto concreto de la controversia: ‘la doctrina del PO es inconciliable con el
concepto cristiano de Dios’.
Dice Julián de Eclana: “Discrepas (Agustín) de los católicos no sólo en la
cuestión ésta (del PO, al llamarlo pecado necesario, natural), sino en la
cuestión de Dios. No le honras como le veneramos nosotros por su justicia, por
su omnipotencia e indivisa Trinidad”. Presentas un Dios “en sus preceptos lleno
de inmoderación tiránica, de bárbara iniquidad en sus juicios… lleno de
perfidia púnica en sus juramentos… apoyado no en razones y en discusión, sino
en sueños y fanatismo de Manés”. En ese Dios de Agustín, que castiga a todos
los hombres con la máxima de las miserias humanas, con la ‘dura necesidad de
pecar’, ve Julián al Dios de los maniqueos. Incluso algo peor. Porque el Dios
maniqueo hace pecadores forzosos a algunos, no a todos los hombres, como parece
proponer Agustín con su teoría del PO. Y, por otra parte, el mal que hace no es
obra suya personal, sino que lo realiza otro dios rival. Sería un Dios más
falto de poder que de ‘justicia’. Pero el Dios de Agustín es presentado como
‘justo castigador’ de seres a quien Él mismo ha hecho pecadores forzosos. “Pon
en claro quién es este implacable acusador de inocentes. Respondes: Dios. Has herido
mi corazón y, como tal sacrilegio es increíble, no sé qué sentido tiene la
palabra ‘Dios’: si es el dios de los paganos o el Dios de nuestro Señor
Jesucristo. ¿A qué Dios imputas tal crimen? Porque Él (el Dios cristianos) nos
amó y entregó a su Hijo para perdonarnos y tú le haces juez que persigue a los
recién nacidos”. “Ahora, después de esta doctrina tan bárbara, tan sacrílega,
tan funesta, si encontramos unos jueces honrados, sólo deberán maldecirte y
execrarte. Juzgarían ser lo más justo y sensato no entrar en discusión contigo,
dado que eres extraño a toda religiosidad, a toda ciencia, al buen sentido
común, pues pretendes lo que ningún bárbaro osaría hacer: hacer criminal a tu
Dios”.
Desde luego que hay que quitar bastante hierro y
agresividad polémica a estos fogosos párrafos julianeos, hinchados de retórica.
Pero también Agustín, temperamentalmente fogoso, crispado por el ardor de la
discusión, se permite desahogar su fogosidad africana/púnica y, con
insistencia, llama a su contendiente hombre cruel, que no comprende la miseria
de los niños, pésimo cristiano y maniqueo, mal que le pese. Lo más correcto y
normal es ver en el texto citado una explosión de ‘furor sagrado’, comprensible
en un obispo cristiano a quien el propio Agustín reconoce como ‘inteligentísimo’
y piadoso de familia. Pero también se refleja en el texto la ‘humanitas’ del
hombre cultivado, de alto y aristocrático abolengo latino, con su ideal del
Príncipe justo y clemente de raigambre estoico-romana -transferido por analogía
y por ‘anagogía’, por sobreelevación,
al Dios cristiano. Este Príncipe divino equilibrado, sereno, pleno de celestial
‘apatheia’, no es compaginable con el Dios que parece contemplar Agustín:
iracundo castigador de Adán y de todos los hombres en él.
Julián cree descubrir en este Dios agustiniano residuos
inequívocos del Dios de Manés, y hasta cierta secreta, subconsciente
pervivencia de instintos atávicos característicos de un ‘púnico’ como Agustín.
De la raza del ‘fenicio cruel y pérfido’, tipificada por la tradición literaria
romana y por su propaganda política.
Limadas las asperezas retóricas y redaccionales, la
objeción puesta por Julián hay que calificarla de muy certera, de fuerte garra
teológica. Agustín no supo resolverla satisfactoriamente, ni nadie de los que
posteriormente, le siguen en la enseñanza del PO. Se aferra a decirle a Julián:
¡el maniqueo eres tú!... como lo hace hasta el final de su obra. Sin darse
cuenta de que un pelagiano como Julián de Eclana está en las antípodas del
maniqueísmo. La ‘teodicea del PO’, es decir, el intento de ‘justificar’ el
comportamiento de la Divinidad en el ‘feo asunto’ del PO, parece condenada a no
tener éxito. Al menos teniendo a la vista la figura ‘clásica’ del PO la que se
mantiene desde Agustín hasta la neoescolástica del siglo XX. Las
‘dulcificaciones’ que de esta ruda figura ofrecen varios teólogos actuales
habría que valorarlas una por una. En varios casos cabe decir que hablan ‘de
otra cosa’, que no conservan del viejo y secular PO más que el nombre, ya que el
contenido sustantivo de la antigua creencia resulta difícil de aceptar. El rudo
PO de la tradición agustiniana ha sido convertido en un tigre de papel.
Pervive, sin duda, pero más bien en estado gaseoso. Como si fuese, al decir del
poeta, ‘la libélula vaga, de una vaga ilusión’. Vaga, pero dolorosa.
«Al
Dios agustiniano que castiga a la raza humana “con tanta miseria”, con la “dura
necesidad de pecar”, un autor moderno lo compara con un juez que, a un
ciudadano que ha cometido un robo, lo condenase a él y a su descendencia por
los siglos a que nazcan con una cleptomanía congénita, irreversible. La
sensibilidad humana y cristiana actual sería tentada de calificar de sadismo
este tipo de castigos tan enormes e irreversibles. Para los primitivos la
venganza era un deber sagrado. No tenían inconveniente en considerarlo un deber
de la divinidad. Entraba dentro de la forma en la que ellos ejercían la
justicia. El mismo Agustín, cultivadísimo teólogo cristiano, no tenía
inconveniente en admitir que Dios castiga los pecados de los padres en los
hijos. Aunque prohíbe que los hombres administren este tipo de justicia».
Para el hombre primitivo la divinidad era todopoderosa,
justa/santa sólo en la medida en que se mostraba inexorable, expeditiva
castigadora y vengadora de la ofensa recibida. La venganza era un deber sagrado
indispensable para re-establecer el orden cósmico quebrantado. El propio AT
tiene textos de que hablan de las venganzas de Yhwh, e su ira justiciera y
violenta con frases que hoy necesitamos ‘interpretar’ con amplia benevolencia.
Como si la propia divinidad se rigiese por una especie de ley del talión
trascendental y sacralizada. Proyectaban, sin duda, hasta la divinidad la
rígida justicia que ellos mismos practicaban con sus semejantes.
«A
favor de la posición agustiniana podemos citar el testimonio del cardenal J. H.
Newman, espíritu, en varios puntos, gemelo al obispo de Hipona: “Si existe un
Dios, dice Newman, y puesto que lo hay, la raza humana está envuelta en alguna
calamidad original. Esto está fuera de los propósitos del Creador; esto es un
hecho tan verdadero como su existencia: y así, la doctrina de lo que se llama
PO me parece tan cierta como que el mundo existe y como que existe Dios”. En
este texto, y en el contexto en que viene encuadrado, Newman comparte con
Agustín la convicción de que es imposible salvaguardar la justicia/bondad de
Dios -y la existencia misma de Dios- si no se afirma que los males del mundo
son justo castigo por el PO. Desde luego, hay que quitar gran parte de su énfasis
retórico al hecho de que se equipare la creencia en Dios con la creencia en el
PO. Para la actual sensibilidad religiosa y teológica no deja de ser
sorprendente la solemne afirmación newmaniana. Pero hay que reconocer que es,
de alguna manera, expresión de una secular creencia cristiana».
