CAPÍTULO XIII
LAS “PRESUNTAS” CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL
El tema que vamos a tratar en este capítulo, está en
relación interna y tiene interferencias inevitables con el tema que acabamos de
estudiar: la omnipresencia del PO en nuestro sistema de creencias y en nuestras
costumbres cristianas, desde hace más de quince siglos. Es tema, por una parte
muy socorrido y, por otra, ampliamente superado en el catolicismo de nuestros
días. O bien queda relegado al acervo de mitos y noticias folclóricas,
inofensivas mientras no se las quiera sacar de su nivel e imponerlas como
verdades de alto rango dogmático. Hablamos de consecuencias “presuntas”, porque
-al menos para la teología del siglo XXI- no hay constancia que tales adversos
hechos tengan conexión con el evento del PO.
1.EL PARAÍSO PERDIDO
POR EL PECADO ORIGINAL
Siguiendo el relato de Gn 2-3 puede decirse que la
consecuencia global, el ‘castigo’ universal que Dios impuso a los desobedientes
Adán/Eva sería la expulsión del jardín del Edén. Desde ese momento cambia la
situación histórico-salvífica de los expulsados, pero también ‘la circunstancia vital toda entera’ en
la que va a desarrollarse la ulterior historia de la estirpe adánica. Queda
transformada a fondo su relación con Dios, con los otros hombres, con el cosmos
y sus elementos. Con el agravante de que, se dice, Yhwh colocó a la entrada del
jardín a unos querubines con espada llameante, para que los expulsados no
tengan la osadía de intentar el retorno a la felicidad perdida. El planeta
tierra, a consecuencia del PO, se ha tornado un ‘hábitat’ inhóspito para la
especie humana. Castigo añadido a las letales consecuencias de orden
espiritual.
Los fieles católicos reavivan su añoranza y ‘saudade’ del
paraíso cuando cada día se dirigen a la Madre del Señor: “A ti llamamos los
desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de
lágrimas”. Fórmula muy gráfica para mantener viva en el pueblo creyente la
nostalgia de un paraíso siempre ensoñado, pero nunca disfrutado por la raza
humana.
Apenas será necesario decir que esta añoranza y saudade del
paraíso que los cristianos reavivan cada día, encuentra paralelos y analogías
fácilmente homologables con el ‘paraíso’ de otros círculos culturales y de
otras religiones, todo a lo ancho del planeta. Es tema muy goloso para
mitólogos e historiadores de las religiones y culturas, por los cultivadores
del psicoanálisis. Dentro de esta amplia corriente cultural, hay que enmarcar
la narración mítico-simbólica de Gn 2-3 sobre el jardín en el que Yhwh habría
colocada a la primera pareja humana. No necesitamos recordar por enésima vez la
abusiva historificación y ontologización de que fue objeto la sencilla
narración bíblica, hasta fecha reciente. Aunque el hecho viene de lejos en el
tiempo, pero han sido los cultivadores de la doctrina del PO los que han
mantenido tal historificación y ontologización como elemento sustancial de la
misma. “Ante el
progreso moderno de la exégesis, de la ciencia empírica, de la reflexión
teológica, toda la teología de Adán cae por tierra y con ella la teología del
PO, al menos en su presentación clásica y constante durante quince siglos”.
Muchos no se han dado cuenta de que
la desmitificación del paraíso genesíaco originario comenzó ya en la misma
Biblia. Según los profetas del AT el paraíso que Dios promete a su pueblo, y a
toda la humanidad, no se le ofrece como retorno al paraíso disfrutado en los
orígenes y ahora perdido y añorado. Para los profetas y luego para los
cristianos el paraíso está -debería estar- delante de nosotros, en un futuro
siempre mayor, en la ‘utopía’ que se
busca y nunca se alcanzará. La añoranza de un ‘paraíso perdido’, ubicado
en los divinales y prestigiosos orígenes de la tribu humana hay que darla por
definitivamente perdida, incluso desde el punto de vista de la historia y de la
cultura profana. La visión evolutiva, dinámica, procesual de la historia y
hasta de las realidades cósmicas ha destruido el mito del paraíso originario.
El cual se fundaba sobre una visión estática, inmovilista de la historia y del
acontecer cósmico. Según ella, todo este proceso estaba sujeto a la ley del
eterno retorno. Hasta el metafísico Aristóteles se dejó decir que otra vez
tendría lugar la guerra de Troya, dentro de ese movimiento circular de los
seres todos.
La Biblia tiene una experiencia y
visión lineal progresiva y ascendente del tiempo y del acontecer cósmico e
histórico. La visión evolutiva, dinámica, procesual a que hemos aludido y en la
que estamos instalados, es una secularización de aquella idea bíblica. Por eso,
hablar hoy a la gente de un “paraíso perdido”, de la tierra convertida en lugar
de “destierro” para los hijos de Adán resulta inaceptable. A menos que
expresamente se diga por el hablante que quiere utilizar el lenguaje del
símbolo y a sabiendas de que está narrando un mito con finalidad didáctica
religiosa específica.
En este plano y como un ligero y merecido descanso: ‘una requies animi’, reproducimos el
texto de Miguel de Cervantes transido por la añoranza del paraíso perdido, de
la “edad de oro” de la humanidad. Pérdida que, si quisiera sea en parte, sólo
el ejercicio generoso y esforzado de la andante caballería podría reparar.
Agradecido Don Quijote por la hospitalidad y buena comida que de los sencillos
cabreros habría recibido, “tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas
atentamente, soltó al voz a semejantes razones:
«Dichosa
edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de
dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto
se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque
entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad
todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario
sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarla de las robustas
encinas, que libremente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de
los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo
a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo
trabajo… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había
atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las piadosas
entrañas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por
todas partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y
deleitar a los hijos que entonces la poseían… No había fraude, el engaño ni la
malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus
propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del desfavor y los
del interés, que ahora tanto la menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no
había qué juzgar ni quien fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad, como
tengo dicho, andaban por doquiera, solas y señoras, sin temor que la ajena
desenvoltura y lascivo intento les menoscabasen».
El discurso de Don Quijote sobre la “edad de oro” y la
narración genesíaca sobre el jardín del Edén pertenece a similar género
literario del mito, del símbolo, de la figuración poética. En la Biblia se
trata de una catequesis ordenada a la educación religiosa de la humanidad. La
sencilla narración del Génesis, dentro de su sentido mítico-simbólico, tiene
garantía de perennidad. En cambio, las pomposas, recompuestas y arbitrarias
elucubraciones de los teólogos cristianos sobre el “estado de santidad y
justicia original” del Adán paradisíaco, han caído por tierra, ante el empuje
convergente del progreso de las ciencias humanas, la exégesis
científico-crítica y de la reflexión teológica, liberada de seculares
prejuicios metodológicos y de la rutina académica.
