V.
IMPLANTACIÓN DE LA
DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL EN EL CRISTIANISMO Y EN LA CULTURA OCCIDENTAL
En páginas anteriores hemos descrito el primer brote, lo
que llamaríamos primera raíz, del dogma del PO dentro de la historia cultural y
religiosa de Occidente. Dando un paso más, recogemos nuevos datos sobre el
proceso mediante el cual esta teoría logró su primera implantación, que resultó
tan generalizada y firme a lo largo de quince siglos. Ya se ve que se trata de
un tema histórico de relevante interés, pero también muy amplio para ser
tratado con detención en un solo capítulo. Nos ceñimos a hacer una mención
rápida de los motivos que, a juicio nuestro, han sido determinantes en esta
implantación, en la ‘recepción’ de la doctrina del PO dentro del mundo
occidental, con las características señaladas.
La implantación de la tesis del PO ‘en Occidente’ es, en su primer momento, el resultado inmediato de
la polémica que el obispo de Hipona mantuvo con los pelagianos. Afirmaban éstos
que todo hombre entra en la vida inmune de todo pecado, dotado por el Creador
de una naturaleza sana, íntegra, tan buena como la que habría recibido Adán en
el paraíso. Esta naturaleza buena, dotada de perfecta libertad, es la primera y
radical ‘gracia/don’ concedido por
Dios al hombre, creado a su imagen y semejanza. Agustín, como es sabido, afirma
que todo hombre nace en PO: naturaleza viciada, corrompida, masa de pecado y de
condenación. Al católico del siglo XXI le puede resultar muy desagradable, del
todo inaceptable esta dura afirmación agustiniana, infamante para la raza
humana. ¿Por qué, sin embargo, triunfó en al cristiandad occidental del siglo V
y en siglos posteriores en forma tan completa?
1.Triunfo de la
gracia, triunfo del pecado original
Pienso que la razón decisiva del triunfo de la tesis
agustiniana sobre el PO en el siglo V, en siglos posteriores y hasta fecha
reciente, es ésta: la existencia del PO fue proclamada por Agustín como verdad
del todo indispensable para defender esta otra verdad nuclear del cristianismo:
“Cristo salvador único, universal de los
hombres. ¡Para no desvirtuar la Cruz de Cristo!”. Para eso, pensaba
Agustín, es indispensable afirmar que todo hombre nace en PO. De no ser así, no
tendría sentido proclamar a Cristo como Salvador universal y necesario de todos
los seres humanos, sin excepción, incluidos los recién nacidos. Los pelagianos
tenían, a mi juicio, ‘toda la razón’
cuando afirmaban que todo hombre entra en la vida con una naturaleza sana,
íntegra, inocente, sin pecado alguno. Pero ‘se
equivocaban’ al deducir: por tanto, no tiene ya necesidad absoluta de la
gracia del Salvador. Agustín tenía ‘toda
la razón’ cuando afirmaba que la gracia es absolutamente necesaria para
vivir cristianamente y conseguir la vida eterna. Pero ‘se equivocaba del todo’ al deducir: no existiría tal necesidad del
Salvador si la naturaleza no estuviese viciada, corrompida por el PO. El
teólogo católico del siglo XXI puede liberarse de entrambas falacias
argumentativas y del concomitante y correlativo contenido doctrinal, mediante
la “teología
del sobrenatural”, desconocida por Agustín y por Julián de Eclana. Esta
teología recoge y armoniza el legado agustiniano sobre la gracia y el legado de
Julián de Eclana sobre la bondad connatural del hombre [La teología
específicamente católica del sobrenatural se encuentra ya formulada con
claridad en el siglo XIII-XIV por obra de Tomás de Aquino y de Duns Escoto. Fue
perfeccionada en la polémica d la Contrarreforma contra bayanos y jansenistas.
En esta teología del sobrenatural encontraban la mejor arma dialéctica para
rechazar la doctrina protestante y jansenista sobre el PO, y sobre las
relaciones entre la naturaleza y la gracia. La teología del sobrenatural
permite a los católicos explicar la impotencia soteriológica del hombre y la
plena necesidad de la gracia, sin recurrir a la complicada y oscura teoría del
PO].