La existencia de tanto mal en el mundo ha sido, desde
siempre, la roca fuerte de todos los ateísmos que en el mundo han sido. Pero
cuando el creyente cristiano ofrece su teoría del PO para explicar ‘tanta
miseria’ como inunda la historia, lejos de lograr una teodicea’: una
justificación de la acción de Dios en el mundo, lo que en realidad logra,
aunque en forma del todo indeseada, es lanzar sobre el Dios cristiano la
acusación de ser un juez inmisericorde y ‘sádico’; lo que no se le podría
objetar en cualquier otra religión o filosofía. Excepto en la de los maniqueos
o cátaros. Cierto, para el creyente cristiano, su Dios no es tal en modo
alguno; incluso cuando castiga a la humanidad con tanta miseria temporal y
eterna por motivo del PO. Pero se les pide que, además de confesarlo, ofrezcan
una explicación creíble a la luz de la auténtica palabra de Dios.
Por eso, en mi opinión y tras las reflexiones que venimos
haciendo en este último apartado y en otros momentos, hay que concluir que “la doctrina del PO, en su contenido clásico
y sustantivo, es incompatible con el concepto cristiano de Dios”
infinitamente justo, y cargado de designios salvadores sobre los hombres.
Conclusión que se corrobora si nos fijamos en el atributo de Dios más
exquisitamente cristiano: Dios-Amor misericordioso y salvador. El Amor-Ágape de
Dios se muestra en que ha elegido a los hombres para hacerlos partícipes del
bien infinito de su vida divina, Ef 1, 1-14; par. Lo que en páginas anteriores
hemos calificado como voluntad salvífica de Dios, sincera y operativa, de
llevar a todos los hombres a la vida eterna. Que por amor a nosotros no perdonó
a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, según
dice Pablo y recordaba Julián de Eclana a Agustín. Como ya explicábamos, esta
voluntad salvadora no se puede armonizar con el hecho propuesto por los
defensores del PO, de que recuse su amistad y deje de aceptar para la vida
eterna a ningún ser humano, si no ocurre el ‘previo
rechazo personal, consciente y libre de la Gracia ofrecida’. Y la doctrina
del PO implica precisamente eso: que todo hombre nace privado de la amistad de
Dios y, además, positivamente penalizado/castigado, bajo la ira de Dios, por el
pecado del primer hombre, antes e independientemente de cualquier ejercicio de
su voluntad libre. En este momento, la ‘mancha’ del PO se extiende al concepto
cristiano del ‘hombre’, según
veremos, después afectado al concepto de Dios en forma muy peligrosa.
2. LA SOMBRA DEL
PECADO ORIGINAL SOBRE EL MISTERIO DE CRISTO
Ya hemo señalado que los actuales defensores del PO también
intentan mantener la existencia del mismo partiendo del misterio de Cristo
Salvador. Pero, al querer concretar l as relaciones entre ambas verdades, las
explicaciones marchan en direcciones nítidamente contrapuestas:
-los defensores del PO mantienen esta doctrina porque la
juzgan indispensable para una recta comprensión y proclamación de la
universalidad y necesidad absoluta de la gracia de Cristo;
-los defensores de la “Gracia inicial/original” insistimos
en que no hay forma de comprender y de explicar la ‘sobreabundancia’ de la acción salvadora de Cristo, si no se afirma
que todo hombre nace en Gracia y amistad de Dios. Limpio, por tanto, de la ‘mancha’ del PO.
En mi opinión, la doctrina clásica del PO ha oscurecido e
impactado desfavorablemente la mejor inteligencia y vivencia del misterio de
Cristo en momentos importantes del mismo.
A)
EL PECADO ORIGINAL Y LA EXISTENCIA DEL MISTERIO DE
CRISTO
El hecho de la encarnación del Hijo de Dios quedaba mal
aclarado a nivel teológico, desde el momento que su presencia en nuestra
historia se hacía depender del evento del PO, originante/originado. Nos
encontramos ante la célebre pregunta de san Anselmo, “¿Cur Deus Homo?, ¿cuál sería el motivo primero, accesible a nuestra
inteligencia de creyentes, por el que el Padre habría decidido enviar su Hijo
al mundo? Pregunta que, más corrientemente, se transformaba en esta otra: ¿si Adán no hubiese pecado, se habría
encarnado el Hijo de Dios? La pluralidad de opiniones es clásica en nuestra
teología occidental. Y también la influencia decisiva que la doctrina del PO ha
ejercido en el origen y en el mantenimiento de la pregunta yd e las respuestas.
El ‘dogma’ del PO entra en las condiciones de posibilidad, como presupuesto y
condicionante para que hayan surgido la pregunta y las respuestas.
La teología actual no debe mostrar interés ninguno por
saber qué hubiera sucedido en nuestra historia “si Adán no hubiera pecado”. Los
antiguos podían hacer juegos diversos con esta hipótesis. La hodierna teología
católica, si es seria y consecuente, no puede hacer esos juegos mentales. Adán
no es una realidad histórica, es un mito, un símbolo, una parábola. No tiene
sentido preguntarse por su influjo real en una historia real, en cualquiera de
sus momentos. Si, en la mencionada usual pregunta, “Adán” quiere significar “la
humanidad”, la pregunta podría tomar este giro: ¿hasta qué punto la situación
pecadora de la humanidad es motivo de la encarnación del Hijo de Dios? Evitando
trabajar con hipótesis de si Adán/humanidad no hubiese pecado… En realidad, el
auténtico planteamiento del problema debería ser éste: ¿cuál
es el puesto de Cristo en el plan de salvación que el Padre ha preparado, antes
de la creación del mundo (Ef 1, 3-18) respecto a cómo haya de desarrollarse la ‘actual’ única historia y economía de
salvación?
Cristo tiene la
primacía en todo y a todos los niveles, Col 1,15-23. En lenguaje técnico,
diríamos que Cristo tiene la primacía ontológica que le confiere el ser causa
final, eficiente y ejemplar en el orden de la primera creación y de la novísima
creación en la medida que tal distinción sea legítima. A nivel más accesible y
en lenguaje más comunicable debemos recordar que para la inteligencia, la
vivencia, la predicación de la comunidad de los creyentes, Cristo es la ‘Obra
suprema de Dios’ = ‘summun Opus Dei’, el ‘Bien supremo de la creación’ =
‘summun Bonum in entibus’. Ahora bien, siguiendo una argumentación del beato
J.D. Escoto, Dios quiere ordenadísimamente todo lo que quiere. Es decir, según
la jerarquía y valiosidad ontológica de cada ser. Poor eso, no puede menos de
poner a Cristo como el primero, supremo glorificador y amante de la Trinidad en
el proyecto eterno de salvación y en la historia concreta en que tal proyecto
se concretiza y encarna. Pensar que el pecado de Adán y la serie de pecados por
él provocados serían el motivo primero, determinante de la entrada del Hijo de
Dios en nuestra actual historia de salvación, sería h hacer de Cristo un ‘Bien ocasionado’ = Bonum occasionatum.
Casi diríamos un ‘bien de ocasión’, en el sentido coloquial de la palabra. Que
surge con ocasión del pecado humano y para remediar sus daños. Pero, como el
pecado humano, cualquiera que fuese su forma de aparición, es un evento
histórico, contingente, que podría acontecer o no acontecer, resultaría que, de
no haber pecado Adán, la creación se vería privada del supremo de los bienes,
Cristo Hombre-Dios.
