domingo, 31 de marzo de 2019

CONSERVADURISMO POLÍTICO Y SOCIAL DEL SIGLO XIX Y EL DOGMA DEL PECADO ORIGINAL


VIII.     
CONSERVADURISMO POLÍTICO Y SOCIAL DEL SIGLO XIX Y EL DOGMA DEL PECADO ORIGINAL

Un motivo primordial, no el único, de por qué la cristiandad occidental se opuso tenazmente a la Ilustración era el peligro que ésta representaba para el dogma eclesiástico del PO, con las concomitancias antropológicas y políticas que llevaba consigo. Por su parte, los Ilustrados veían este dogma como ‘el máximo obstáculo para cualquier progreso humano deseable y posible’. Lo hemos visto anteriormente. A lo largo del siglo XIX, la Iglesia se encontró en lucha tenaz contra el liberalismo y el socialismo. De nuevo aquí, para ‘justificar el inmovilismo y conservadurismo’ de tantas personas e instituciones, de tantas ideas y prácticas, los teólogos e intelectuales católicos acuden a reavivar su creencia en el PO (con su constelación de afirmaciones antecedentes y consiguientes), a fin de contener el avance del humanismo y cultura secular, civil, que era un ‘falso progreso’, como decían ellos.

1.Situación y mentalidad general

La sociedad occidental de confesión católica ha vivido durante siglos con la convicción generalizada de que la raza humana se encuentra en un destierro, en un valle de lágrimas y de miseria, efecto de un ‘castigo de Dios’. Como si el planeta tierra fuese para los humanos, una especie de ‘penitenciaría’, como decía, hablando extremosamente, el filósofo Schopenhauer. Ya hemos visto que estimaban como castigo divino la existencia de la autoridad política coactiva y dominadora, a la que era necesario aguantar sin rebelarse, pues sería rebelarse contra Dios mismo. La propiedad privada y el trabajo fatigoso también eran secuelas del PO, según hemos comentado.
En este contexto religioso y cultural resultaba normal e inevitable que el hombre cristiano, al menos los más piadosos, se creyeran obligados a aguantar las miserias de la vida y de la sociedad con total y ‘devota resignación’, en vez de intentar superarlas con esfuerzo tenaz e inteligente. Semejante esfuerzo de superación podría ser interpretado como un secreto o no tan secreto impulso de rebelión contra la disposición del Creador quien, con toda justicia, habría expulsado al hombre del paraíso. Podría desvelarse aquí un amago de rebelión prometeica, un intento titánico de quitar a la Divinidad el gobierno de la historia. No cabría sino la aceptación resignada y cansina de los hechos y situaciones establecidos. Soportar los acontecimientos, las instituciones, como ‘castigo’ divino, impuesto por el PO.
En el siglo XVII decían los jansenistas que los hombres deberían hacer penitencia durante toda la vida por el PO (DS 1308). Afirmación extrema, reprobada oficialmente por la autoridad de la Iglesia católica. Pero el caso delata la existencia de una ambiente general que se verá confirmado más adelante.
Es conocido el caso ocurrido a mediados del siglo pasado (a. 1853). Ciertos teólogos anglicanos protestaban porque a la reina de Inglaterra se le aplicase cloroformo para aliviarle los dolores del parto. Esta práctica, decían, implica una flagrante vulneración de la disposición/castigo divino: “parirás los hijos con dolor” (Gn 3,16). A principios del siglo XIX se iba haciendo común la vacuna contra la viruela, con indudable eficacia. El papa León XII se creyó en la obligación apremiante de hacer esta solemnísima advertencia pastoral: “Quien acude a esta vacuna deja de ser hijo de Dios… la viruela es un juicio de Dios… la vacunación es un desafío dirigido al cielo”. Algunos pastores anglicanos decían que el cloroforma aplicado como remedio terapéutico a los varones sí era lícito, pues Dios lo había aplicado al primer varón para sacarle la costilla de la que formó a Eva. Pero no era lícito aplicarlo a las mujeres en el caso del parto [Textos en B. Rusell, Religión y ciencia, México 1973-74. U. Ranke Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos. La Iglesia católica y la sexualidad, Madrid 1994, 269. E. Vilanova, Historia de la teología cristiana, Barcelona 1992, Vol. III, 517].


2.El dogma del pecado original frente al avance del socialismo

Es conocida la imputación que el marxismo ha hecho a las Iglesias cristianas: pretenden paliar y hasta justificar las hirientes desigualdades sociales, la opresión de los capitalistas sobre las masas proletarias, mediante el recurso a que tales hechos, sin duda dolorosos y lamentables, son ‘justo castigo divino’ por el PO. Hay qu e aceptar el actual orden social y económico con resignación. El socialismo europeo comenzó a combatir las desigualdades sociales en nombre de un humanismo que, en última instancia y según piensan muchos estudiosos hoy en día, hunde sus raíces en la cultura cristiana occidental dentro de la cual había surgido. Sin embargo, destacados controversistas católicos no se privaron de acudir al inevitable, omnipresente, sacrosanto dogma del PO, como razón fortísima para oponerse a los atrevimientos del pseudoredentor movimiento socialista.