2.Pesimismo religioso y social del mundo antiguo
Los primeros siglos del
cristianismo y los últimos del paganismo coinciden en compartir un pesimismo
generalizado y profundo según propone, en forma convincente, E. Dodds. En
consecuencia, todo el Imperio romano hervía en religiones y filosofías de tipo
soteriológico. Los primeros predicadores cristianos vieron en esta situación
una ‘preparación evangélica’, una oportunidad para aculturar/inculturar su
Mensaje sobre Jesús de Nazaret, Salvador único y necesario. Tomaron en sus
manos el mito pagano de la caída original y la consiguiente degradación general
de la sociedad, lo profundizaron y ‘magnificaron’ hasta convertirlo en la
grandiosa doctrina del grandioso y universal PO, según se ha expuesto. Para
liberar al mundo de la honda miseria provocada por la caída/pecado original, Dios ofrece un Salvador, el Mesías Jesús.
Un lector crítico puede
preguntar si tal inculturación era la única posible, ya en aquel tiempo. Y,
sobre todo, si se puede dar como definitiva para todos los tiempo. Respecto a
lo primero conviene advertir que las estructuras culturales, filosóficas que
utilizaban los creadores de la teoría del PO para vehicular el Mensaje eran ya
sesgadas, selectivas, incompletas. Como se ha indicado anteriormente,
utilizaban con profusión las categorías del mito, de la filosofía neoplatónica,
del gnosticismo, la figura del ‘hombre caído’. Pero marginaban las filosofías y
los recursos culturales de la antropología aristotélica y estoica. Éstas
propiciaban un humanismo más equilibrado y más optimista, como se ve en la
antropología cristiana del obispo Julián de Eclana. Desde el interior del
cristianismo, la teoría del PO se elaboró sobre la base de una visión de la
acción salvadora de Cristo (soteriología) y de la gracia (caritología) de signo
primordialmente liberadora del pecado. ‘Visión
hamartiocéntrica’, centrada en el PO. Marginaron,
dejaron en segundo plano la prioridad de la salvación y de la gracia ‘elevante’, peculiar del cristianismo
oriental. En ella prevalece del todo la ideada la salvación/gracia como ‘elevación, plenificación, deificación del
hombre’. Elevación y deificación que el hombre necesita en absoluto, aunque
(por hipótesis) no tuviere pecado ninguno, ni siquiera el imaginado,
omnipresente PO. Al proponer el Mensaje, se utilizaba como preferencia el
método apologético de ‘negatividad’,
en desventaja de un método de ‘positividad’.
Lo correcto es decir que la gracia se ofrece, ante todo, para plenificar,
graciosa y gratuitamente, la naturaleza; y no, primariamente, para llenar el
hueco abierto por el PO. En esta teoría, Dios, Cristo en su obra, aparecen como
el ‘Tapahuecos’ -tapagujeros- de la miseria humana, como criticaba D. Bonhoeffer.
Como un ‘Bien de ocasión’. Tal teoría la denunciaba el beato J. Duns Escoto,
con energía, como ‘muy irracional’.
3.La imponente
autoridad doctrinal de Agustín de Hipona
Podemos dar la razón a A. Harnack cuando afirma que el
agustinismo es una de las características esenciales del cristianismo de
Occidente. Éste sería evangélico, occidental, latino, ‘agustiniano’. Por lo que se refiere al PO, la índole ‘agustiniana’
de tal doctrina es del todo absorbente. Sin duda Agustín es, por excelencia, el
‘doctor de la gracia’. Pero, como se ha indicado, su enseñanza sobre la gracia
la propuso inseparablemente unida a su enseñanza sobre el PO. Por ello al lado
de su honorable título de ‘doctor de la gracia’ podría llevar el triste
calificativo de ‘doctor del PO’. Aunque sea en forma concomitante, pero
irrenunciable para él.