En este enfoque del problema, sería difícil evitar la impresión
de que se nos está ofreciendo una historia de salvación infralapsaria,
hamartiocéntrica, en la cual Cristo es presentado como un sucesor/suplente y
hasta ‘sucedáneo’ del malogrado Adán
paradisíaco. Sabido es que, en la tradicional ‘teología de Adán’, éste era presentado ejerciendo una especie de
mesías originario, representante y cabeza del género humano que de su raíz
habría de germinar. Fracasado en su misión, aparece el Segundo Adán, Jesús de
Nazaret. Pero, en esta afirmación, Cristo ha perdido, en la mente y explicación
de muchos, la ‘sobreexcelencia’ que
Pablo le atribuye: la de ser el ‘Mediador
único’ de vida y salvación puesto por Dios. Me parece insostenible aquella
imaginada e imaginativa ‘economía paradisíaca de la gracia’, en la cual Jesús de
Nazaret no estaba presente y en la que un tal Adán sería el presunto mediador
de la gracia para todos sus descendientes. Aunque de hecho lo ha sido del
pecado. Idea ajena al NT y también a la fe profunda de la Iglesia.
Cabría recordar aquí las palabras de D. Bonhoeffer cuando
habla de que los hombres han hecho de Dios el “Tapahuecos” (Lückenbüsser) de la
oquedad ontológica y operativa que conlleva su condición de seres finitos.
Parecido símil podríamos aplicar a la cristología que propone, como motivo primordial
de la existencia de Cristo y de su acción en el mundo, la reparación del pecado
adánico y de sus secuelas. A Cristo se le ha convertido en el ‘Tapahuecos’ de
aquel inmenso, transcendental agujero, de dimensiones inconmensurables,
provocado en la humanidad entera y en el mismo cosmos por un pecado que un
hombre primitivo habría cometido ‘in illo tempore’, en el alborear indeciso de
la historia humana.
B)CORRELATIVO AL OSCURECIMIENTO que Cristo
ha sufrido en su persona/existencia, es el oscurecimiento que la teoría del PO
ha provocado a la hora de hablar de ‘la
misión de Cristo, de su obra salvadora’. El sentido
primordial de su misión de obra no puede ser otro, según el NT, que la
glorificación del Padre. Su misión y acción es absorbentemente teocéntrica,
latreútica, glorificadora del Padre, de la Trinidad. La referencia al hombre,
la dimensión antropocéntrica de su mensaje/acción viene en un segundo momento
mental y real, y está englobada y reasumida por la misión glorificatoria. Los
teólogos que insisten n que Jesús de Nazaret es “el-hombre-para-los-hombres”,
tienen razón, mientras hagan ver que esta dimensión antropocéntrica, con ser
real e indispensable, ha de contemplarse sublimada, incorporada por
sobreelevación y como encarnación en nuestra historia de la función
teocéntrica, latréutica. Ahora bien, esta jerarquía de valores y de
verdades viene desatendida por los que asignan a la acción de Cristo una
finalidad primordial de liberación/reparación del pecado adánico.
Pero aceptada como indispensable la dimensión antropológica
de la acción de Cristo, hay que añadir que la reparación de la caída primera,
la liberación del pecado en general viene en tercer lugar. Porque, como hemos
indicado, siguiendo la tradición de la caritología oriental, la gracia del
Salvador que el hombre se le dona, tiene la función primera de hacer de él
nueva criatura, darle nuevo ser, según lenguaje de san Pablo. O bien
deificarle, divinizarle, según la tradición de los padres griegos. Obviamente,
al donarle al hombre la vida, lo previene contra la fuerza de El Pecado
(función preventiva de la gracia), o bien lo libera del pecado incurrido; es
decir, que quien mantenga la doctrina del PO en su alcance tradicional,
inevitablemente ofrecerá una visión hamartiológica que, aunque es verdadera,
mira la acción de Cristo desde la negatividad, desde lo secundario. Relegando
la función caritológica, positiva y creadora a un rango de concomitancia, de
subsidiariedad, olvidando la prioridad que le es propia.
En el capítulo anterior, hablando de la raíz primera de la
necesidad del Salador, dijimos que los defensores del PO, como consecuencia y
concomitancia lógica de su teoría, dan una explicación superficial,
insuficiente a nivel de una teología científica y crítica. Lo que allí decíamos
tiene perfecta conexión con lo que ahora decimos sobre la oscuridad de la
teoría del PO proyectada sobre el misterio de Cristo sobre su persona y sobre
su acción. Me parece de interés citar un texto de un teólogo oriental, muy
aleccionador al respecto, Isaac de Nínive († ca 650) quien, considerando la economía de los
misterios y de la Cruz en que murió el Hijo de Dios, dice:
«No
debemos pensar que tuvo otro motivo sino el dar a conocer al mundo el amor que
le tiene, a fin de que el mundo sea cautivado por su amor; y se manifestase
así, por la muerte del Hijo de Dios, la máxima fuerza del Reino, que es el
amor. En modo alguno ocurrió la muerte de nuestro Dios para redimirnos de
nuestros pecados, ni por otro motivo, sino tan sólo para que el mundo experimentase
el amor que Dios tiene a la creación».
La remisión de los pecados podía haberla hecho de otros modos. Pero se sometió
a la cruz, aunque no era necesario, lo cual se comprende cuando oímos de su
boca, «tanto amó
Dios al mundo que le dio a su unigénito Hijo, para poner en marcha el plan de
su instauración. Y ¿no nos da vergüenza el despojar de esta idea al misterio de
la economía del Señor y a la muerte de Cristo y a su venida al mundo y se la
atribuyamos a la razón de ser en la redención de nuestros pecados?». En ese caso, si no
fuésemos pecadores no habría venido el Señor ni hubiese muerto el Señor… «Decir que el Verbo de
Dios asumió nuestro cuerpo por los pecados del mundo, es ver tan sólo ‘lo exterior de la Escritura’». Con ello se privaría a los hombres
y a los ángeles de grandes bienes. «¿Y por qué vituperar al pecado que nos
trajo tantos bienes?», cuales son la pasión y muerte del Señor para librarnos
de la condenación… «Todas estas maravillas habría que atribuirlas al pecado,
pues, de no estar sujetos a su esclavitud, careceríamos de todas ellas… No es
así. Lejos de nosotros el contemplar la economía (de gracia) del Señor y los
misterios tan eficaces para darnos confianza, ‘como si fuésemos niños. Sería quedarse en la superficie de las
Escrituras’ que de ellos hablan».
Como hemos reiterado, la acción salvadora de Cristo y su
explicación sistemática, la ‘soteriología’, ha quedado restringida en cuanto a
su extensión y desvirtuada en su naturaleza íntima, en beneficio de la teoría
del PO. En efecto, por exigencia de esta teoría el influjo de la gracia de
Cristo se decía que no llegaba a la ‘humanidad
infantil’, excepto al reducido número de los bautizados. Se les
consideraba, por ende, privados de la felicidad celeste. Y no sólo su radio de
acción, también la naturaleza íntima de esta gracia era defectuosamente
explicada: se ofrecía una explicación de la acción de Cristo primordialmente
hamartiocéntrica, es decir, centrada y directamente dirigida a liberar del PO y
de los pecados personales, sus secuelas inevitables. Dejando en segundo plano
lo más excelso de esta gracia: su función elevante, transformadora, deificante,
creadora de nuevo ser en el hombre.
C)EL MISTERIO DE MARÍA INMACULADA Y EL ‘MISTERIO’ DEL
PECADO ORIGINAL
Este modo de explicar la economía o distribución de la
gracia de Cristo, presentada en dependencia de la teoría del PO, mostró su
debilidad e inconsistencia cuando se llegó a hablar, al más alto nivel
teológico, del modo cómo la Madre del Señor llegó a recibir el influjo de la gracia
del Salvador. Ya hemos mencionado el notable y conocidísimo hecho histórico: la
creencia en el PO con sus curiosas ideas sobre la propagación del mismo = ‘lex communiter conceptorum’, funcionó
como un muro de acero que intentaba contener el avance de la ‘piadosa
creencia’, la que hablaba de la plenitud de la gracia inicial en María.
Proclamado, como verdad de fe, el hecho de la plenitud de gracia inicial en
María, todavía pervive en muchos la interpretación hamartiológica del hecho.