F. Sardá y Salvany ha sido ferviente apologista de la doctrina del PO. Recogemos el testimonio enfático y solemne de este destacado apologista del catolicismo en España, en la segunda mitad del siglo XIX. Dentro de unos textos largos y cargados de vibrante retórica, subrayamos algunos más significativos para nuestro intento: “El socialismo sostiene que la desigualdad social entre los hombres, este repugnante y odioso desnivel que hace que unos naden en la abundancia y otros estén abatidos en la última miseria, nace de la mala organización de la sociedad…. Por eso dicen: cambiemos el orden existente, arrasemos lo que sobre las bases antiguas ha venido construyéndose y construyamos sobre otra base el edificio social… El catolicismo ve la desigualdad de clases, deplora l as aflicciones de la pobreza; pero para repararlo no lo atribuye a la imperfección o mala organización de la sociedad, sino a la imperfección de los hombres que componen la sociedad. El catolicismo enseña que el hombre fue creado por Dios en estado dichoso, del cual cayó por una primera desobediencia. Desde entonces, lo que hubiera sido para todos un paraíso terrestre ha venido a convertirse en un valle de lágrimas; los que hubiéramos debido ser, sin trabajo alguno, señores de todo, somos ahora esclavos de mil necesidades y hemos de redimirnos en lo posible de la esclavitud co nuestros esfuerzos, con nuestros sudores. Desde entonces la tierra no nos brinda espontáneamente sus frutos, sino que hemos de arrancárselos a viva fuerza con nuestro ingenio o nuestro trabajo. Y el ingenio y el trabajo no pueden ser iguales, entre los hombres… En resumen, el socialismo atribuye la desigualdad de fortunas a una mala organización de la sociedad. El catolicismo atribuye la desigualdad de fortunas a la desigualdad de los hombres degenerados de su primer estado por el PO”.
En otro texto insiste: “El catolicismo y el socialismo, digo, se encuentran ambos frente a frente del hecho doloroso de las desigualdades sociales. Pero el primero, ‘partiendo del dogma revelado del PO, ve en eso una consecuencia del estado decaído de la naturaleza humana’; el otro, suponiendo al hombre ‘no caído’, sino perfecto, ve en lo mismo tan sólo una consecuencia de cierta mala organización de la sociedad”. Frente a las sangrantes desigualdades entre ricos y pobres, el catolicismo recuerda que sólo Dios es el dueño de todo; recuerda la fugacidad de esta vida y la felicidad eterna, “predica al rico mucha moderación y mucha caridad y al pobre mucha resignación y mucha paciencia”. Que Dios es “Señor de los ricos y de los pobres, y dueño de los harapos de éste como de los tesoros de aquel” [“Pocos textos existen tan tajantes para comprender, desde estos presupuestos, la actitud práctica de los católicos de aquella hora para resolver el problema social. Su idea es que el pauperismo y las desigualdades sociales son un mal inevitable. Intentar un cambio estructural de la sociedad les parece una utopía, un inconformismo tan vano como irreligioso, pues se empeña en traspasar los límites insalvables de la naturaleza pecadora. Rechazan así, por principio, todo intento de reforma estructural como opuesto al orden establecido y al sacrosanto derecho de propiedad, la acción social queda encerrada en el marco estrechísimo de la iniciativa individual, que sólo puede ser estimulada por motivos religiosos.” M. Revuelta González, Historiador].
Muchos católicos del siglo XXI desearían que tales textos, cargados de reflexiones impertinentes, no se hubiesen escrito nunca por un hombre que era, sin duda, un cristiano excelente y sacerdote ilustrado e influyente en su tiempo.
La táctica de utilizar el dogma del PO como arma ofensiva y defensiva contra los excesos del racionalismo socialista, encontró un ejemplo de similar contextura mental en la polémica antiliberal del catolicismo decimonónico. Al ‘liberalismo’ lo calificaban los controversistas conservadores de la época como una síntesis de todas las herejías anteriores. Pues bien, también ahora, para quebrantar ‘el orgullo prometeico de los liberales’, se recurre al dogma inagotable del PO. Recojo el testimonio de un escritor de alto nivel cultural, teológico y eclesial, el obispo R. Fernández y Villabuena: “Los liberales, como verdaderos pelagianos, no conocen el estado de tinieblas en que quedó por el pecado nuestro entendimiento, ni la flaqueza e inclinación al mal en que, por el mismo motivo, cayó nuestra voluntad; consideran como una facultad la posibilidad de elegir, y como ejercicio de un derecho humano la elección del mismo mal”.