2.LAS MISERIAS DE LA
VIDA Y LA CAÍDA ORIGINAL
Desde que el “homo sapiens” ha ido tomando conciencia de su
situación en el cosmos y en la historia, ha ido acumulando una vivaz, dolorida
experiencia de la “miseria” en que vive inmerso. Miseria que siempre se ha
calificado de excesiva, desproporcionada al comportamiento del hombre, aunque
lo llamemos malo, tanto por la extensión y pluralidad de sus manifestaciones,
como por la intensidad de las mismas. Parece inevitable la impresión de que la ‘miseria’ está incrustada en el ser
mismo del hombre como algo congénito, insuperable, no meramente puntual,
ocasional. En la medida en que la experiencia se hacía más vivaz y honda surge
el impulso a buscar el origen/causa, razón de ser. Obviamente con la intención
de lograr la liberación. La interminable pregunta: ‘unde malum’ = ‘de dónde el mal’, se subordina siempre a la
pregunta más decisiva: ‘de dónde vendrá la liberación’ = ‘unde salvatio’.
En la historia de la cultura humana: mitologías,
religiones, filosofías, teologías encontramos dos direcciones básicas a la hora
de descifrar el enigma de ‘tanta miseria’ como aflige a la raza humana:
-Tal vez la primera en el tiempo y en el prestigio logrado
sea la ofrecida por ciertos círculos culturales, con patente propensión y
talante idealista que, a nivel del mito, de la reflexión religioso-sapiencial,
de la filosofía, de la teología, consideran al ser humano como un ser caído,
desde la región celeste e incorruptible, en la zona de la tierra dominada por
los procesos de generación y corrupción. Otras veces, la inicial residencia
beatífica y divinal se localiza en la madre tierra, en el lugar y ‘hábitat’ paradisíaco, edénico. En
cualquier caso, la situación de la actual humanidad está en doliente desarmonía
con lo que parece exigir la dignidad del hombre, emparentado con los dioses y
seres celestes. Situación estridente dentro de la armonía misma del universo. O
bien sería incompatible con la bondad del Dios creador del hombre, en lenguaje
de un creyente cristiano.
-Otros círculos culturales, más realistas, más sobrios, con
los pies, los ojos y la mente en el suelo, reconocida la dura suerte que abruma
al género humano, todavía la califican de connatural, natural, normal dentro de
su campo de ser y actuar. Se piensa que, quien haya logrado una reflexión
objetiva, serenada, inmune de evasiones idealistas, atenta a las leyes
inmanentes que rigen al ser humano inmerso en el devenir cósmico, en el
movimiento de la historia, nunca tendrá motivos plausibles para una lectura de
la existencia humana generalizadora y englobante que la clasifique
universalmente como ‘caída’
(recuérdese el prototipo del ‘hombre caído’, tan manoseado por la teología
cristiana) corrupta, viciada. El hombre, como todo su entorno vital, es un ser
en devenir. No un ser ‘acabado y redondeado’, sino una tarea siempre sin-por
cumplir. Lo lógico es que un ser tal, en marcha hacia la realización siempre
mayor, esté sujeto a limitaciones dolorosas impuestas por su trato vital con
las otras realidades que le permiten desarrollarse, pero también le limitan
dolorosamente.
La propuesta de los Santos Padres, sobre todo de Agustín,
de explicar la mísera condición humana acudiendo al evento del PO, se mantuvo
vigorosa en los años de la gran Escolástica. Ya conocemos el testimonio de san
Buenaventura. También está presente en santo Tomás y en otros. Modernamente, no
ha perdido vigor en algunos círculos. No me demoro en el tema, porque será
inevitable volver sobre él más adelante.
La teología católica a finales del siglo XX no creo falte
en nada a la piedad para con Dios, como temía san Buenaventura, si afirma que,
por principio y universalmente, los sufrimientos de la vida son connaturales,
“normales” dentro de un proyecto de creación/salvación puesto en marcha por la
bondad de Dios. Lo que hoy juzgamos contrario a la
piedad cristiana, al respeto debido al Padre celestial, sería el afirmar que
los sufrimientos cotidianos de la vida son ‘castigo
de Dios por el PO’. Además de lo desconcertado de esta afirmación a nivel
doctrinal, tal convicción ha tenido funestas consecuencias para la vida
concreta de los creyentes cristianos: la de crear, en tantos casos y durante
tantos siglos, una actitud de pasividad, ante los sufrimientos. Incluso en forma
explícita o implícita se tachaba de ‘impiedad’ el luchar contra el sufrimiento,
pues sería como rebelarse contra las disposiciones de la Providencia. La frase
del K. Marx que tanto ha disgustado a los cristianos: la religión ha sido el opio del pueblo, no se puede decir que no
haya sido verdad practicada, vivida en demasiados momentos de nuestra historia
cristiana.
Que los pecados de los hombres -nunca el pecado de un
imaginado Adán- hayan traído innumerables males que ellos padecen, es seguro.
Ya decía Homero que la ira fatal de Aquiles, “causa fue de innumerables males”
para los aqueos. Pero, sentar la proposición universal de que los sufrimientos
de la humanidad histórica tienen su origen en el PO, es exponer a la religión
cristiana a la irrisión de nuestros contemporáneos. Quien más pierde en esta
explicación del dolor humano es Dios, quien habría impuesto a los humanos tan
inmenso, interminable castigo por el pecado de UNO: un rudimentario “homo
sapiens” que, a mayores, nadie puede garantizar que haya existido. Irónicamente
preguntaba Julián de Eclana a san Agustín si creía él que los dolores de l as
madres al dar a luz, o los pedregales y sequedales del norte de África eran
también castigo divino por el PO.
3.LA VIDA MONÁSTICA
COMO RETORNO AL PARAÍSO
Hoy podemos considerar este tema como un agradable recuerdo
histórico, no exento de poesía y ensoñación lírica. Lo mención amos aquí por su
relación con la creencia cristiana en el PO, con todos sus antecedentes y
consiguientes. Esta hermosa leyenda de los monjes que imaginaban su forma de
vida como un retorno al paraíso, era, sin duda, es símbolo de una lucha
idealista contra el PO, contra sus efectos en la historia humana. Con la vida
de perfecta continencia (enkrateia),
especialmente mediante la perfecta virginidad, querían los
“encratitas/continentes” negar y superar el PO en su fuente principal, según
mentalidad antigua: el ejercicio de la sexualidad en cualquiera de sus
manifestaciones. Con el voto de pobreza, se pretendía secar el PO en otra de sus
fuentes (o de sus consecuencias), según muchos mitos de la edad de oro: ‘la avaricia’, el afán de poseer, que
habría introducido ‘el tuyo y el mío’
en las relaciones humanas, como decía Don Quijote a los cabreros.
Es conocido el hecho de que, durante siglos, los más
espirituales de los cristianos, los monjes, sintieron un gran atractivo y
añoranza por la figura y el estilo de Adán en el paraíso. Adán era propuesto
como el prototipo del varón contemplativo, el perfecto monje-monajós; ideal, como varón, como
contemplativo y como solitario del ser humano acabado, plenamente logrado.