La doctrina del PO, en cuanto dependía de factores
externos, se impuso en Occidente por la autoridad, tanto religiosa como
jurídica, de los concilios de Cartago (a. 418) y Orange (a, 529). Al aprobar la
doctrina sobre el PO, los obispos africanos actuaban bajo la influencia
hegemónica del obispo de Hipona. Los textos de estos concilios reproducen, se
ve claro, textos del Agustín antipelagiano. Estos concilios no son e4cuménicos.
Sus textos fueron poco conocidos y, en parte, ignorados durante la primera Edad
Media. Por tanto, queda ‘la autoridad’ de Agustín como máximo apoyo para el
asentamiento inicial de la teoría del PO.
Sin embargo, parece que el propio Agustín quiso quitarse
protagonismo personal en esta polémica, y protesta con evidente énfasis: “No he
inventado yo el PO. Lo confiesa desde antiguo la Iglesia”. En ningún momento de
su actividad teológica quiso apoyarse tanto en la Tradición como a la hora de
defender l a existencia del PO contra los innovadores pelagianos. Y, dentro de
la Tradición, el ‘sentir del pueblo cristiano’ ocupa un puesto privilegiado.
Obviamente, este ‘pueblo cristiano’ es el pueblo de África del norte. En esta
línea recordamos la observación de G. Bonner, que aceptan otros estudiosos. Las
comunidades cristianas del norte de África deban importancia excepcional al
bautismo de los recién nacidos. Circulaba entre la gente cristiana el relato
del martirio (passio) de Perpetua y
Felicitas. Allí se dice que las oraciones de Perpetua liberaron de los
tormentos de la otra vida a un hermanito de ella que había fallecido sin
bautismo. Esta visión se basa y, al propio tiempo, afianza la creencia popular
de que los niños que mueren sin bautismo son excluidos del reino celestial.
Además, la religiosidad y la credulidad popular se mostraba muy preocupada por
limpiar a los niños de la mancha que lleva consigo el proceso de generación y
alumbramiento del nuevo ser humano. Creencia también generalizada y fuerte
entre los cristianos de la época era que el hombre nace bajo el dominio de
Satanás, el príncipe de este mundo. Tal creencia no era para ellos una simple
metáfora o símbolo. Tenía el realismo y la tenacidad de una superstición. Y, al
mismo tiempo, la sacralidad de un dogma incontrovertible y divinal.
La creencia popular en que el ser humano nace ‘manchado’
por alguna culpa ancestral, tiene precedentes en los mitos paganos, según hemos
indicado. Como señalan algunos investigadores, el maniqueísmo, el gnosticismo
y, sobre todo, ‘el encratismo’, a
todo el proceso de generación de un ser humano, lo calificaban de ‘fornicación’
(porneia). Sólo el bautismo logra
borrar esta mancha, librar del dominio de Satanás y preservar de la condenación
eterna. El dogma ‘agustiniano’ del PO tenía un apoyo popular muy amplio. “Lo
cual explica el triunfo final del punto de vista africano, mejor que e4l peso
de una sola personalidad, aunque sea la de Agustín”. Podríamos, pues, decir que
el dogma del PO es, en diversos grados y matices, un dogma popular, africano,
agustiniano, occidental. Así empezó su andadura por la historia de Occidente.
Es indudable que, tanto Agustín como la posterior teología
occidental, buscaban en al Biblia su principal apoyo para proponer la doctrina
del PO. No es preciso insistir en un hecho tan claro. Por mi parte, siguiendo
la mejor exégesis católica actual, pienso que la teoría del PO no tiene base en
la Escritura: ‘no es doctrina bíblica’. Tampoco es doctrina ‘tradicional’ en el
sentido riguroso y crítico de la palabra.
4.El agustinismo
político y el pecado original
Bajo este epígrafe podría hacerse mención, y no más, de
los factores de orden político y social que contribuyeron al triunfo de la
tesis agustiniana sobre el PO frente a la tesis pelagiana y, en última instancia,
a la prevalencia de una visión del hombre sobre la otra.