Piensan que lo más importante en la bula ‘Ineffabilis’
es la solemne proclamación final que dice lo que NO
pasó en María: que NO contrajo el PO.
Lectura superficial, sesgada y juridicista del conjunto de la bula. La cual, en
su primera parte, la más amplia y rica de contenido teológico, ofrece una
visión ‘caritológica’ honda y consecuente de este misterio, enraizado en el
misterio de la excelsa elección de María en el divino eterno sobre la salvación
de los hombres, al lado de Cristo y en un mismo decreto con Él.
A nuestro juicio, como hemos dicho, también se malentiende
por muchos mariólogos modernos la ‘singular gracia y privilegio’ que María
recibe en el primer instante de su ser. La ‘singularidad’ no se encuentra en el
puro y mero hecho de que María si recibe la gracia inicial, y los demás hombres
no reciben tal gracia. La ‘singularidad’
se descubre en la cualidad y la excelencia de la gracia recibida en cada caso:
la de María es gracia ‘plena’, tanto
desde la perspectiva caritológica-positiva: la intensidad de la presencia de la
Gracia increada, de la Trinidad, como desde la vertiente negativa y
hamartiológica: la exclusión de todo pecado personal. Por eso, incluso los
‘maculistas’ medievales admitían esta doble singularidad de la gracia elevante
y transformante, la gracia que extinguía de raíz, la concupiscencia (el ‘fomes peccati’), la líbido, de modo que
María se vio preservada de todo pecado personal, como ya preveía san Agustín.
Tanto por la plenitud del agraciamiento recibido, como por la forma en que quedó excluida María, e forma total,
del dominio de El Pecado, su santificación fue “singular privilegio”:
eminentísima, perfectísima. La gracia de los otros mortales, aunque real, queda
muy alejada de la perfección, bajo todos los aspectos: en su función deificante
y en su función liberadora del pecado.
No convendría olvidar, para mejor valorar esta ‘singular’
santificación, el doble matiz señalado ya por los primeros inmaculistas
medievales: que María recibe la gracia original en razón de su función de
fuente y medianera de gracia para los demás redimidos. Y que la Iglesia quiere
celebrar, simbólicamente cifradas en ese momento inicial, todas las gracias
concedidas a l a Madre del Señor a lo largo de su vida, hasta culminar en la
Asunción, resurrección anticipada, ‘por singular gracia y privilegio’. De ahí
la conexión y complementariedad Inmaculada-Asunción. En su Concepción María es
el inicio de la Nueva Creación: ‘Mujer
primavera’, que diría el poeta. En la Asunción se revela de modo más claro
como símbolo, paradigma de la creación pascual, de la planificación
escatológica de la Iglesia y de la creación entera, que en ella se inicia y
promete.
3. VISIÓN CRISTIANA
DEL HOMBRE Y EL PECADO ORIGINAL
El tema del PO pertenece, en forma directa, a la
antropología teológica, a la visión cristiana del hombre. Aunque, como estamos
exponiendo, implica y complica todo nuestro sistema de creencias y vivencias
cristianas. Los manuales de ‘Antropología
teológica’, en el último período de la neoescolástica, incluyen un amplio
tratado “Sobre el PO”. Reflexionemos a hora sobre alguno de los momentos clave
en los que la doctrina del PO impacta, desfavorablemente, a mi juicio, la mejor
visión cristiana del hombre, tal como ésta se ofrece en la palabra de Dios,
leída e interpretada sin el presupuesto, sin el pre-juicio del PO.
«Como
profesor de Antropología Teológica, y buscando información que estimulase la
reflexión sobre este campo de la teología, he debido leer numerosos libros y
estudios que ofrecían una ‘visión del hombre’ desde la perspectiva de las
grandes filosofías y religiones históricas. Todavía mantengo la desagradable
impresión que me producía constatar que ninguna de las grandes filosofías,
religiones, teologías actualmente vigentes mantenía una enseñanza tan mala
sobre el hombre similar a la doctrina cristiana sobre el PO. Sobre todo, nadie
lo hacía con tan elevada certidumbre y solemnidad, como afirmación nuclear de
su visión del hombre. Únicamente los ‘grandes’ pensadores y sentidores
cristianos y la Comunidad cristiana en general han dicho, durante siglos,
referidas a cada hombre y a toda la humanidad, frases como éstas: masa de
pecado, masa de perdición, masa de corrupción. Nadie, sino los maestros
cristianos, decían que el hombre entra en la vida como ser viciado, corrupto en
alma y cuerpo, bajo la ira de la Divinidad, esclavo de los poderes diabólicos.
Cierto y claro es inmediatamente se añadía que, liberado de esta profunda
miseria inicial, el hombre es elevado a la participación de la vida íntima de
Dios y a en esta vida, en forma insospechada por cualquier otra religión. Pero
eta liberación la disfrutaban muy pocos y estos pocos en medida más bien
restringida».
Sin embargo, también en este contexto es inevitable elevar
esta pregunta: ¿es que para magnificar la acción salvadora de Cristo es
necesario hacerle pasar a todo hombre pro la ignominia, corrupción, mancha de
pecado original? Más bien pienso que no. Si contemplamos al hombre a la luz de
la palabra de Dios, la dignidad que ésta le confiere, de ser imagen de Dios por
su libertad, resulta incompatible con la afirmación de que se le llame ‘pecador’ antes del ejercicio de su
libertad personal. La visión intensamente humanista del hombre, valga el
pleonasmo, es uno de los ejes que vertebran nuestra cultura occidental cristiana.
El ‘giro antropocéntrico’ de la teología y de la vida entera de la Iglesia es
un hecho aceptado y promovido por todos. Este impulso humanista por proclamar
la excelencia, dignidad y autonomía de la libertad del hombre ha contribuido a
la repulsa generalizada de la teoría del PO, acusada de atentar contra la
libertad y responsabilidad del hombre tanto para el bien como para el mal. Se
experimenta ofensivo para la ética natural y, con mayor motivo, para la moral
cristiana-humanista, el que se hable de un pecado ‘heredado’, contraído por
contagio biológico o por contagio social. Pecado que, sin el menor concurso de
la libertad del individuo inculpado, le excluye de la amistad de Dios y de la
vida eterna a la cual ha sido llamado. Como nuestro humanismo de cristianos
tiene sus raíces en la Biblia, buscamos en ella los datos para comprender lo
estridente que resulta hoy el mantenimiento de la doctrina del PO en su sentido
clásico. Ya hemos mencionado la afirmación, hoy día común, de que la ‘doctrina eclesiástica sobre el PO no es
doctrina bíblica’.
‘La dignidad del
hombre, imagen de Dios’: No eran tan sólo los pelagianos los que trabajaba
por defender la ‘dignidad de la naturaleza humana’ = dignitas naturae conditae, la fórmula tenía sus raíces en la
filosofía estoica de la cual participaban, en diversa medida, tanto Agustín
como, sobre todo, su contrincante Julián de la Eclana. Pero ambos
perfeccionaban su visión humanista del hombre recurriendo a los textos bíblicos
que lo presentaban saliendo de las manos del Creador como imagen y semejanza
suya, Gn 1,26-27. Aunque no deja de ser llamativo cómo desde la misma
convicción de creyentes estos dos sabios teólogos y dignos obispos el une
deduce la existencia del PO en el recién nacido y el otro se horroriza ante semejante
conclusión.