Estaba Adán todo él entregado a la contemplación de Dios y alabanza de sus
perfecciones. Ya sea en forma directa, vertical que diríamos, ya en dirección
horizontal, mediante la contemplación de la naturaleza. Toda ella era un libro
abierto y de nítidos caracteres en los que se podía leer la bondad y grandeza
de Dios.
En plena Edad Media, encontramos a san Buenaventura quien
recoge este motivo hagiográfico y presenta a san Francisco como un hombre que
ha retornado a la inocencia paradisíaca. Se manifiesta esto en su trato con los
animales, en su vida de continuada contemplación de Dios por medio de la
creación. ‘Las Florecillas’ que
vivieron y escribieron los franciscanos de los ‘prestigiosos orígenes’, en la
edad de oro de la Fraternidad Franciscana, también conservan rasgos de esta
añoranza nostálgica de la vida edénica. Si bien limitada exclusivamente a sus
contenidos espirituales, derivados de la profesión de la más estrecha pobreza.
4.LA VIDA PASIONAL
DEL HOMBRE DESENFRENADA POR EL PECADO ORIGINAL
Abordamos bajo este epígrafe la famosa e interminable
cuestión de la ‘concupiscencia’.
Prevaleció la idea de que la concupiscencia no se identifica con el PO en
sentido estricto. En san Agustín, la cuestión sigue dudosa para los
historiadores. Si no hay identificación total, formal, entre ambas realidades,
lo cierto es que la concupiscencia pertenece a la realidad integral del PO,
como parte constitutiva, como elemento material, según terminología
escolástica. A modo como el cuerpo no es la esencia del hombre, pero sí que
pertenece a él como parte esencial. En todo caso, la concupiscencia acompaña al
PO como el viajero a su sombra. Con el agravante de que anegado el viajero, el
PO, en las aguas bautismales, la sombra, la concupiscencia sigue boyante en los
bautizados. Con ello se presenta a Dios muy cicatero en su perdón, ya que deja
vivaz y sea fuente de pecados la líbido desenfrenada como castigo por el PO.
Así, pues, con respecto a la bondad de Dios. Habrá que decir que, si la
concupiscencia está vivaz en los bautizados, será por otros motivos y no porque
tenga nada que ver con un castigo divino infligido por el ‘viejo pecado’.
El obispo Julián de Eclana y el obispo Agustín mantuvieron
una polémica larga y fatigosa en torno a la concupiscencia. En conjunto, y
salvo pormenores a uno y otro lado de la discusión, la enseñanza de Julián en
este tema concreto de la concupiscencia/líbido es, a todas luces, más aceptable
que la de su contendiente Agustín. De todas formas, como su concepto de
concupiscencia Agustín lo incorporó a la teoría del PO, al triunfar ésta en la
Iglesia occidental, su teoría sobre la concupiscencia triunfó también, en forma
generalizada. En algunos sectores fue notablemente atenuada, como en la
dirección anselmiana-escotista. Se atenían al principio de que “lo natural
quedó íntegro”, de origen oriental. Por tanto, la concupiscencia no está
viciada, herida, corrompida por el PO. Lutero extremó la concepción agustiniana
y dio nueva hondura a la concupiscencia. Ésta no iría ligada exclusiva ni
principalmente a la sensualidad/sexualidad como tal, sino que estaría en el
núcleo existencial-sustancial del espíritu: en el corazón retorcido sobre sí
mismo = cor recurvum, en el egoísmo
radical, constituyente del hombre “natural”. Bayo y Jansenio volvieron a la
rígida concepción agustiniana. Sin duda, que en ello, podrían creerse
excelentes discípulos de san Agustín, aunque menos ortodoxos que sus oponentes.
San Agustín y los que hablan de la concupiscencia/líbido
con motivo del PO, usan a veces la palabra “líbido” en sentido amplio, para
significar cualquier movimiento de la sensibilidad contra el dictado del
espíritu. Pero, luego, se centran en la más popular y llamativa de las acepciones:
la rebelión de la sexualidad contra el dominio del espíritu. En este sentido la
usamos aquí, ya que corresponde mejor al uso que actualmente hacen de la
palabra líbido diversas ciencias del hombre.
La enseñanza agustiniana, la
que, matizada y templada, se hizo tradicional al lado de la teología del PO,
podemos resumirla en esta fórmula: la
concupiscencia/líbido/sexualidad ‘tal
como ahora la experimentamos’, está herida, viciada, corrompida por el
pecado, y desde su corrupción incita al pecado. ‘Es hija del pecado’ (del de Adán) y ‘es madre del pecado’ (del personal de cada hombre).
Esta propuesta, la teología actual
puede y debe calificarla como falsa en cada una de sus partes.
-No tiene sentido hablar de una sexualidad tal como ‘ahora’ la sentimos, en contraposición/distinción
de otra forma de sexualidad que la humanidad habría tenido ‘entonces’, en la historia de salvación puesta en marcha en el
paraíso. Esta distinción es un recurso polémico de Agustín frente a la idea
optimista de los pelagianos sobre la concupiscencia, a la que reconocían como
un don de Dios, connaturalmente buena e incorrupta. Agustín responde: de
acuerdo, pero ¡eso era antes!... En
el estado de santidad y justicia originaria. Ahora, por justo castigo de Dios,
la líbido está viciada, al modo dicho. En la actual situación de la teología
cristiana esta distinción carece de sentido. No ha existido Adán ni el estado
de santidad original, ni su vida pasional santa e inmaculada. No conocemos más
que una historia de salvación: ‘la
actual, que es también la única’. Al no existir la caída original, no hay
motivo para distinguir una doble economía: la paradisíaca que habría caducado,
y la postlapsaria, la que se habría puesto en marcha por la providencia de Dios
tras el pecado de Adán. En este problema, carece de sentido distinguir un
“entonces” y de un “ahora” de la vida pasional humana.
En consecuencia, es falsa al
fórmula que anduvo rodada durante siglos: “la
concupiscencia es hija del pecado y madre del pecado”. La líbido
sexual que ahora siente el común de los humanos no está congénitamente
viciada/corrupta: es normal, connaturalmente sana, íntegra, inocente, si vale
la aplicación de este calificativo moral. Las anormalidades y vicios de la
sexualidad humana ocurren cada día. Pero se debe hablar de ellas cuando lo
señale la ciencia médica o la psicología. No cuando lo determine a priori, bajo
influjo de prejuicios dogmáticos y dogmatizantes, la pericia de los teólogos,
discutible en este punto. Los discursos de ellos sí que han estado viciados por
prejuicios atávicos, ancestrales en esta materia. Siempre bajo la influencia
del PO y para mantener su presencia y actividad en la historia humana.