E. Pagels desarrolla este tema con interés bajo el título “La política del paraíso”. En la era
patrística estaba extendida la convicción de que la vida de la primera pareja
en el paraíso era el paradigma perenne de la vida humana individual y social,
tal como Dios la había inicialmente proyectado y establecido. Según expone
Pagels, todos los Padres participaban de la creencia de que Dios había dado al
hombre el dominio sobre todas las cosas creadas, pero no el dominio sobre los
demás hombres. El hecho histórico, experimental, tan hiriente, de que unos
hombres ejerzan ahora dominio y hasta tiranicen a otros hombres, sólo se debe a
que, por el comportamiento de Adán, la humanidad se encuentra en situación de
pecado. ‘El hombre caído’ habría
perdido el poder/facultades para gobernarse a sí mismo mediante leyes justas.
De una naturaleza viciada sólo leyes e instituciones sociales viciadas pueden
proceder. Por la redención de Cristo era de esperar, según se proclamaba, que a
la humanidad se le haya restituido todo aquello que había perdido en el primer
Adán. Por tanto, al menos en la Iglesia y la sociedad civil cristiana, no
debería existir la autoridad dominativa, el dominio de un hombre sobre los otros
hombres.
Pero la sociedad cristiana, regida ya por emperadores
cristianos, estaba soportando la autoridad dominativa e incluso abusiva y
tiránica de tales emperadores cristianos, en forma similar a la ejercida por
los emperadores paganos. Esta situación, interpretan los teólogos cristianos,
es efecto, ‘castigo divino’ por el PO
y por los pecados personales que inevitablemente le siguen. Incluso en los
bautizados, dentro de la Comunidad cristiana, los poderes coactivos tienen su
origen y justificación, al menos mediatos, en el PO. De ahí dedujeron esta
conclusión de política práctica: como la sociedad humana posterior a la caída
(postlapsaria) no tiene capacidad para gobernarse correctamente, es
indispensable que se deje guiar por la Ley del Evangelio. Pero es la autoridad
eclesiástica, en última instancia ‘el
Papado’ el que posee el poder de predicar e interpretar el Evangelio. Por
tanto, ‘la autoridad civil ha de
ejercerse bajo la dirección de la autoridad eclesiástica, especialmente del
Papa’. Tenemos que señalar aquí el primer paso hacia la elaboración de lo
que se ha llamado más tarde ‘agustinismo político’. Volveremos a encontrarlo
más desarrollado en épocas posteriores, en la Edad Media y hasta en el siglo
XIX.
Puede aceptarse la tesis de P. Brown de que este
incipiente agustinismo político es el iniciador del fenómeno histórico de la ‘Inquisición eclesiástica’. Capítulo
notablemente doloroso en la historia del cristianismo occidental -si bien no
fue precisamente la católica la más dura-. La Inquisición tiene como justificación sociológico-histórica los
extremismos de los donatistas, albigenses, cátaros y otros herejes. Pero
también buscaba una justificación teológica: el pelagianismo fue declarado como
peligroso para el Imperio y para la Iglesia. La peligrosidad social de esta
doctrina estaría en que, al exaltar el poder y capacidad de autogobierno propia
de la libertad natural, en su integridad creatural, se dotaba al individuo y a
l a sociedad de mayos capacidad para gobernarse a sí misma mediante leyes
justas, éticamente sanas y honestas, sin necesidad de recurrir a la autoridad
de la Iglesia para recibir normas de buena conducta civil y social. La doctrina
pelagiana al conceder mayor libertad al hombre, al ciudadano para el
autogobierno (autonomía) se oponía tanto al autoritarismo político como
eclesiástico. Y por ello fue perseguida. Volveremos sobre el tema de la
relación entre poder político y PO en la posterior sociedad occidental.
5.El pecado
original, ¿dogma popular o dogma plebeyo?