San Agustín, basado en su convicción creyente del hombre
como imagen de Dios, sustentando ‘a tergo’ por sus convicciones de filósofo,
argumentaba de esta manera: vemos que todo hombre está sujeto a una ‘inmensa
miseria’ desde el vientre de su madre. Pero, esta ‘miseria’ es más hiriente e
inexplicable para nuestra sensibilidad normal, si la contemplamos en los niños,
‘inocentes’ a nuestros ojos. Es indudable que también ellos han sido creados a
imagen y semejanza de Dios. Pero ¿cómo es posible que esta imagen de Dios pueda
sufrir tanta miseria, si no fuese culpable de algún delito? Y ¿qué otro delito
puede tener el recién nacido sino el viejo delito que contrae por ser hijo de
Adán? Luego todo hombre nace en PO. Ya conocemos la frase agustiniana tajante y
cargada de retórica: “son castigados, luego son reos”. Pero también es clara la
inconsistencia y apriorismos en que se mueve esta argumentación del doctor de
Hipona. Ella viene sostenida ‘a tergo’ (en el reverso) por el llamado ‘mito de la pena’ tan vigoroso en las
sociedades y culturas primitivas, aplicado incluso a la administración de
justicia por parte de la divinidad. No hay sufrimiento sin previo pecado.
¿Quién pecó, éste o sus padres?, pensaban todavía en tiempos de Jesús, Jn 9,2.
Unido al anterior prejuicio opera el mito de Adán paradisíaco historificado y
hasta ontologizado por Agustín, sin el menor intento de análisis crítico.
Criticismo que sería anacrónico pedir a un hombre del siglo V. También a la
justicia divina se le atribuye el riguroso procedimiento: cometido el pecado,
no queda más que ‘la satisfacción o el castigo’ = aut satisfactio aut poena, se venía diciendo desde el tiempo de
Tertuliano. A la justicia divina se le atribuían similares procedimientos de
‘venganza sagrada’, correlativa a la ley del talión vigente en la
administración de justicia por los hombres. Aunque, eso sí, transportados a la
región de lo incomprensiblemente misterioso.
Pero oigamos al obispo Julián de Eclana defender con
energía la dignidad del hombre-imagen, ultrajada, a juicio suyo, por la teoría
agustiniana del PO. La máxima dignidad del hombre, dice, aquello en que es
imagen de Dios reside en la facultad de ser libre. Y nada ofende más a esta
dignidad del hombre libre que presentarlo como ‘pecador’, sin el concurso de su libertad, castigado como tal por
Dios cuando todavía no tiene la posibilidad real de hacer actos delictivos
responsables. Por este motivo, duda en calificar a la teoría del PO de ‘monstruoso invento’ = prodigiale commentum:
una auténtica barbarie = probata barbaries. Con energía alzaba Julián la
voz para proclamar la incompatibilidad de la doctrina del PO con el concepto
cristiano de Dios. Con similar brío y energía conceptual y verbal insiste en
que la teoría agustiniana del PO es un atentado contra la dignidad del hombre
proclamada por la Escritura y por la mejor tradición cristiana durante siglos.
Nada más afrentoso para el hombre, creado libre por la bondad de Dios, que el
verse sujeto a la ‘dura necesidad de pecar’. Y ello sin culpa propia. “Ocupado
por la tiranía del crimen cometido, pierde la posibilidad de arrepentirse.
Horrible situación la del hombre al ser creado por Dios de modo que, si caía en
pecado, quedaba religado a la necesidad de pecar. Una necesidad incrustada en los
grumos de los miembros de Adán, según Agustín. Éste, con su dialéctica
púnico-cartaginesa (torticera y fementida, para un romano), simulando
recomendar la gracia, infama a la naturaleza y al Creador, “pues pertenece a su dignidad (de Dios) el que los hombres, obra suya,
no puedan ser considerados perversos y culpables antes del uso de la razón”.
El absorbente teocentrismo de Agustín le impulsa a
defender, ante todo la justicia de Dios en este oscuro asunto del PO y sus
consecuencias y castigos que se le imponen. Julián opina que no hay ‘teodicea’
aceptable cuando se propone a costa de la ‘indispensable’
“antropodicea”: defensa de la dignidad del hombre. Y según el texto citado de
Julián, la defensa de la dignidad del Creador pasa por la defensa de la dignidad
de su imagen visible, el hombre. Texto paralelo, en su contenido básico, con el
conocido dicho de Ireneo: “la gloria de
Dios consiste en glorificar al hombre”. Por otra parte, la historia
demuestra, hasta nuestros días, y nos confirma que, bajo el pretexto de una
defensa unilateral, sesgada y, en casos, fanática de los derechos de Dios, se
han calculado en forma dolorosa y frecuente, los derechos de los hijos de Dios
que viven en el mundo.
4. LA TEOLOGÍA DE LA
GRACIA: CARITOLOGÍA TEOLÓGICA
Volveremos sobre esta idea. Pero ya ahora indicamos que lo
que está en juego en esta divergente visión del hombre se debe a este doble
factor: a) la recepción en Occidente de la doctrina de los Padre griegos sobre
la nueva creación, la nueva criatura, el nuevo ser en Cristo otorgado por la
Gracia. La función medicinal, curativa, liberadora no se niega, pero pasa a
segundo plano y viene reasumida y sobreelevada por la acción positiva,
deificadora. La donación d la vida implica la eliminación de la muerte. b) En el
Occidente católico, según dijimos, la ‘teología del Sobrenatural’ ha mostrado
que la necesidad radical de la gracia no estriba en el hecho del pecado,
original o personal, sino en la incapacidad absoluta del hombre finito para
participar en la vida del Infinito. Incluso aunque no tuviera pecado ninguno.
Por otra parte, la teoría del PO carece hoy día de vigor para influir en la
caritología. Muchos niegan tal doctrina. Otros la ofrecen en ‘reformulaciones’
tan profundas, que san Agustín e incluso un teólogo de Trento escasamente se
identificarían con tales advenedizas formulaciones.
En varias ocasiones hemos aludido a la dimensión
hamartiológica del hecho global del agradecimiento y justificación del hombre
viador Pero el pecado que nunca debe de perder de vista el teólogo de la
Gracia, no es el -para nosotros- “presunto” PO, sino el pecado personal que
mana cada día de la frágil libertad de cada hombre viador. Otros aspectos de
las relaciones de la doctrina del PO con la doctrina de la Gracia han aparecido
al hablar de la acción salvadora de Cristo t de la Gracia que obraba la
santificación de María.
Finalmente, la creencia en el PO ha influido de forma
destacada en el origen y mantenimiento de una moral y pastoral de talante
hamartiocéntrico. Vale decir, primordialmente y profesionalmente más preocupada
y ocupada en diagnosticar y curar pecados que en ofrecer a los creyentes los
medios para intensificar la vida en Cristo. Fijada más en arrancar la cizaña
que en sembrar y cultivar el buen grano. Los moralistas de los últimos decenios
han reaccionado frente a este tratamiento sesgado de la ética cristiana, en
exceso vertida hacia lo negativo y corrupto del comportamiento humano. Una
moral “quitapecados”, que marcha en línea con la visión hamartiocéntrica de la
misión de Cristo, anteriormente descrita.