El texto está entretejido de pensamientos agustinianos sobre el hombre caído y su mísera situación. A base de ellos, el liberalismo es calificado de ‘pelagianismo verdadero’, nada más pertinente que retomar el omnipresente y poderoso dogma del PO para refutarlo con eficacia, como había sucedido con el pelagianismo del siglo V.

3.Dos pensadores políticos del siglo XIX y el pecado original: J. de Maistre y J. Donoso Cortés

Dentro de este apartado podemos hablar de ‘tradicionalismo’, conservadurismo, integrismo, fundamentalismo religioso, teológico, filosófico, político y cultural en general, como fenómenos que, si bien no son del todo idénticos, circulan como inseparables en aquella época, y configuran la mentalidad de grupos influyentes dentro del catolicismo del siglo XIX.
Nos detenemos en dos pensadores de espacial relieve en esa época: el francés J. de Maistre y el español J, Donoso Cortés. La enorme influencia de ambos en el pensamiento político religioso dentro del mundo católico del siglo XIX, merece que les dediquemos peculiar atención. El hecho de que ambos (junto con L. de Bonald) sean considerados por los comentaristas como “Padres seglares de la Iglesia en siglo XIX”, puede ofrecer un punto de reflexión para nuestro trabajo. Como tales, ocupan una posición media y mediadora entre la teología académica, neoescolástica, en clara decadencia durante la primera mitad del siglo XIX, y el pueblo llano, las grandes masas de creyentes católicos. Por otra parte, ambos están en la vanguardia de la lucha doctrinal apologética y de dura polémica frente a la Ilustración, a la revolución francesa, al racionalismo, al liberalismo, socialismo y a todo lo que entonces significaba la modernidad y apertura al progreso. También es muy notable la proximidad mental y doctrinal de ambos pensadores. La influencia de J. de Maistre sobre Donoso Cortés es patente en muchos pasos de los escritos del pensador español. En ambos casos, el motivo doctrinal para oponerse a aquella emergente y pluriforme ‘modernidad’ era, en ambos pensadores, de índole teológica: la concepción del hombre implicada en el ‘omnipotente’ dogma cristiano del PO, en la forma que hemos de precisar. Tal vez no sea ocioso observar que ambos pertenecen a la aristocracia de la época.

El conde José de Maistre (1753-1821) es presentado continuamente como insigne exponente del conservadurismo y hasta del integrismo católico del siglo XIX. La vertiente de su pensamiento que más nos interesa es encuentra en ‘Las veladas de san Petersburgo’.
J. de Maistre está muy preocupado por el problema del mal: por qué sufre el hombre, sin distinción de buenos y malos (I, 24,34); por el problema de la teodicea, por la justificación del comportamiento de la Providencia en el gobierno del mundo. La encuentra en la doctrina del PO. Según ella, hay que decir que, si el hombre se encuentra en tanta miseria, ello “no puede suceder sino en virtud de una degradación accidental, que no podría ser sino consecuencia de un crimen” (I, 64). “Un crimen que se transmite de generación en generación” (I, 77). Los males y sufrimientos de la humanidad tienen su origen en el PO: “El PO lo explica todo y sin él no se explica nada” (I, 60). “El hombre busca en las profundidades de su ser alguna parte sana, sin poderla encontrar: el mal lo ha corrompido todo y el hombre entero es una enfermedad” (I, 65). Y añade: “¿quién puede creer que tal ser haya salido en este estado de las manos del Creador? Semejante idea es tan repugnante, que aun la filosofía por sí sola, hablo de la filosofía pagana, ha adivinado el pecado original” (I, 66). Sin quererlo, en este momento J. de Maistre corrobora el hecho de que el mito pagano de la ‘caída original’ y del crimen ancestral es el precedente cultural e histórico del dogma cristiano del PO, en el sentido en que se ha expuesto antes.
De esta visión del hombre como ser caído, degradado surgen aplicaciones importantes en el plano político social. J. de Maistre combate con energía la teoría roussoniana del contrato social como origen de la sociedad. Según J. de Maistre, ‘el hombre caído’ no tiene capacidad para organizarse en sociedad, para darse a sí mismo leyes que lo gobiernen con justicia. ‘La familia’, base de toda la sociedad, tiene su origen directo en el mismo Dios. El hombre no es capaz de instituirla. Otra de las bases de la civilización, de la cultura, es ‘el lenguaje’. De Maistre insiste en que el lenguaje fue dado graciosamente por Dios al hombre desde el principio. En el siglo XVIII estaba vigente la teoría del ‘buen salvaje’, de roussoniana memoria. De Maistre piensa que el ‘salvaje’ no representa la naturaleza sana, pura y buena en su paso inicial hacia una civilización más avanzada. Es más bien ‘testigo de la humanidad degradada por el PO’. Su lenguaje no es el rudimento de un posterior avance, sino fragmentos de un lenguaje que perdió su primera perfección donada por Dios (II, 64). El hombre, degenerado por el PO, es incapaz de crear por sí mismo, cultura, de progresar hacia la civilización verdadera. Estos bienes sólo pueden conseguirse mediante el cristianismo que contiene la verdad revelada por Dios. Y el cristianismo concentra toda su fuerza creadora de cultura en torno a la figura del Papa, a quien el papista supremo que es J. de Maistre, llama “el Demiurgo de la civilización humana”.