«Todo
ser humano disfruta de una vida pasional, de una sexualidad normal,
connaturalmente buena, no viciada; don positivo y benéfico del Creador. Si la
experiencia detecta desenfrenos, exigencias exorbitantes, invencibles de la
líbido, ello puede ocurrir a veces, por efecto del pecado. Pero del pecado
personal de cada individuo. Las anormalidades o vicios de la líbido serán
siempre coyunturales, advenientes. Y si la ciencia habla de depravaciones
congénitas de la vida pasional humana, ellas deberán ser calificadas según los
informes de la ciencia. No recurrir a la arbitraria explicación de los que
atribuyen estas deficiencias al arqueológico pecado del patriarca primero de la
tribu humana».
También es falso afirmar que la líbido que ahora sienten
los hombres es ‘madre del pecado’, es
decir, que inclina connaturalmente al pecado personal. Eso es dar un calificativo
moral/moralizante a los hechos e inclinaciones físicos. La sexualidad inclina,
de suyo, a lo que es bueno para su desarrollo, busca su propio bien. Búsqueda
que, como tal, nunca ofende a la moral. El mal moral/pecado está única y
exclusivamente en la voluntad. Ella “se deja llevar” por los impulsos
instintivos, en vez de ordenarlos hacia bienes superiores, dentro del propio
campo de la actividad humana integral. Que si la pasión se presentase como
literalmente indomable para una voluntad sincera, entonces ya hace siglos que
los moralistas dijeron lo correcto en el caso: se tratará de acciones forzadas
que sólo materialmente son pecado. No en sentido propio y formal, porque no hay
voluntad libre.
«Los
moralistas actuales hablan sobre la líbido/sexualidad, de la vida pasional en
general (sobre la vieja ‘concupiscencia’) con mucha mejor información y
criterios valorativos que los utilizados por los seguidores de la doctrina del
PO durante siglos. Sea lo que fuere lo que sobre la sexualidad hayan de decir,
nunca se les ocurre afirmar que este sector de la vida humana esté afectado
radicalmente por el lejano pecado de Adán. Los humanos no nacemos con una
sexualidad congénita y universalmente viciada por el pecado del padre de la
tribu humana. La vida pasional actual que disfrutamos y padecemos ni es hija
del pecado ni es madre del pecado. La madre del pecado está en la voluntad
libre de cada hombre, en al profundidad de su propio corazón, como dijo Jesús
en el Evangelio, Mt 13, 18-19».
5.LA SEXUALIDAD, EL MATRIMONIO,
LA CONTINENCIA, LA IMAGEN DE LA MUJER EN EL HOMBRE “CAÍDO”
Sobre la sexualidad/líbido del hombre en su situación
actual acabamos de hablar. Pero los teólogos cristianos, al menos en la edad
patrística y escolástica, creían tener datos importantes sobre la
sexualidad/líbido de Adán/hombre paradisíaco. Desde luego, todo este discurso
nos parece hoy asimilable a un relato de ‘teología
de ficción’. La mitología, la figuración literaria y, tras ellas, la
psicología pueden ocuparse de la figura del jardín del Edén. La teología
científica debe abstenerse de entrar en este jardín, si no quiere poner en
peligro su prestigio y su profesionalidad científica. De todas formas, por
exigencias de la historia, y para mostrar una vez más la omnipresencia de la teoría
del PO en la teología cristiana, hacemos una breve referencia al tema.
A)LA SEXUALIDAD PARADISÍACA
Puesta en circulación la distinción entre la líbido que ‘ahora’ tienen los humanos y la que ‘entonces’ tuvieron, era obligado decir
algo sobre la sexualidad en el estado paradisíaco. No podía dejarse este vacío
informativo. La naturaleza aborrece el vacío. Y la curiosidad y la imaginación,
que tan fecundas son cuando hablan en temas referentes a la sexualidad,
hicieron el trabajo restante.
Las fuentes de información para hablar del tema, la
explícitamente reconocida como tal por los autores católicos es, sin duda, la
Biblia. En forma privilegiada la narración de Gn 2-3. Fuente en extremo sobria
e insuficiente, si miramos el caudal de noticias que ellos extrajeron de su
lectura. Pero, como es usual e inevitable, desde el subconsciente individual y
colectivo operaban otros presupuestos, pre-juicios, críticamente incontrolados.
Sobre todo en aquella época en que la crítica de conocimiento no había surgido en
nuestra cultura. Al menos no en el sentido en que surge y crece a lo largo de
la modernidad. En los primeros siglos, hubo grupos de cristianos que, según
testimonios, excluían de la pareja paradisíaca cualquier actividad sexual. Tal
era la opinión de los ‘encratitas’,
grupo muy activo e influyente. Gregorio de Nisa, gran teólogo de inteligencia
preclara († 394) a
impulsos de su idealismo platónico y de su misticismo cristiano, no admitía la
actividad sexual en los habitantes del paraíso. La propagación del género
humano habría de hacerse por otros procesos donde la sexualidad no tuviera
parte. No indica cuáles, el buen santo. La división de sexo que aparece en Gn
2-3, aunque realizada por Dios, la tiene él por un inicio del proceso de la
caída. Semejantes ideas sostiene otro preclaro teólogo de los comienzos de la
Edad Media, Juan Escoto Eriúgena, muy influido por el Niseno. La verdad es que estos doctores no presentan
estas afirmaciones como ‘palabra de Dios’. Las ofrecían sólo como reflexiones
personales, tomando como pretexto ciertas frases de Gn 2-3. En realidad, se
trataba de un ejercicio de aculturación de viejos mitos ancestrales que
hablaban de la indiferenciación sexual de los originarios seres humanos. Hasta
el sublime Platón imaginaba al Hombre = Anthropos
primero como un ser andrógino, llevando en su persona la perfección plena -lo
masculino y lo femenino- del ser humano. La división de sexos la realizó Zeus
en un momento posterior. Así explica el filósofo la mutua, fuerte atracción y
‘eros’ que ambos sexos sienten el uno respecto del otro. Busca cada uno la
media naranja, como sigue diciendo la mitología popular.
Los teólogos cristianos condescendían con estas
figuraciones mitológicas, no carentes de belleza artística en su presentación.