5. LA ECLESIOLOGÍA Y
LA SACRAMENTOLOGÍA CATÓLICA Y LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL
La relación entre la doctrina del PO y la eclesiología de
san Agustín l a señalábamos ya hace años: la afirmación del PO es una conclusión
a la que llegó mediante este razonamiento: fuera de la Iglesia no hay salvación
y por ello el niño no bautizado se condena. Pero, como nadie se condena si no
tiene pecado, luego los niños no bautizados tienen pecado. Y ¿qué otro pecado
puede tener el recién nacido sino el PO, en el que incurrió Adán? La estrechez
con la que Agustín -y la mayoría de los teólogos posteriores, durante siglos-
habló de la necesidad de la Iglesia y de la voluntad salvadora de Dios, marcha
en simbiosis con su teoría del PO. Ya lo hemos comentado respecto a la voluntad
salvadora de Dios en la ‘actual’
historia y economía de gracia. Dejando ambos temas en su propio tamaño y
complicación, lo seguro es que la doctrina del PO ejerció sobre ambas verdades
una influencia que la teología católica actual no puede menos de calificar de
altamente perjudicial a nivel doctrinal y de desfavorables consecuencias
pastorales. Respecto a la economía paradisíaca -liquidada por el comportamiento
de Adán- parece que san Agustín no tuvo dificultad en reconocer una voluntad
salvífica absolutamente universal y efectiva. Pero la entrada del PO
-originante y originado- en la historia humana convirtió a la raza de Adán en
“masa de perdición”. Ante ella, Agustín ve justa, aunque inescrutable, la decisión
divina de limitar su voluntad salvadora a unos pocos seleccionados. La teología
católica actual ha superado generosamente la estrechez con que Agustín y sus
seguidores trataron ambas verdades. Lo extraño es que alguien siga aferrado a
la teoría del PO que les servía de trasfondo argumentativo indispensable y
lógico. Es obvia, en Agustín y sus seguidores, la simbiosis e interdependencia
de estas tres ideas: los pocos que se salvan, la necesidad del bautismo y de la
Iglesia y el PO. Estudios especializados, que no necesitamos repetir aquí,
podrían decir algo más concreto sobre la prioridad que guardan entre sí estas
verdades. Lo seguro es la presencia decisiva de la teología del PO, como
señalan los investigadores. Eliminado el PO, las conocidas estrecheces respecto
a la voluntad salvífica y a la necesidad de la Iglesia para salvarse pierden su
fundamentación argumentativa tradicional.
La sacramentología,
la reflexión teológica sobre los sacramentos ha sido otro de los momentos en
los que la creencia en el PO ha dejado su marca, más bien oscurecedora del
problema. Durante siglos, estuvo vigente la convicción de que la humanidad, en
el estado paradisíaco de “justicia original”, no habría tenido necesidad de
sacramentos, de signos sensibles, expresivos de su relación con Dios y con los
demás hombres. El contacto con el Creador era directo. Los seres de la creación
eran del todo diáfanos para dejar ver a Dios en ellos. No necesitaba el hombre
paradisíaco “crear símbolos” distintos de las cosas mismas para comunicarse con
Dios. ‘El libro de la creación’
estaba ante él abierto, luminoso, sin la oscuridad que sobre él ha proyectado
el pecado adánico. Con facilidad y normalidad pasaría el hombre de la
contemplación del mundo sensible a la contemplación en él de las huellas y
vestigios del Creador. No se precisaba ningún tipo de ‘sacramento’, de ‘signo’
que, además de la especie que sugiere a los sentidos, llevase al conocimiento
de otra cosa distinta. Ni el sacramento de la Escritura, ni el sacramento del
Verbo encarnado, ni del sacramento de la Iglesia, ni de los ‘siete’ sacramentos
que ahora tenemos hubieran sido necesarios de no haber ocurrido el infortunio
del PO.
«En
realidad lo que estaría vigente sería un ‘sacramentalismo
universal’ de más alta nobleza. Similar al que llegaron a obtener santos
cristianos como Francisco de Asís o Juan de la Cruz. Los primeros biógrafos
franciscanos atribuían el hecho a que, al menos su biografiado, había sido
restituido a la santidad paradisíaca en su relación con el mundo inferior. Al
perderse por el PO la inmediatez con Dios, el mundo sensible quedó también
afectado por la mancha que contrajo el hombre, se tornó oscuro para el ‘hombre caído’. “A causa de esto todo el
orbe terráqueo. Pelea contra los insensatos”, Sab 5,21. Sacramentología ésta
que tuvo amplia vigencia en la Edad Media».
Todos los mencionados ‘sacramentos’ suponen a la humanidad
en la situación del famoso ‘hombre caído’ = ‘homo
lapsus’, tan maltratado por la antropología cristiana. Nominalmente los
siete sacramentos que ahora utilizamos implican, según este razonamiento, una
humillación para el hombre, son señales claras que delatan la condición
histórica de un noble señor que ha venido a menos: la condición del hombre
caído. Toda esta reflexión sacramentológica se eleva sobre una correlativa
visión del hombre, sobre una antropología. La antropología preyacente y
subyacente al mencionado razonamiento se apoya en un presupuesto
filosófico-cultural: el idealismo platónico y neoplatónico. Que a su vez tiene
innegables conexiones con antropologías de índole mítica, idílica, primitiva,
con sus ensoñaciones sobre el paraíso original en los inicios de la historia
humana. Cuya nostalgia recogía el poeta: “y
soñé que en otro estado / más lisonjero me vi” (Calderón).
En perspectiva de teólogos y de forma más inmediata,
tenemos que recordar la presencia aquí de la teología de Adán omnipresente y
omnioperante en toda la antropología cristiana, hasta fecha reciente. Su
carencia de fundamento y sus varias incongruencias las hemos señalado
reiteradamente. En la actualidad, incluso los que sigan manteniendo la doctrina
del PO, han superado el idealismo ingenuo que está en la base de la mentada
sacramentología. No acuden a la teología del PO para reflexionar sobre la
vertiente antropológica de los sacramentos, sobre su arraigo en la existencia
encarnada del espíritu humano, en la psicología, en la cultura, en la historia.
Señal clara de que, incluso para sus profesantes actuales, la doctrina del PO
ha perdido su antigua relevancia teológica y cultural.
6. EL PECADO
ORIGINAL Y EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS
Es éste un tema que, tanto a nivel doctrinal como de praxis
pastoral-litúrgica, pervade (impregna) toda la historia de la Iglesia y de la
teología, en la cual marchan inseparables PO y bautismo de niños. La gente
cristiana se acuerda del PO y hasta del diablo cuando acude a bautizar a bebés.
Luego, lo olvida y sólo vuelve a acordarse del PO cuando siente con fuerza los
impulsos de la lívido sexual. O recuerdan lo que hicieron Adán y Eva en el
paraíso.
Conocemos las protestas de algunos teólogos actuales, para
que el problema del PO -y la constelación de problemas que le acompañan- no
aparezca reducido a “cosa de niños”. Como si el afirmar o negar del PO se
decidiese en torno a la cuestión de si bautizamos o no bautizamos a los
infantes para quitarles el pecado con que nacerían ‘manchados’, según se dice a la gente cristiana.
Claro es que la cuestión no puede ser reducida a esos
infantiles límites. Lo hemos subrayado repetidas veces y, sobre todo, la
amplitud que estamos dando a este estudio muestra lo contrario, simplemente
cómo el movimiento se demuestra andando. Pero es cierto que la doctrina del PO
comenzó su andadura en la historia, como doctrina autónoma, adulta y
estructurada como tal, tomando texto, contexto y pretexto fe la praxis de
bautizar a los recién nacidos, y de querer explicar el sentido de la misma. No
como estímulo único, pero sí determinante y concreto.
Una anécdota, referida al propio Agustín. Nos revela la
importancia de primer rango que la praxis de bautizar a los infantes ha tenido
en el surgir, desarrollarse y mantenerse de la doctrina del PO. Hasta nuestros
días, ha servido de base argumentativa, si no exclusiva, si relevante para
fundamentar el gran edificio doctrinal que llamamos ‘teología del PO’.
«No
hace mucho tiempo, cuenta Agustín, estando en Cartago, rozaron ligeramente mis
oídos estas palabras d algunos que pasaban hablando: “Los niños no se bautizan para recibir el perdón de los pecados, sino
para ser santificados en Cristo”. Quedé impresionado por aquella novedad,
pero como no eras oportuno contradecirles, ni tampoco eran hombres cuyo crédito
me inquietase, fácilmente se desvanecieron aquellas palabras entre las cosas
pretéritas y olvidadas. Mas, he aquí que ahora se defienden estas ideas con
ardoroso empeño; he aquí que se divulgan por escrito y han llegado las cosas a
extremo tan peligroso que me han dirigido desde allí consultas mis hermanos.