Sobre la autoridad política, J. de Maistre se mantiene en la teoría de la Edad Media, que toda autoridad es instituida directamente por Dios. Dios entrega a Cristo todo poder en el cielo y en la tierra; Cristo entrega todos los poderes a Pedro y sus sucesores, los obispos de Roma. Estos detentan la famosa ‘plenitud de poderes’ en cielo y tierra. Una visión descendente, hierocrática de la autoridad mantenida bajo la influencia de la doctrina del PO.
De la convicción de que el hombre es un ser degradado, surge la idea de que la función primordial de la autoridad ha de ser la de reprimir el crimen, castigar a los malvados. Así la ha concedido Dios a los hombres: “Ha concedido a los soberanos la eminente prerrogativa del castigo de los crímenes, en esto es en lo que principalmente son sus representantes” (I, 38). Digna de ser notada es su manera de insistir en “la divina y terrible prerrogativa del soberano: el castigo de los culpables” (I, 41). Hay una ley divina y visible para el castigo del crimen. Existiendo el mal en el mundo existen necesariamente el crimen y necesariamente el castigo. “La espada de la justicia no tiene vaina, debe siempre amenazar o herir” (I, 43). Se refiere tanto a la justicia humana como a la divina.
Instrumento de esta justicia de Dios siempre flotando sobre el hombre pecador son: ‘la guerra divina y el verdugo divino’ (como los llama J. de Maistre). Y la práctica ancestral de los ‘sacrificios sangrientos’, incluidos los de seres humanos.
La guerra es divina. La razón superficial y el sentido común ven en la guerra una insensatez total, y con razón. Sin embargo, hay en ella algo indescriptible, imponderable, misteriosos motivos por los que la guerra merece el calificativo de ‘divina’. “La guerras es, pues, casi divina en sí misma, puesto que es una ley del mundo” (VII, 285). “Nada hay en este mundo que dependa más inmediatamente de Dios que la guerra” … “A Él pertenece llamarse ‘Dios de la guerra’ (VII, 295). “No sin gran razón brilla el título de ‘Dios de los ejércitos’ en todas las páginas de la Escritura” (VII, 281): “Jamás el Cristianismo, si lo miráis de cerca, os parecerá más sublime, más digno de Dios, y más propio para el hombre que en la guerra” (VII, 280-281). Todas las naciones del universo han visto en la guerra alguna cosa más particularmente divina que en las otras. Es un instrumento divino para castigar a la humanidad llena de crímenes derivados del PO.
El verdugo, ministro de la justicia de Dios. Además de la guerra hay otro ejecutor misterioso de la justicia divina en el ‘hombre caído’: es el verdugo. De Maistre reviste a esta figura de no menor misteriosidad y rango semidivino que a la guerra. Lo dota de una sugestiva grandeza literaria y simbólica. El verdugo es el ejecutor misterioso, sublime, de la justicia divina. Él es objeto de un decreto particular, “el Fiat del poder creador” (I, 42). Toda esta glorificación la merece el verdugo por ser instrumento de Dios para castigar a los hombres corrompidos por el PO [Por haber centrado su cristianismo y su política en torno a la justicia de Dios (a sus ministros, la guerra y el verdugo), a las ideas de culpa y castigo, el conde J. de Maistre podría estar no lejos de ser afectado por la inculpación de Nietzsche de que “el cristianismo es una metafísica del verdugo”, El crepúsculo de los ídolos, Madrid 2002, 86. Un cristiano no debería ofrecer ni texto no pretexto para estos exabruptos de Nietzsche].
Los sacrificios sangrientos. La visión teológica y mística que J. de Maistre tiene de los sacrificios sangrientos, incluso de los humanos, ofrecidos a la Divinidad, tiene su base en la idea de un Dios justiciero y de un hombre degradado por el PO. “La historia nos muestra al hombre persuadido en todos los tiempos de esta verdad espantosa: que vivía bajo la mano de un poder irritado, que no podía ser apaciguado más que por sacrificios” (Los sacrificios, p.430). “La idea del pecado y del sacrificio por el pecado estaban unidas en entendimiento de la antigüedad y en la lengua sagrada” (IX, 351). “Y, puesto que el pecado está en la carne y en sangre, desde allí ha de surgir la inevitable satisfacción. No se engañaba el paganismo cuando hablaba de la redención por la sangre” (Los sacrificios, p. 472). El misterio se descifra en el cristianismo cuando habla de la redención obrada por la sangre de Cristo en la cruz. “La sangre teándrica penetra las almas culpables para borrarles las culpas” (Los sacrificios, p. 470-480). Y cierra este libro con estas palabras. “No hay nada que demuestre de un modo ‘más digno’ de Dios lo que siempre confesó el género humano, antes mismo de que se lo hubieran enseñado; quiero decir la degradación radical, la sensibilidad de la inocencia que paga por el reo y la salvación por la sangre” (Los sacrificios, p. 480). Para J. de Maistre, como consecuencia del PO, el cristianismo parece ser una religión “sangrienta”, por definición.