Proyectaban estas figuraciones sobre el Adán del Génesis para presentarlo como
el varón/ser humano cumplido en toda perfección humana. En un primer momento,
en el que estaba solo (solitario = monajós/monje),
Adán era modelo de la perfecta contemplación de la cual no le distraía ni
siquiera el trato con la mujer que más tarde Dios le sacó del costado. La
división de los sexos, aunque realizada por Dios, por la fuerza inmanente de
los hechos, de la realidad objetiva, no pudo menos de significar un plano
inclinado hacia la actual lamentable situación del hombre caído, en todo lo que
a la sexualidad se refiere. Muchos pensaban que el pecado primero, la caída de
Adán-Eva estuvo en conexión con el uso indebido de la sexualidad. Por ejemplo,
nuestra madre Eva ante el ejercicio de la maternidad que observaba en los
animales, habría sentido surgir en sí misma viscerales impulsos hacia la
maternidad. Ella habría seducido a su esposo para mantener ‘relaciones matrimoniales prematuras, antes del tiempo establecido por
Dios’. Por ello, se la hacía responsable principal de la caída. Mientras
Adán vacaba en la oración, ella se apartó de él. Al verla lejos del varón, y
sin su protección, la serpiente habría aprovechado la oportunidad para
seducirla, incluso sexualmente. Eva habría impulsado a su hombre hacia el uso
de la sexualidad prematura y, con ello, hacia la caída. Tal creencia se
encuentra claramente expresada en Ireneo de Lyon y en Clemente de Alejandría. [En la actualidad diríamos que el PO fue fruto de las ‘relaciones prematrimoniales’ de Adán y
Eva; y la ‘protección’ de varón ya se demostró hasta dónde llegaba, pues en
cuanto Eva le puso el fruto en la boca al otro le faltó tiempo para morder: es
este tipo de teología el que hace que en casi todas las reglas se condene la risa
entre los religiosos. A lo que parece, de los dos relatos de la creación, cada
teólogo se queda con lo que más le gusta.]
Pasadas estas divagaciones imaginativas de ciertos
escritores cristianos primitivos, bajo la dirección del propio Agustín y no
obstante sus firmes convicciones sobre el PO, se llegó a posturas más
equilibradas en referencia a la vida sexual en general y sobre la procreación
en particular. Agustín veía normal y querida por Dios la función generadora,
siempre bajo el dominio hegemónico del espíritu. En perfecta serenidad y
desapasionamiento = ‘apatheia’, como
ya proponía el humanismo estoico. Los escolásticos medievales, perfeccionado
ideas agustinianas, no veían dificultad en que la actividad sexual de los
esposos paradisíacos fuese gozosa y placentera. Mientras aconteciese bajo el
control perfecto, plácido, luminoso del espíritu. Algunos pensaban que el
hombre del paraíso, como disponía de un organismo más perfecto, también habría
experimentado un goce sexual más cumplido. Siempre sin los excesos y ardores
pasionales, sin las servidumbres a las que está sujeto el hombre caído. Al
cual, el uso intenso de la sexualidad “le hace perder totalmente el uso de la
razón”. La ‘vergüenza’ acompaña
inseparable el ejercicio de la sexualidad, incluso en los más honestos esposos.
Es señal clara, interpretaban, de que algo anormal, desordenado está ocurriendo
allí.
Dentro de este ordenadísimo ejercicio de la sexualidad
matrimonial no nacerían más niños de los razonablemente queridos y
‘planificados’, como diríamos hoy. Porque Dios quería y mandaba que la especie
humana se propagase, hasta llenar el número de los por él predestinados a la
gloria. Y, según algunos imaginativos teólogos, hasta llenar los puestos
dejados vacíos en el cielo por la rebeldía de Luzbel. El actual exceso de
nacimientos que abruma a las familias, se debería a la inmoderación y falta de
dominio sobre una líbido desenfrenada por efecto del PO. Sólo nacerían los
elegidos por Dios para la gloria. Ahora nacen muchos más. También réprobos: la
inmensa mayoría de los humanos, según opinión antigua. La existencia del
infierno sería el efecto más fatídico producido por el PO (originante y
originado) en la historia humana.
«Los
moralistas católicos actuales escasamente reconocerán a hombres de su profesión
en estos sofisticados e imaginativos razonamientos sobre la sexualidad y el
matrimonio. Incluso los que por diversos motivos, siguen creyendo en el ‘dogma’
del PO. Hemos hecho esta divagación histórica como una muestra más de cómo la
‘mancha’ del PO h a llegado hasta los más lejanos confines de la moral y de la
religiosidad cristiana durante siglos. Los que todavía mantienen esta creencia
como algo precioso, tomen conciencia de las oscuras huellas que ella ha dejado
a su paso por los siglos: ‘Vestigia
terrent!’, como dice la fábula».
B(LA SEXUALIDAD MATRIMONIAL
Dado que la tendencia y apetencia sexual entre varón y
mujer son fuerzas de primera importancia dentro del fenómeno global del
matrimonio, era de esperar que éste fuese afectado por las ideas que, sobre la
sexualidad en general, mantenían los defensores del PO. Según se ha leído tradicionalmente, Gn 2-3, Dios habría establecido el
matrimonio entre Adán y Eva para mutua ayuda. Nominalmente en orden a la
propagación de la especie humana. En aquel estado, la sexualidad matrimonial
sería ejercida con absoluta y feliz hegemonía del espíritu sobre el cuerpo.
Tras la caída, aquel dominio señorial y luminoso se perdió. En adelante, el
ejercicio de la sexualidad, incluida la ejercida dentro del matrimonio, surge
desenfrenada, viciosa, corrupta, como fruto de una natura corrupta y castigada
por Dios. El matrimonio del hombre ‘caído’ adquiere una finalidad antes
desconocida: ser remedio contra la corrupta concupiscencia. Tolerado siempre y
hasta alabado y recomendado para fines superiores: multiplicar los miembros
delo pueblo de Dios en el AT, llenar el número de los predestinados. Si bien el
ejercicio no regido por la razón y la piedad daría origen a la multitud enorme
de seres humanos que irían a la perdición, como masa de pecado.
Dentro de esta mentalidad ambiental, es comprensible que
numerosos cristianos o paracristianos llevasen el pensamiento sexual hasta
prohibir o, al menos censurar, cualquier ejercicio de la sexualidad ordenada a
propagar la desgraciada raza humana. Tales, los movimientos encratitas,
maniqueos, gnósticos, cátaros. Propagar el género humano sería una actividad
malvada, ya que mediante el matrimonio se propaga la corrupción y la ruina
eterna de tantos seres humanos. Si bien varias de estas sectas, como cuenta san
Agustín, en sus reuniones secretas, daban suelta a los excesos sexuales más
abominables, evitando rigurosamente la procreación. No deja de ser una proeza
teológica el que Agustín, y con él la Comunidad católica, lograsen un camino
menos tortuoso, sin perder sus convicciones básicas sobre el PO y sus
consecuencias.
Los moralistas católicos, desde hace decenios, han
aligerado a la teología y a la pastoral matrimonial de estas seculares
hipotecas. Pero no conviene olvidar del todo con qué sospechosas compañías ha
hecho su camino por la historia la teoría del PO.
C)LA VIRGINIDAD, LA CONTINENCIA = ENKRATEIA Y EL PECADO ORIGINAL
Cierto es que los cristianos de los primeros siglos
proclamaban la excelencia de la continencia (enkrateia) y de la virginidad por motivos varios y elevados: motivo
cristológico, seguimiento de Cristo; motivo eclesiológico, servicio a la
Comunidad; motivo escatológico, anticipo de la vida angélica. Pero también se
aducía una frecuente y fuerte motivación protológica: restaurar la condición de
vida perdida por el pecado de Adán. Hemos hecho mención del Adán paradisíaco,
presentado como varón perfecto (ser humano integral), contemplativo solitario (monajós-monje). Y dado que el monje es
el ideal del cristiano acabado/perfecto, es normal que la vida cristiana, en
general, se ofreciese como un ‘retorno al
paraíso’, como ya mencionamos. Al menos por lo que a los contenidos
espirituales se refiere. La práctica de la continencia/virginidad perfecta era
un intento heroico y utópico de anular los efectos del PO. Se atacaba al mal en
lo que se creía había sido su raíz: en el ejercicio indebido de la sexualidad.