Por eso me obligan a polemizar y a escribir contra ellos».
La frondosa reflexión agustiniana sobre el PO, que le ocupó
los tres últimos decenios de su vida tiene como punto de partida concreto, un
doble hecho que, de consuno, le ofrecían la experiencia humana y la experiencia
pastoral. Ambos ocurren en ‘torno a los
niños’. La experiencia humana de ‘tanta
miseria’ como abruma a estas pequeñas
e ‘inocentes’ criaturas l e impulsa a argumentar a favor del hecho del
PO en ellas. So pena de atentar contra la justicia de Dios, la virtud de la
Cruz de Cristo, la dignidad del niño creado a imagen de Dios.
Pero hay más, según una práctica ya vieja en tiempos de
Agustín los recién nacidos son bautizados “para
remisión de los pecados”. Si no queremos que la fórmula resulte vacía de
contenido hay que reconocer que, ante la Iglesia que los bautiza, los niños
tienen pecado. Y ¿qué otro pecado podía tener el recién llegado a la vida sino
el pecado heredado de Adán, el pecado original? Por tanto, si no queremos
arruinar la eclesiología y la sacramentología católica -la que Agustín tenía en
su mente- hay que decir que los niños nacen el PO.
Ya hemos puesto en la balanza de la crítica el argumento a
favor del PO tomado de la “gran miseria” de los niños, y lo hemos encontrado
falto de peso. Sometamos a similar examen éste que se apoya en las palabras del
rito bautismal.
Digamos, en primer término, que no se trata de palabras de
una fórmula sacramental. Son palabras rituales, hecho que rebaja
cualitativamente la densidad significativa de las mismas. Entrando más a fondo
en el tema, digamos que Agustín y sus seguidores hasta la fecha reciente, han
malentendido el hecho de que en el NT y en la tradición temprana de la Iglesia
se administre el bautismo “para remisión
de los pecados”, Hch 2,28; Mt 25,19; Mc 15,16; Jn 3,5. La exégesis
subyacente adolece de ser una interpretación individualista y moralista de la
palabra “pecado” utilizada por los apóstoles para urgir la necesidad de recibir
el bautismo. Al intimar a los oyentes la obligación de bautizarse, no quieren
sobreentender los apóstoles que cada uno de los oyentes se encontrase
individualmente en situación de pecado personal, alejado de la amistad y gracia
de Dios. Se invita a los oyentes -se digan ‘justos’ o ‘pecadores’- a que
abandonen una caducada economía de salvación. La economía de la ley de los
israelitas o la de la sabiduría humana en los griegos, como se explica en la
carta a los Romanos, no son ya eficaces para salvar ni a judíos ni a paganos.
Que entren en la nueva economía y dispensación de gracia ofrecida por Dios en
Cristo. Comenzando a ser, por el bautismo, nueva criatura, hombre nuevo ‘en y
con’ Cristo.
El teólogo actual tiene motivos suficientes para estar
moralmente seguro de que los “piadosos” israelitas o bien los “piadosos”
paganos, como el centurión Cornelio, se encontraban personalmente en gracia y
amistad con Dios. Y, sin embargo, a estos hombres “justos” se les intima la
necesidad de recibir el bautismo “para remisión de los pecados”. Incluso bajo
pena de condenación eterna, Mc 15,16. ¿Es que la invitación y la fórmula de bautizarlos
para remisión de los pecados carecía de sentido referida a estos “justos”? En
modo alguno. Aunque sean “justos y sin pecado”, deberán bautizarse para entrar ‘en el nuevo Camino de salvación’
propuesto por Dios, que es Jesús de Nazaret y la Comunidad de bautizados que
prosigue su Causa, y ejerce sus poderes salvíficos.
La praxis de bautizar a los adultos y su ritual pasó, sin
modificaciones de base, a la práctica de bautizar niños. Respecto a éstos la
intención, si tomamos las palabras en su significado más obvio, de quitarles o
limpiarles de la mancha de algún pecado que llevasen en el alma al nacer,
parece difícil de cumplir.
Ya sabemos que el NT desconoce del todo el hecho de que los
recién nacidos tengan pecado alguno. Bautizar a los bebés “para remisión de los
pecados”, da la impresión de ser una fórmula creada ‘ad casum’, para ‘salvar’ el contenido significativo, también
dichas sobre los niños, de unas palabras rituales en la praxis general del
bautismo. Palabras que, en su uso originario, neotestamentario, en nada aluden
al pecado de los niños. Ni, en última instancia, tampoco siempre y
necesariamente, al pecado personal de los adultos bautizados.
No vamos a prolongar nuestro razonamiento. Únicamente
diremos: al argumento a favor del PO en los niños, basado en la práctica de
bautizarlos “para remisión de los pecados”, carece de valor probatorio. Incluso
el que opine que los niños nacen sin PO puede plantearse la cuestión pastoral
de si es necesario o conveniente bautizar a los bebés. Porque, seguros de que
no tienen PO, se les puede/debe bautizar para incorporarles a la Comunidad de
salvación que es la Iglesia. Y, mediante ella, a Cristo. Siendo honrados con la
verdad y salvada la reverencia “al máximo maestro de la teología cristiana,
Agustín” (San Buenaventura) hay que decir que los anónimos transeúntes de las
calles de Cartago, al hablar del motivo para bautizar a los niños, iban bien
orientados. Porque el motivo primero, necesario, que no puede faltar, es el de
bautizar a los niños “para que sean santificados en Cristo”. Y los que nacieron
buenos sean hechos mejores por la incorporación a la Iglesia. Es probable que
los aludidos transeúntes estuviesen tocados de ideas pelagianas. En cuyo caso
habría que purificar sus expresiones y matizarlas. Porque los niños, en nuestra
opinión, nacen ya incorporados a Cristo como Sacramento trascendente, radical
de salvación y, en este sentido, en estado de Gracia originaria/inicial. Pero,
aunque ellos nacen ya ‘santificados en Cristo’, será indispensable bautizarlos,
si queremos que intensifiquen la santificación consecratoria, propia de los
miembros de la Comunidad de salvación, la que confiere la Iglesia como como
sacramento visible de salvación. Y mediante ella, intensifican la incorporación
a Cristo y la presencia en ellos del Espíritu, iniciada desde su entrada en
nuestra historia y en nuestra economía de salvación.
Dicho esto, hay que añadir que debemos dar satisfacción a
la vertiente hamartiológica, liberadora del pecado, que sugiere la fórmula
bautismal tradicional que comentamos.
En efecto, nuestro lenguaje religioso necesita reforzar el
concepto positivo de “santidad” con referencia también al pecado. Incluso
hablando de la santidad divina, nos ayudamos con la idea de que Dios es
absolutamente impecable. Lo mismo en Cristo y, proporcionalmente en la Madre
del Señor. Toda justificación de un ser humano tiene una vertiente
hamartiológica, sea en adulto, sea en el niño. Siempre alude a la
liberación/redención del pecado. Pero ya hemos recordado que existe en la
caritología y en la hamartiología católica la idea de la “gracia/redención preventiva”, que no supone pecado previo en el
beneficiario. Tenemos el caso paradigmático y seguro de María Inmaculada. Pues
bien, en el niño del todo inocente que recibe la gracia bautismal, ésta tiene
la función de ‘gracia/preventiva’ ante el poder de El Pecado y ante el pecado
personal que amenaza al recién venido a este valle de lágrimas y de pecados.
Conocemos la figura de El Pecado que domina a la sociedad
en la que el niño está entrando. Es obvio que, dada su constitutiva labilidad
humana, su índole pecadoriza y el entorno de pecado en que va a vivir, existe
peligro máximo de caer bajo la tiranía de El Pecado. La gracia bautismal ejerce
en el niño su irrenunciable, primaria función, esencial y necesaria de
intensificar su incorporación a Cristo y también la ‘función preventiva’ de cualquier tipo de pecado. Pero nunca la
misión de limpiar/liberar de un ‘presunto’ PO que, ciertamente, no existe en el
recién nacido.