La ley de la reversibilidad/solidaridad es una de las bases de la teoría del PO. En ella insiste de Maistre: el bien y el mal que cada uno realiza revierte sobre toda la raza humana a la que pertenecemos. Es lo que él llama el ‘dogma de la reversibilidad’. El inocente puede pagar por el culpable. “Todo esto proviene del dogma de la sustitución, cuya verdad es incontestable y hasta innata en el hombre” (Los sacrificios, p. 452). “Y ¿cómo no habría entre nosotros cierta unidad (sea ella la que fuere) cuando un solo hombre nos ha perdido por un solo acto? (X, 379). Dios castiga directamente a la naturaleza pecadora, no exclusivamente al individuo que delinque.
El dogma de la reversibilidad va unido ‘al mito y teología de la pena’. Ya hemos visto cómo este mito ancestral fue transformado por los teólogos cristianos en la principal argumentación teológica a favor del PO. Crimen y castigo son inseparables, “la pena sigue inseparable a la culpa”, decía Horacio. Y J. de Maistre: “Todo dolor es algún suplicio impuesto por algún crimen, actual u original” (III, 113). No hay distinción entre ‘inocentes’ y ‘malvados’. “El niño padece del mismo modo que muere, porque es de una masa o materia que debe padecer y morir, por haberse degradado en su principio” (III, 112-113). “Todo crimen está pidiendo, suplicando castigo” (III, 113). “Culpables mortales y desgraciados, puesto que son culpables” (VII, 281). Cuando la curación del ciego de nacimiento, Jesús niega que el pecado de los padres haya influido en la ceguera natural del hijo. Es decir, niega que el hijo sea castigado por el pecado de los padres. Pero J. de Maistre recurre al mismo subterfugio sofístico que san Agustín, y afirma que, en este caso concreto, no se castiga al hijo por los padres, pero la ley general es que sí se castiga a los hijos por los pecados de los padres (III, 111-112).
El pensamiento y teología política de J. de Maistre se fundamenta sobre estas tres figuras: el Papa, que recibe de Dios todos los poderes y que es “el Demiurgo de la civilización; el Rey absoluto que (mediante el Pontífice Romano) recibe de Dios su autoridad y poder excelso de castigar; el Verdugo, que es ministro misterioso y divinal de la más noble de las funciones de la justicia, tanto divina como humana: la represión de los crímenes que inevitablemente comete la humanidad degradada por el PO.
El papismo ultramontano de este católico, el absolutismo político de este ciudadano, su pensamiento social, están influenciados e incluso podemos decir que giran en torno a la vivencia intensa que él tenía del dogma del PO, clave hermenéutica para su modo de leer y explicar la historia del hombre, del ‘hombre caído’. Y no se olvide la enorme influencia de J. de Maistre en el conservadurismo católico del siglo XIX (algunos incluso le contemplan como un precursor prematuro del fascismo).

Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas (1809-1853). Donoso Cortés es otro de los pensadores más influyentes en el mundo católico europeo, en la primera mitad del siglo XIX. Merecería ser estudiada al detalle la coincidencia existente entre el francés J. de Maistre y el español Donoso en el pensamiento político, en la valoración de las posibilidades del hombre para el progreso y para crear cultura en general. En ambos ‘pensadores’ l a creencia en el PO desempeña una función primordial. Recogemos algunos testimonios tomados de los escritos de Donoso Cortés, de interés para el tema que estamos estudiando.
Donoso hace suya la idea de su gran adversario doctrinal Proudhon: toda teoría política ha de ser estudiada desde su base teológica y, en este caso, anti-teológica (II, 347). Por eso, en forma constante, Donoso basa su pensamiento político en un determinado concepto de Dios y del hombre. El Dios que gobierna el curso de la historia es el ‘Dios justiciero’, que Donoso ve surgir ante la nueva situación pecadora, creada por la caída original. Y el hombre que está en la base de la teología política de Donoso es el ‘hombre caído’, la naturaleza humana viciada por el pecado del protoparente del género humano.