No es el momento de analizar estas opiniones. Pensaban tener el apoyo de
ciertas palabras de Jesús en Mt 22,30, o en Pablo en 1Cor 7, 1-11. En realidad,
desde el subconsciente colectivo operaba la opinión de ciertos “metafísicos”
helénicos que miraban con recelo la actividad generativa. En parte, porque se
realiza inevitablemente bajo el dominio de la pasión y no del espíritu
(estoicos). Y porque, por la generación entra el noble espíritu humano en un
proceso de nacimientos y de corrupción que impide su pleno desarrollo, le priva
de la inmortalidad.
Sobre la relación entre el matrimonio y la virginidad en el
hombre paradisíaco y en el hombre caído, se encontrarán textos curiosos en los
estudios citados. Entre ello es significativo un texto de san Buenaventura y
otros teólogos de la época. Él, como religioso, magnificaba las excelencias de
la virginidad. Ésta es más excelente que el matrimonio en el hombre ‘caído’ y sólo en él,, no en el estado
original. Porque el hombre caído se decide a elegir la continencia en lugar del
matrimonio con la finalidad de dominar la desenfrenada, viciada concupiscencia
sexual. Desenfreno que no hubiera tenido lugar en el estado de integridad
paradisíaca. En él instituyó Dios el matrimonio como sacramento, el único en
aquel estado. Significaba y realizaba la unión y el amor de caridad entre el
varón y la mujer. Pero, sobre todo, significaba el amor esponsal entre Dios y
el alma. Y ello de modo más expresivo que el estado de virginidad que pueda
abrazar el hombre caído. Porque sobre el significado antropológico indicado,
tendría un contenido “teológico” más directo y explícito.
D)LA DESVALORIZACIÓN DE LA MUJER DESDE LA
CREENCIA EN EL PECADO ORIGINAL
Lo primero que ocurre decir bajo este epígrafe es que la
desvalorización, marginación y hasta la positiva opresión de la mujer es un
fenómeno histórico de proporciones universales. La sociedad actual lo ha
estudiado con viveza y amplitud antes desconocidos. Dejamos sin tocar otras
vertientes del problema. Nos ceñimos a mencionar aquello que a un teólogo le
puede interesar más y aún molestar profesionalmente: descubrir los motivos de
índole religiosa (pseudorreligiosa) aducidos, durante siglos, por la Comunidad
cristiana para ‘colaborar’ en esa
universal, lamentable empresa. Concretando más, tenemos que ceñirnos a indicar
algún dato sobre el influjo que la creencia en el PO ha tenido en aquella
marginación secular. Parece claro que a los clásicos mantenedores de la teoría
del PO podríamos calificarlos como ‘colaboracionistas’ -involuntarios, pero
reales- en los brotes de misoginia de los que no se ha visto inmune la sociedad
cristiana.
Pienso que no hay dificultad en admitir que nuestra cultura
occidental cristiana, y en cuanto cristiana, ha marginado a la mujer
notablemente menos que otras religiones y culturas. Los motivos por los que los
creyentes cristianos han infravalorado y hasta marginado a la mujer podemos
resumirlos en estos dos, unidos entre sí y convergentes en impulsar
comportamientos desfavorables al sexo femenino. Obviamente, hablamos de
motivaciones que tengan relación con la creencia en el PO.
-Por Eva/la mujer entró el pecado
en el mundo: el PO, con toda la parafernalia de males que nos angustian. Como
en el mito de Pandora, el comportamiento de Eva desata sobre el género humano
todos los males.
-Sin atender a otros valores
superiores, la mujer era considerada, con excesiva frecuencia, como estímulo
máximo y perenne de la líbido, desenfrenada por el PO. Símbolo de la
sensualidad y de la sexualidad que llevaron la ruina a la humanidad.
En ambas afirmaciones aparecen claras dos cosas: la
relación de las mismas con la creencia en el PO y la convicción de que el
comportamiento y función de Eva es paradigmático para hablar de las demás hijas
de la primera madre.
La narración de Gn 2-3 destaca el
papel de Eva como iniciadora del pecado y ruina de la humanidad. Si se hubiese
mantenido la intención simbólica originaria, no habría motivo para señalar aquí
ninguna colateral tendencia hacia la misoginia y el antifeminismo. Al menos no
en el sentido hodierno de la palabra. Pero ya la tradición bíblica tardía se
abre a esta interpretación. “Por una
mujer empezó la culpa y por una mujer morimos todos”, (Si)Eccl. 25,24. El
NT prosigue la individualización e historificación de la Eva paradisíaca. “Adán fue formado primero que Eva (es más
excelente) y Adán no fue seducido, pero la mujer fue seducida”, 1Tim
2,13-14. El autor de la carta aprovecha el caso para asignar a la mujer un
papel de inferioridad en la Comunidad cristiana.
Leyendo la tradición teológica posterior, podría
confeccionarse un grueso “florilegio” de textos en los que la desvaloración y
marginación social y religiosa de la mujer es constante y constantemente
apoyada en el hecho de haber sido ella la introductora del PO, según la lectura
historicista del Gn 2-3. Si bien esta función siniestra se veía compensada por
el hecho de que era Adán (el varón) el más eficaz propagador del PO. Él
transporta en su semilla la corrupción que infecta a todo hombre que viene a
este mundo. La ciencia de los antiguos asignaba a la mujer un papel secundario,
pasivo en la transmisión dela vida. Lo cual ofrecía para las mujeres esta
ventaja inesperada y de agradecer, que les compensaba por la inferioridad e
influjo siniestro que universalmente se les atribuía. En los mencionados textos
de la tradición teológica, y eclesial en general, se percibe que ellos utilizaban
las ideas de la filosofía pagana les ofrecía sobre la mujer y su proclamada
inferioridad. Mentalidad que podría verse ejemplarizada en la famosa frase de
Aristóteles, asumida por los teólogos medievales: “la mujer es un varón
frustrado = vir occasionatus”. Hay
que reconocer que desde su teología, deberían haber sido un poco más críticos
con esta ideología pagana. Pero más que errores/equivocaciones, debemos
calificarlos de limitaciones epocales a las que todo ser humano es deudor. A
este misma limitación epocal se debe la exégesis historicista y ontológica que
se hacía de Gn 2-3. Ella les llevaba a la teología de Adán y la concomitante
desvaloración de la mujer que arrastraba consigo.