«Sin entrar en agudas distinciones
escolares/escolásticas, es fácil aceptar que, a tenor de los criterios
teológicos de que disponemos, ni siquiera en el bautismo de adultos la fórmula
‘para remisión de los pecados’ tiene siempre y por necesidad el sentido hamartiológico
de perdonar/liberar del pecado en que suele ser entendida.
En efecto, los adultos que
acceden al bautismo tras un catecumenado más o menos intenso, están ya
justificados por los actos de fe, esperanza y amor y arrepentimiento de su vida
pasada. Y, sin embargo, se les bautiza “para remisión de los pecados”. De nuevo
aquí, la palabra ‘pecado’ y la remisión del mismo, no expresa la necesidad y el
hecho de que el bautizado pase de una caducada economía de salvación (o
situación de perdición), a la nueva economía de Gracia que se otorga en Cristo.
En caso de que el bautizado fuese un piadoso’ judío o un ‘piadoso’ musulmán, la
presunción del estado de gracia en él se puede tornar alta certeza moral.
Finalmente, como se indicaba antes, aunque la gracia bautismal no tenga función
perdonadora de un pecado personal u original inexistentes, siempre mantiene su
función deificadora y, con relación a El Pecado dominador del mundo, la función
de gracia preveniente. Más noble, según san Agustín y Duns Escoto, que la
función liberadora del pecado incurrido».
7. LA ESCATOLOGÍA
CRISTIANA Y LA CREENCIA EN EL PECADO ORIGINAL
Con énfasis oratorio decía Donoso Cortés que el pecado del
hombre/Adán ha llenado la tierra de lágrimas y el infierno de llamas. Él, con
todos sus contemporáneos, tenía nostalgia, añoranza y ‘saudade’ del paraíso
perdido. Porque, perdido el paraíso por el PO, la tierra se llenó de gemidos y
lágrimas y se abrieron las fauces del infierno que de otra manera no existiría.
Por el PO la inmensa masa de millones de seres humanos, durante miles de años,
se ha tornado “masa corrompida -masa de pecado- masa de perdición”. Condenados,
de entrada, a ser tizones del infierno. Si bien la sobreveniente misericordia
de Dios “a unos pocos” los sacará de la masa de perdición y los seleccionará
para la gloria. Extendamos un piadoso velo sobre estas extremosas, lúgubres
afirmaciones provocadas por la creencia en el PO. Hoy nos avergüenzan un poco
estas expresiones de nuestros predecesores en la fe y en la esperanza. Como se
dice en lenguaje coloquial, sentimos vergüenza ajena al leer estos textos.
‘Nos acercamos ahora
al limbo de los niños’. La figura ésta no tiene el empaque teológico y
siniestro del infierno, pero no deja de ser algo ‘curioso’, frecuente y hasta regocijado
tema del folclore popular católico, al mismo tiempo que era tema serio para la
teología profesional.
San Agustín se ocupó en serio del destino ultraterreno de
los niños muertos sin bautismo. Parece, según algunos estudiosos, que la
preocupación de Agustín habría recibido impulso de las visiones que al respecto
contaban las Actas de la mártir santa Perpetua. Mientras estaba en la cárcel le
pareció ver el destino desgraciado de su hermanito Demócrates muerto
prematuramente, sin haber recibido al bautismo: no se le permitía entrar en el
reino de los cielos. Agustín, muy sensible a los sufrimientos de la santa
mártir, aplicó el relato para ilustrar el destino adverso de los niños no
bautizados.
La lógica dura de su teoría del PO le hubiera llevado a poner
el destino de tales niños en el infierno, con Satanás y sus ángeles. Se
horrorizó ante tan cruel perspectiva y preparó para ellos la ‘morada del limbo’. Su situación
teologal venía determinada por la exclusión definitiva de la visión beatífica.
Sufrirían algún tormento, si quiera fuese levísimo = ‘levissima poena’, pues tenían el PO y todo pecado ha de recibir su
castigo, según la ley del talión, sagrada para los primitivos y para tantos
teólogos cristianos. Posteriormente se les concedía una ‘felicidad natural’ a
estos incontables moradores del limbo.
Hay que reconocer que la pregunta por el destino
ultraterreno de los seres humanos que en edad infantil y sin bautismo, desde el
punto de vista cuantitativo tiene una innegable importancia; afecta a una gran
parte de la humanidad. La mortalidad infantil ha sido elevadísima hasta fecha
reciente. Pero es discutible que, desde la perspectiva cualitativa y para la
ortodoxia y para la ortopraxis del creyente viador, tenga similar relevancia.
La única postura prudente, en este caso hubiera sido el silencio, dejar el
asunto a la paternal providencia de Dios, que quiere sinceramente la salvación
de todos los hombres, incluso la de aquellos que, sin culpa, no reciben el
bautismo. Pero los defensores del PO cometieron a mi juicio, una imprudencia y
desmesura intelectual y volitiva al afirmar, con tenacidad, que tales hombres
estaban excluidos del reino de los cielos, por estar manchados con el PO.
‘La figura del limbo
es un subproducto de la teoría del PO’. Sólo en torno a ésta pudo surgir
como cuestión subsidiaria. Toda la teoría del limbo de los niños se considera
hoy plenamente superada, con toda justicia. Se quebrantaban en ella principios
más valiosos y seguros de la antropología teológica. Nominalmente éste, que es
de importancia primera: ningún ser humano, perteneciente a nuestra raza,
consanguíneo, concorpóreo, consustancial con nosotros y con Jesús de Nazaret,
tiene otro fin último que no sea el llamado fin sobrenatural: la visión y el
amor beatificante de Dios. Frustrado este fin, no queda otra alternativa que el
alejamiento eterno, la situación teologal que llamamos infierno. No existe una
felicidad natural, ni en esta vida ni en la otra. Porque no existe y,
probablemente, no pueda existir en tales seres una naturaleza pura, no
destinada a la vida íntima con Dios. Pero, aunque se defienda la ‘naturaleza
pura’ como hipótesis y la posibilidad, de hecho, no existe en la realidad. Este
limbo de los niños está en contra de la teología del sobrenatural recibida, desde
hace siglos, entre los teólogos ‘católicos’. Implica una sobrecarga adicional
para la teoría del PO. Por fortuna, como indicaba, la teología actual se ha
desentendido de la figura del limbo de los niños, como de una idea carente de
cualquier fundamento. Surgió y se mantuvo en dependencia de la teoría madre, el
PO, a la cual intentaba reforzar, resolviendo alguna de sus aporías más
perceptibles.
Desde su origen, y a lo largo de los siglos, la creencia en
el PO ha funcionado como teoría auxiliar en el intento de esclarecer verdades
cristianas más valiosas sobre Dios, sobre Cristo, sobre el hombre, sobre la
Iglesia. Sin embargo, incluso después de haber concedido que ‘los servicios
prestados’ fueron otrora valiosos, la teología crítica del siglo XXI debe preguntarse si aquella función
clarificadora la sigue cumpliendo la teoría del PO en la circunstancia vital
toda entera: cultural, religiosa, teológica, humanista en que nos encontramos.
La reflexión que hemos realizado en este capítulo me parece permite esta prudente
conclusión: “la teoría del PO, lejos de
clarificar nuestro sistema católico de creencias en los mencionados puntos
neurálgicos, arroja sobre ellos notable oscuridad”. La mancha del PO les
afecta desfavorablemente, tanto a nivel de la ortodoxia como de la ortopraxis.
Y también en el momento de comunicar estas verdades al hombre de nuestro
tiempo, sea él creyente o increyente.
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