Julián de Eclana reprochaba a Agustín el que se apoyase en
el vocerío de la gente, en el pueblo bajo, para defender su teoría del PO. En
este contexto califica él a esta teoría de ‘dogma
popular’. Entendiendo la palabra ‘popular’ en sentido de ‘plebeyo’ como una
descalificación. Agustín no tiene inconveniente en aceptar el calificativo,
pero dando a la palabra ‘popular’ otro sentido. ‘Pueblo’ aquí hay que
entenderlo en el sentido noble de la palabra, como en la frase “el Senado y el
Pueblo romano”. Por eso, es posible hacerse la pregunta: la enseñanza sobre el
PO ¿es un ‘dogma popular’ (del pueblo de Dios) o tal vez un ‘dogma plebeyo’,
propio de la plebe, de gente inculta, de ruda sensibilidad moral y religiosa?
Julián de Eclana califica de ‘dogma plebeyo’ al PO por ser
la ‘plebe’ gente de baja extracción social y moral, la que profesa esta
doctrina. La gente baja, el vulgo, acepta la doctrina del PO porque favorece
una moral laxa; les descarga de la obligación de imponerse un trabajo serio
para su mejoramiento moral. Esfuerzo que sería inútil, pues la libertad está
congénitamente viciada, es un “libertad esclava” (Agustín). Esta teoría lleva
consigo la propensión inconsciente a evadir la responsabilidad personal. Dado
que el ‘hombre caído’ en el PO está sujeto, por castigo divino, a la ‘dura
necesidad de pecar’, a la invencible concupiscencia, según Agustín. Las almas
plebeyas desprecian los esfuerzos de las almas nobles, cuando éstas se
esfuerzan en practicar virtudes más altas.
Agustín responde que no intentará Julián llamar ‘plebe’ a
obispos como Cipriano y Ambrosio y otros que siguen su opinión. Infama Julián
al pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, llamándole plebe. Esta gente del pueblo no
sabe expresar sus creencias en términos de la dialéctica y categorías de Aristóteles
(como hacía Julián), pero tiene seguras estas verdades cristianas elementales:
Dios no puede castigar a los niños con ‘tanta miseria’ si no tuviesen pecado;
Cristo es salvador también de los niños, luego tienen pecado; el bautismo se
otorga a los bebés ‘para remisión de los pecados’, luego tienen pecado. Y ¿qué
otro pecado puede tener un bebé, si no el PO?, pregunta, retórico y triunfador,
el obispo de Hipona. Sin embargo, la falsedad de esta serie de argumentos
agustinianos es bien clara para la teología católica actual. Así lo he mostrado
reiteradamente, en anteriores escritos.
6.Los pelagianos,
enemigos del paraíso
Al negar el PO los pelagianos no pudieron menos de negar
todo lo que implica la ‘teología de Adán’, nominalmente la realidad del idílico
paraíso tradicional. Pensaban que la situación, tanto teológica como
psicológica y humana integral de Adán, no podía diferir gran cosa de la
nuestra. Agustín encontró aquí otro motivo muy popular y populista para atacar
a los pelagianos. Con gran énfasis retórico, con reiteración, con frase
estereotipada y hasta con ironía habla del ‘paraíso pelagiano’, y califica a
los pelagianos como “enemigos del paraíso”. Horrorizado, describe este paraíso
pelagiano lleno de las miserias de los niños y de toda la humanidad, de los
dolores de las madres parturientas. Y, sobre todo, lo
que era más intolerable para Agustín: en esta paraíso ‘pelagiano’, como ahora
ocurre en la tierra, también habría estado desenfrenada la concupiscencia, a la
que él llama “vergonzosa líbido” (pudenda
libido) que amarga la vida a los hombres más santos [¿No podría aquí alguien preguntar cómo puede
compaginarse amargura y santidad? ¿Puede un santo estar amargado?]. Con evidente intención acude al sentimiento, al
corazón de los fieles, para repudiar semejante ‘paraíso’: no quieras oscurecer
el esplendor de la verdad con la nube de vuestro error. “El corazón de los fieles piensa en un paraíso de Dios que la cause
placer, no amargura”. Ironiza Agustín sobre este paraíso donde existirían
todas las miserias que ahora nos abruman. Sería un paraje imaginario que a la
entrada llevase esta inscripción: ‘Paraíso
de los pelagianos’. Todo él lleno de tantas miserias como el planeta tierra
en que ahora habitamos los desterrados hijos de Eva. En el ambiente en que
vivía Agustín y para el propio Agustín la creencia en el PO podría ser, sin
duda, noblemente ‘popular’. Pero también podría contener rasgos de plebeyez y
populismo, como diríamos ahora.