La perfección originaria del hombre. Es una creencia cristiana, que estaría corroborada por la tradición pagana universal sobre la edad de oro de la humanidad. La que hemos llamado ‘teología de adán’ tiene un buen representante en Donoso. Dios había puesto el universo bajo el dominio de Adán (II, 133). Le dotó de ciencia infusa (II, 129). L e reveló todas las ciencias (II, 128). Y, sobre todo, le dotó del instrumento universal de todas las ciencias y del progreso cultural: el lenguaje. El hombre aprendió el lenguaje directamente de Dios. Es imposible que el hombre lo inventara por sí mismo (II, 123-128). Dotado de ciencia perfecta, es obvio que el hombre estaba también ‘dotado del don de la infalibilidad’ (II,23). También la familia es una institución que debe su aparición en la historia a la directa intervención de Dios (II, 123-124).
El enorme pecado de Adán. “La prevaricación de Adán, siendo la mayor de todas las prevaricaciones posibles, debió alterar y alteró, de manera radical, su constitución física y moral” (II, 427). “Porque el pecado de Adán es el pecado de la especie/naturaleza, no sólo de un individuo concreto” (II, 251). “Después de Adán nadie ha pecado como Adán y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos” (II, 477). El baremo para medir la gravedad del primer pecado son los castigos que el justo juez impuso a toda la raza humana por aquel inconmensurable pecado. Un motivo tenaz para los cultivadores de una falsa teodicea que viene arrastrándose desde san Agustín, según sabemos.
La mísera condición del ‘hombre caído’. Los trazos oscuros, pesimistas con que Donoso describe la situación del ‘hombre caído’ no pueden menos de sorprender desagradablemente a un católico del siglo XXI. “No sé si hay algo bajo el sol más vil y despreciable que el género humano fuera de las vías católicas… El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la verdad… Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo” (II, 379). “El hombre no sabe por sí mismo sino blasfemar; cuando pregunta, blasfema, si el mismo Dios que ha de darle la respuesta, no le enseña la pregunta; cuando pide, blasfema, si no le enseña lo que ha de pedir, y cuando hay que pedir, el mismo Dios que le ha de otorgar su demanda” (II, 405; II, 532). Donoso se quedaría asustado si le decimos -con toda razón- que estas expresiones parecen más propias de un rígido pastor luterano que de un creyente católico. Y concreta: “Si el nacimiento, si la vida y si la muerte no son una pena ¿en qué consiste que no nacemos, vivimos y morimos como todo lo demás que vive y muere? ¿Por qué morimos llenos de terrores? Y ¿por qué, cuando nacemos, venimos al mundo con los brazos cruzados en el pecho en postura penitente? Y ¿al abrir los ojos a la luz los abrimos al llanto y nuestro primer saludo es el gemido? (II, 424-425). Ya el filósofo estoico Séneca y el obispo Agustín de Hipona habían dicho que los lloros del bebé al nacer son signo de que entra en la vida castigado por algún ‘viejo crimen’ de sus antepasados. En Adán todos somos uno, todos somos culpables, todos somos penados (II, 424). Todas las tradiciones populares, todos los vagos rumores esparcidos por los vientos, hablan de una falta primitiva que es causa de todos los males físicos y morales de la humanidad (II, 426).
El pecado original y el problema del mal. Los racionalistas, liberales y socialistas estaban hondamente preocupados por el problema del mal en su vertiente social, por los males sociales. Donoso Cortés, fiel a su programa, busca en la teología una respuesta a los males que abruman a la sociedad y la encuentra en el dogma del PO. Los males no vienen de la sociedad, como imaginan los socialistas, sino del interior del hombre, degenerado por el PO (II, 465-468). “Con el pecado del primer hombre se explica suficientemente aquel gran desorden y aquella formidable confusión que sufrieron las cosas al poco de ser creadas” (II, 471). Con esto estamos referidos a la idea de la transmisión perpetua de la culpa. Ahora bien “el dogma de la transmisión del pecado en todas sus consecuencias, es uno de los misterios más temerosos y más incomprensibles y oscuros entre cuantos nos han sido enseñados por la revelación divina… El Dios vivo en actitud de revelarnos este dogma tremendo, más bien que el Dios manso y clemente de los cristianos se nos muestra como el Moloch de los pueblos idólatras, crecido en grandeza y en barbarie, el cual, no contentándose ya con carnes tiernas, para aplacar su hambre devoradora, va sepultando unas después de otras en las cavernas de su vientre las generaciones humanas” (II, 471-472). “¿Cómo puedo ser pecador cuando no peco?” (II, 475). Porque todos y cada uno de los hombres hemos pecado en y con Adán, responde Donoso.