Finalmente, mencionemos, siquiera sea de paso, que tales
enseñanzas de los teólogos venían acompañadas de aplicaciones prácticas
desagradables. Por ejemplo, dado que la inferioridad de la mujer respecto del
varón y los sufrimientos propios de sus funciones femeninas son, en la actual
historia de salvación, ‘un castigo divino
por el PO’, resultaba connatural concluir que, al estar sacralizados por la
intervención divina, no era lícito tratar de evadir de estos castigos. Todo
intento de evitar el dolor y la inferioridad femenina podía ser interpretado
como una secreta, o no tan secreta rebeldía contra los planes de la
Providencia.
[Cuando en 1853 se aplicaba por
primera vez cloroformo para mitigar los dolores del parto a la reina, los
teólogos anglicanos protestaron, alegando que esto era ir contra Gn 3,16, que
castiga a la mujer a parir con dolor. Los varones sí podían recibir
analgésicos, pues Dios mismo habría “anestesiado” a Adán para sacarle la
costilla de la que formó a Eva. B. Russell, Religión
y Ciencia, México, Fondo de cultura económica, 1973, p.74. Noticia de U.
Ranke-Heinemann, Eunucos por el reino de
los cielos, Madrid, ed. Trotta 1994, p. 269. El papa León XII aseguraba:
“Quine procede a esta vacuna deja de ser hijo de Dios… La viruela es un juicio
de Dios… la vacuna es un desafío dirigido al cielo”. Cita de E. Vilanova, Historia de la teología cristiana,
Barcelona, Herder 1992, III, p. 517. Y si esto se decía en las esferas de los
más cultos, podemos imaginar qué pensarían las grandes masas cristianas].
6.Y POR ELPECADO, LA
MUERTE, Rm 5,12
Si, en perspectiva espiritual, la dura necesidad de pecar
es la más fatídica consecuencia del PO, en el orden físico toda la miseria
humana se sintetiza en “la certeza de tener que morir”, como dice la liturgia.
Parece ocioso aducir testimonios sobre el hecho de que la
Iglesia cristiana desde el principio, durante siglos y hasta hoy mismo, ha
creído y proclamado con solemnidad que ‘la
muerte corporal’ que sufren todos los humanos es castigo de Dios por motivo
del PO. El concilio de Cartago (a. 418), bajo la presencia e influencia del
obispo de Hipona, declaró solemne: “Si alguno dijere que el primer hombre Adán,
fue formado mortal, de suerte que tanto si pecaba como si no pecaba tenía que
morir en el cuerpo, es decir, que saldría del cuerpo no por castigo del pecado,
sino por necesidad de la naturaleza, sea anatema”, DS 222.
Es históricamente seguro que los Padres de Cartago y Orange
creían y mandaban creer que la muerte corporal, la que cada día sufren los
hombres, es castigo divino por el pecado del protoparente, perpetuado en cada
hombre. Los teólogos y Padres de Trento, en el siglo XVI, nada habían avanzado
en este tema, aunque sean más sobrios al hablar. Sin embargo, me parece que, ‘a nivel de la ciencia teológica’,
podría tacharse de pérdida de tiempo el detenerse en refutar semejante
afirmación. [Los neoescolásticos, tan cuidadosos de las calificaciones
teológicas, a esta proposición “Adán, antes del pecado, estaba dotado de
inmortalidad” le concedían la categoría de verdad “de fe divina y católica
definida”. Es decir, la máxima seguridad dogmática. J.M. Dalmau – J. F. Sagües;
Sacrae Theologiae Summa, t.II, Madrid, BAC, 1955, pp. 820.
¿Será posible mantener hoy día esta altísima calificación teológica?]. A nivel
pastoral y de comunicación del Mensaje cristiano para el hombre actual, decirle
que la muerte corporal le ocurre como castigo divino por el pecado del primer
“homo sapiens”, recién emergido de la animalidad, sería exponer el mensaje a la
irrisión de los oyentes. Todo el saber humano que los hombres de comienzos del siglo
XXI pueden manejar, está frontalmente en contra de semejante etiología de la
necesidad y dolor de la muerte. Y, lo que es más grave, i directamente ofensivo
para nuestra fe, tal explicación pone en entredicho la bondad de Dios para con
el género humano. Por otra parte, aceptemos la hipótesis de que la inicial
humanidad gozase de la inmortalidad corporal. El que un organismo animal
viviendo en el planeta tierra, evite la disolución orgánica no podría lograrse
sino recurriendo a un régimen de vida extraordinario, inimaginable para
nosotros, Es decir, a una auténtica ‘milagrería’
que haría dudar en serio de la sabiduría y previsión del Creador y Gobernador
del universo.
Dado que la explicación ‘tradicional’ sobre el origen de la
muerte y la que se ofrece en la actualidad, parecen irreconciliables, se hace
inevitable el ¡retorno a las fuentes!
Sabido es que la opinión tradicional dice beber la noticia en Rm 5,12… “y por el pecado entró la muerte en el
mundo”. Examinemos este texto.
Contra la propuesta ‘tradicional’ existe una dificultad
básica, del todo insoluble: se apoya su afirmación de la que hemos venido
llamando la “teología de Adán”. Y este misma es una exégesis historicista,
ontologizante de Gn 2-3 y de Rm 5,12-21. Dentro de esta desacertada exégesis,
se enmarca la exégesis, también desacertada, que durante siglos se ha realizado
sobe el dicho paulino, “y por el pecado
la muerte” …
No cabe decir que Pablo, en esta frase, hable de la muerte
teologal/espiritual ‘y no’ de la
muerte biológica/corporal. Tiene ante la vista el fenómeno global de la muerte
tal como la hemos de soportar los humanos: la dimensión teológica y también su
dimensión biológica. Y, manteniendo ésta en su ser y poder, realiza sobre ella
una transfiguración y transfinalización teológica. Mira la muerte corporal como
evento teológico: desde Dios y hacia Dios. Algo que le acontece al hombre ante
Dios. Es decir, en cuanto la muerte afecta decisivamente a las relaciones del
hombre con Dios. Y así, desvela que el hombre, el que se ha entregado
voluntariamente al poder de El Pecado, al ocurrir la muerte corporal, se
encuentra ante Dios en muerte eterna. Por eso, se dice que la muerte, en este
texto paulino, es presentada como signo, símbolo, sacramento de El Pecado (sacramentum peccati), ya que desvela su
presencia en el que muere esclavo de él. Por tanto, así como cada uno, según
Pablo, es pecador por su pecado personal (aunque El Pecado le incite a pecar),
también entra en la muerte espiritual y eterna por su pecado personal, no por
fatalidad del destino. O por fatalidad que le haya sido impuesta por mor del
lejano pecado del lejano Adán.