Es notable la audacia intelectual y hasta la genialidad de
Julián de Eclana al eliminar, ya en el siglo V, la teoría del PO con toda su
parafernalia de paraísos ilusorios. Pero pagó cara su genialidad. Porque la
repulsa pelagiana del paraíso puso en manos de Agustín un motivo de notoria
garra popular, ‘populista’ (de demagogia cultural y religiosa) y sentimental a
favor del PO. Los pelagianos privaban a la gente cristiana, de la nostalgia, de
la ‘saudade’ del paraíso terrenal y,
por ello, de la ilusión y empeño por poder recuperarlo. El ‘paraíso’ bajo
diversas representaciones (edad de oro, mansión celeste, convivencia con los
dioses, mito del milenio) ha sido una de las más afianzadas ilusiones,
esperanzas, añoranzas, nostalgias, ‘saudades’,
utopías de la humanidad hasta el día de hoy. Parece como si durante siglos, la
humanidad entera hubiese hecho suyas las palabras que el poeta Calderón pone en
boca de Segismundo: “Yo sueño que estoy
aquí/ de estas prisiones cargado/ y soñé que en otro estado/ más lisonjero me
vi”. Mientras la gente del pueblo crea que hubo un primer paraíso, aunque
ahora lo llame ‘paraíso perdido’, pervivirá en el subconsciente colectivo la
secreta ilusión y esperanza de que el paraíso puede ser recuperado. Pero, si
nunca existió el paraíso, inconscientemente se pasa a sospechar y pensar que el
‘paraíso’ no es el destino del hombre, que la felicidad no está hecha para el
ser humano.
La doctrina del PO hizo su entrada en el sistema de
creencias del cristianismo occidental porque se la consideró verdad
absolutamente indispensable para proclamar a Cristo como salvador universal.
Una teología crítica debe preguntarse si, para mantener en su pleno vigor la
eficacia salvadora de la Cruz, es indispensable recurrir a la hipótesis/tesis
del PO. Seguro que no. Pero hubo otros factores de tipo más humano, hasta
demasiado humano, de índole cultural, social y política que propiciaron esta
aceptación. No debe desconocerse la dosis de sentimentalismo, de populismo; el
influjo de las creencias atávicas, de credulidades y hasta de supersticiones
que acompañaron el establecimiento del ‘dogma’ del PO en el siglo V. Y que, en
parte, continuaron vigentes hasta nuestros días.
Para conocer los posteriores avatares de la teoría del PO
agustiniana y cristiana, firmemente afianzada en la cristiandad ‘occidental’, remitimos a la historia de
la teología. Católicos, jansenistas, protestantes sometieron a la enseñanza
inicial agustiniana a modificaciones profundas y dispares que es indispensable
tener en cuenta en lo sucesivo. No precisamos entrar ahora en detalles.
Suponemos que el lector tiene una información general suficiente sobre estos
temas. Y, en parte, y en la medida en que se necesite, aparecerán en los
capítulos siguientes.
En el número 304 de la revista Concilium (febrero 2004),
se exponen los motivos por los cuales surgió en su día y se mantiene hoy en
pleno vigor la controversia sobre el PO. Sin embargo, no se da el debido
relieve al motivo radical por el cual Agustín ‘inventó’ la teoría del PO y por
el cual los teólogos cristianos la han mantenido hasta ahora, “¡para no desvirtuar la Cruz de Cristo!”
(ne evacuetur Crux Christi); pero
para salvaguardar la necesidad absoluta de la redención de Cristo, hay que
mantener la doctrina del PO.
Por nuestra parte, reflexionando sobre el tema, hemos
realizado la operación mental que los lógicos llaman ‘retorcer el argumento’: para ¡no desvirtuar la Cruz de Cristo!,
para explicar en profundidad la necesidad absoluta de la gracia, es
indispensable prescindir de la teoría del PO.
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