El dogma de la solidaridad: contradicciones de la escuela liberal y socialista. Se dedican a este tema varios capítulos del ‘Ensayo’. La idea central es esta: Sin ideas claras y distintas sobre la solidaridad y unidad del género humano, es imposible construir una doctrina política aceptable. Donoso, como teólogo de la política, piensa que, si no se admite el dogma del PO, no es posible justificar la unidad y solidaridad del género humano: todos pecaron ‘en’ y ‘con’ Adán, y todos son castigados en y por causa de él. Sin esta base teológica no se puede hablar de unidad y solidaridad. Los liberales y socialistas, como no admiten este dogma, no tiene base para hablar de unidad y solidaridad humana (II, 486; 502) [Donoso tiene buenos textos sobre la centralidad de Cristo en la historia. Pero esta buena idea puede quedar estéril en la lejanía y en la abstracción. Porque, a la hora de buscar la raíz primera de la unidad y solidaridad del género humano, y para hablar de ella ante los liberales, la encuentra sobre todo en Adán y en su pecado; y, secundariamente y como para sustituirle, se habla de Cristo y la solidaridad de todos en él].
El dogma del pecado original en la base de todo un sistema político. No parece fácil encontrar otro pensador en el cual el dogma del PO haya sido puesto, en forma tan explícita, como base de un sistema político en sus diversas aplicaciones. Y, a la inversa, no hay sistema en el cual la negación del PO haya sido señalada como ‘el pecado original’ de enteros sistemas doctrinales como el liberalismo y el socialismo.
En la carta en la que presenta su ‘Ensayo’ al cardenal Fornari, Donoso tiene textos muy claros al respecto. Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una relativa a Dios y otra relativa al hombre. La referida al hombre “niega que éste sea concebido en pecado… Supuesta la negación del pecado (original) se niegan otras muchas verdades” (II, 615). Se opone frontalmente al sobrenaturalismo católico, que está negado implícita o explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del hombre” (II, 617). “Supuesta la inmaculada concepción del hombre y con ella la belleza integral de la naturaleza” (II, 621) se da paso a innumerables errores: discusión interminable, libertad de pensar, el parlamentarismo, la libertad de enseñanza, tal como las proponen los liberales y socialistas; la inutilidad de la Iglesia para mejorar al hombre. “De esta manera la perturbadora herejía que consiste, por una parte en negar el PO y, por otra, en negar que el hombre esté necesitado de dirección divina, conduce a la soberanía de la voluntad y a la soberanía de las pasiones” (II, 624).
La guerra divina. El marqués de Valdegamas habla del 2misterio de la guerra” en términos menos duros y menos truculentos que su pariente espiritual J. de Maistre. Pero también para Donoso “la guerra… es hechura de Dios, es un hecho divino. Sí, la guerra es un hecho divino” (I, 71). Esta calificación de la guerra como divina está en relación con el omnipresente PO. La guerra es un gran instrumento elegido por Dios para castigar al género humano universalmente pecador, por el pecado del primer hombre.
La pena de muerte. Es justificada por Donoso con una argumentación basada en ‘el mito y teología de la pena’, por la ley de la reversibilidad, de la sustitución penal. En última instancia por la existencia del PO. La necesidad y urgencia de la pena de muerte responde a “una creencia universal del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada” (II, 522) Y en la convicción de que el inocente expía por los culpables. Argumentos peligrosamente ‘devotos’, inaceptables para el católico del siglo XXI.
El dogma del PO y los sacrificios humanos. De nuevo encontramos resonancias del pensamiento del conde J. de Maistre y de la teoría del PO: estos sacrificios encuentran justificación en el dogma de solidaridad de todos en el pecado de Adán. “Los sacrificios antiguos, aunque imperfectos e ineficaces, contenían en sí virtualmente el dogma del PO, el de su transmisión, el de la solidaridad y el de la reversibilidad y el de la sustitución” (II, 521).
El error fundamental de la teoría de la perfectibilidad (humana) y del progreso (II, 152-157). Su obra ‘Bosquejos históricos’ es una especie de ensayo que anticipa el ‘Ensayo’. Donoso dedica varias páginas a atacar a la idea de la posibilidad del progreso indefinido de la humanidad, propuesta por liberales y socialistas. Estos “aseguran que el hombre fue creado por Dios, lo fue de mala manera, torpe y flaco” (II, 150). “Según la ley que llaman del progreso, los hombres han comenzado por vivir una vida áspera y salvaje, que se ha ido perfeccionando hasta el estado actual. El cual irá pulimentándose y perfeccionándose hasta realizar, en este bajo suelo, el bello ideal de una perfección absoluta” (II, 149). Donoso califica esta teoría como “demencia mono maníaca, auténtica locura”. “No sé si mis lectores habrán observado que todos los locos son racionalistas” (II, 153).
La teoría racionalista (liberal, socialista) de la ilimitada perfectibilidad y progreso ilimitado, queda rechazada por Donoso desde sus primeros presupuestos: la familia y el lenguaje, porque ambos “fueron resultado de una creación simultánea” (II, 149). Son de directa e inmediata institución divina. Dios no creó al hombre como simple ‘individuo’, sino en familia, a imagen de la familia divina (II, 360-362).
El lenguaje. Sobre este otro fundamento del progreso, también dice Donoso que el hombre aprendió directamente de Dios el lenguaje (II, 147). Es absurdo pensar que el hombre inventase por sí mismo el lenguaje (II, 145).
Además de la incapacidad para el progreso creada en el hombre por el PO, Donoso encuentra otra razón más radical en una que llamaríamos ‘metafísica del conocimiento’, de la inteligencia humana. Para la razón humana “no hay ninguna verdad que no sea una revelación actual, o que no descienda directamente de una revelación primitiva” (II, 129). Donoso se encuentra aquí en plena concordancia con el ‘tradicionalismo’ filosófico decimonónico, duro enemigo del progreso moderno.
“Cilindro” católico frente a la “discusión” racionalista. Donoso tiene frases muy duras contra la ‘discusión’ y su función político-social, tal como la proponen los racionalistas (liberales y socialistas). Dicen estos que la libre discusión parlamentaria, en la prensa, en la tribuna, es el camino para llegar al consenso doctrinal y práctico. Pero Donoso rechaza estas teorías. Y, como de costumbre, busca una solución teológica al problema: que el hombre es un ser caído y enfermo (II, 366). Asoma aquí el omnipresente dogma del PO, insustituible a la hora de resolver los más variados problemas humanos, tanto los más cotidianos, como los más trascendentes. Por efecto del PO, la mente humana está congénitamente debilitada para llegar a saber nada con certeza.
Frente a la “absurda discusión” como procedimiento para llegar a la verdad en temas político-sociales, Donoso propone el “cilindro católico”: “El catolicismo es a manera de aquellos cilindros por donde no pasa una parte sin pasar el todo” (II, 514). Luego se demora Donoso en alabar la intransigencia, el dogmatismo, la seguridad e infalibilidad doctrinal de la Iglesia católica. Un largo capítulo del ‘Ensayo’ lo dedica a hablar de las ventajas de la sociedad “bajo el imperio de la Iglesia católica” (II, 362-377) y de su enseñanza infalible.
Tema de importancia primera en la teología política, en la valoración del progreso humano y de la cultura, es la oposición mantenida por Donoso entre la civilización católica y la civilización filosófica: “La civilización católica parte del hecho de que la naturaleza del hombre es una naturaleza enferma y caída. La civilización filosófica enseña que la naturaleza del hombre está entera y sana” (II, 207).
En el capítulo siguiente hablaremos del ‘PO en el centro de la cultura’. Donoso Cortés se nos ha adelantado. Él ha expresado con gran claridad y reiteración la decisiva presencia e influencia que la doctrina del PO (o su ausencia) puede tener en la creación de valores culturales. Sobre su convicción religiosa del hombre como ser degradado, viciado a fondo por el PO, eleva Donoso su visión del catolicismo y de su función en la historia de la cultura. Con rasgos sospechosos de integrismo y fundamentalismo. Según Donoso, sin el catolicismo, sin la Iglesia católica, el ‘hombre caído’ no puede comenzar, ni continuar ni concluir nada conducente al auténtico progreso de la especie humana. El progreso sólo se logra “bajo el imperio de la teología católica… de la Iglesia católica” (II, 363-374) según proclama insistentemente Donoso.

Me he demorado en exponer el pensamiento político, la visión del hombre, de la historia, del progreso, en J. de Maistre y en Donoso Cortés. La presencia en ellos del dogma del PO es del todo destacada. Enumero simplemente los motivos para esta demora: no se trata de representantes de la teología académica, neoescolástica decadente del siglo XIX. Son dos teólogos e intelectuales seglares, laicos (‘Padres seglares de la Iglesia del siglo XIX’, como se dice) y, por ello, más próximos tanto as la cultura secular, como a la mentalidad y convicción de las grandes masas católicas de su época. Se les cuenta entre los más destacados defensores, apologistas, del catolicismo en aquellos recios tiempos. Defienden el catolicismo frente a los errores de la Ilustración y de la Revolución (liberalismo, socialismo). Pero, según dice Cassirer, el enemigo primero de la Ilustración y de la Revolución era la doctrina del PO. Nada sorprendente, por tanto, que los combatientes contra la Ilustración y la Revolución acudiesen a su dogma del PO para pertrecharse de armas defensivas y ofensivas. La Ilustración y la Revolución son movimientos políticos, sociales, culturales en el mundo de lo secular. Pero, tienen un trasfondo teológico, como señalaba Donoso. Por eso él y J. de Maistre hicieron del dogma del PO el centro de un sistema político, de una sociología. El PO sería el motivo principal del imposible progreso de la humanidad caída, sin la ayuda de la Revelación cristiana.
El lector puede juzgar de la viabilidad y de las posibilidades de éxito que podría tener esta oscura tarea emprendida por estos preclaros representantes de la cultura católica del siglo XIX.
Donoso Cortés mantuvo notable influencia en el tradicionalismo y conservadurismo político, cultural y religioso español casi hasta nuestros días. Merecía la pena dedicarle alguna especial atención.

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