El poder mortífero de El Pecado (y del pecar personal) se
aclara desde su contrario: pensando en el poder vivificador que el Espíritu
ejerce en el que se muere en Cristo. Para éste, la muerte corporal se torna
signo, símbolo, sacramento de la Vida que lleva dentro. Se torna en ‘conmorir’ con Cristo, el cual muere
para pasar de este mundo al Padre, para entrar en la resurrección plena,
escatológica. Lo mismo le acontece al hombre que convive con Cristo y
‘conmuere’ con él. El Dios que nos dio
la vida nos ha dado también la muerte. Pero no como castigo positivo,
sobreañadido y sobrevenido por nuestros pecados, sino mediante las leyes
naturales grabadas por el Creador bueno en la estructura de cada organismo
viviente. Que, salvo milagro en contra, es, por necesidad física, perecedero,
caduco, corruptible, desintegrable, pasto de la muerte.
«Inmersos en la polémica del
momento, los padres del concilio de Cartago y de Trento y los que siguieron su
enseñanza no ejercieron ninguna tarea crítica sobre las fuentes. Por otra
parte, no debemos ser exigentes con ellos. Hasta bien entrada la modernidad no
surge en nuestra cultura occidental el pensamiento crítico. Ni respecto a la
lectura de la Biblia ni respecto a cualquier otro texto o monumento cultural de
siglos pasados. La verdadera fuente para afirmar que el primer hombre, el
hombre del paraíso, poseía el privilegio de la inmortalidad y que en un segundo
momento lo habría perdido por su culpa, hay que buscarla en la memoria y
psicología profunda de la colectividad humana, creadora de mitos».
Existe en el ser humano un deseo, anhelo, “gana” de
inmortalidad. Este deseo connatural, indestructible ha sido expresado en varios
mitos que hablan de la edad de oro, del paraíso inicial de la tribu/humanidad.
Dentro de la felicidad que les parecía connatural en los divinales,
prestigiosos inicios, se atribuye a los hombres primeros la inmunidad de la
muerte, la inmortalidad. La narración mitológico/simbólica del Gn 2-3, en la
medida en que tocaría el tema de la exención de la muerte, hay que clasificarla
también, en cuanto a su tenor y redacción literaria, dentro de estos mitos de
los orígenes. Dentro de esta expresión mitológica y parabólica, la exégesis
moderna ha descubierto que el “paraíso” donde reina la amistad y familiaridad
de Dios con el hombre, y donde, por consiguiente, goza éste de la inmortalidad,
no está en el inicio real de la historia de salvación, sino al final. La inmortalidad
integral es un don escatológico, no protológico. Está puesto por Dios delante
de nosotros: en el paraíso celestial. En la tierra, el hombre puede anhelarlo
en la medida en que la vida eterna, según san Juan, está ya presente en nuestra
existencia, anticipada por la práctica de la caridad fraterna.
7.EL PECADO ORIGINAL Y LAS OTRAS LÍBIDOS HUMANAS
Los diversos impulsos pasionales que combaten la vida
espiritual, nuestros autores ascéticos los agrupan en torno a ‘la irascible y la
concupiscible’. Según hemos señalado
y es sabido, la teología clásica era interminable hablando de los estragos,
des-enfreno, corrupción que el PO habría ocasionado en al concupiscible, en la
líbido sexual. Pero ya sabemos que san Agustín, y la tradición posterior, conocían
otras líbidos. Podemos verlas cifradas en la figura de la
‘irascible’: el instinto de dominar, la agresividad, la violencia desenfrenada.
Seguro que los antiguos defensores del PO suponían que la irascible también
habría sido corrompida. Sin embargo, nunca parece que
hayan pensado que el PO podría estar en el origen y hasta consistir en el ‘desenfreno de la irascible’ y no de la
concupiscible.
Al fijarse en la líbido sexual como socia inseparable,
elemento esencial del PO, los defensores de esta doctrina no sabían ni podían
romper el lazo umbilical que les une con el seno materno de dicha creencia: los
primigenios tabúes sexuales, la mancha fisiológica (elevada luego a mancha
ritual y a mancha moral) que acompaña el ejercicio de la sexualidad, también en
sus formas más nobles: la paternidad y la maternidad. La ‘grandiosa’ teoría del PO no reconocería de buen grado estos
humildes, oscuros inicios. Los teólogos antiguos los ignoraban, no tenían
conciencia de ellos. Pero el peso de tales inicios operaba, sin duda, desde el
inconsciente y subconsciente colectivo, desde la cultura ambiente en que
estaban inmersos. Por lo demás, la teología del PO no podía menos de dar
importancia primordial a la generación como medio de transmisión del pecado del
protoparente. Los antiguos no lo dijeron, y nosotros no podemos imaginar, cómo
el ejercicio de la irascible podía ser medio transmisor del PO por miles de
generaciones. Y un PO que no sea transmitido por generación ya no es tal PO,
según los antiguos.
Si ahora ponemos el tema del PO en relación con la irascible: violencia, envidia, afán de dominar, cainismo,
es para recoger un poco la idea que han puesto en circulación algunos teólogos
actuales. Seriamente críticos con la enseñanza tradicional -agustiniana,
escolástica, tridentina- sobre el PO, han recurrido a otras figuras que
completen, reestructuren y hasta puedan evitar el seguir hablando de la
enseñanza tradicional. Hemos mencionado el pecado del mundo, el pecado social,
el pecado estructural.
Los defensores más conspicuos del pecado del mundo son P.
Schoonenberg y el Catecismo Holandés.
El pecado del mundo, el conjunto de los pecados que en la historia han cometido
los hombres, lo presentan culminando en la Cruz: “El pecado del mundo alcanzó su punto culminante en la crucifixión de
Cristo”. Afirmación que habría que entender no fijándose en evento
histórico, empírico de la crucifixión de Jesús por parte de los hombres, sino
en su sentido simbólico/teológico.
Respecto a la relación entre la recién venida figura del
pecado del mundo y el viejo PO ya hemos hablado anteriormente.
La crucifixión de Jesús, su asesinato por sus hermanos los
hombres, puede presentarse como el pecado paradigmático, ‘originario’, cifra y
símbolo de todo pecar humano. En modo alguno podría decirse que el asesinato de
Jesús sea un gran pecado “originante” que habría desencadenado la aparición de
todos los pecados humanos. Al contrario, el crimen de la crucifixión de Jesús,
mediante un impulso dialéctico dirigido por Dios, lo que desencadenó fue la sobreabundancia
de la Gracia de Dios sobre los pecadores. El PO “originado” afectaba/era propio
de cada hombre tomados uno a uno y en forma real, no meramente simbólica. Como
digo, la crucifixión/asesinato de Jesús, tiene carácter de pecado “prototípico,
paradigmático-emblemático”: simboliza el máximo de los pecados humanos: el
asesinato del hermano. Con esto queremos señalar que, en referencia a la
violencia, ‘la irascible’ puede
constituir el ‘pecado originario’ de la humanidad, con tanto o mayor motivo que
el viejo PO, a quien presentan como inseparable de la concupiscible
(concupiscencia). La irascible puede aspirar a compartir este oscuro privilegio
con la concupiscible.
Génesis 2-7 describe la aparición temprana del pecado en la
especie humana. En cuadros sinópticos se ofrecen tres tipos de pecados que
cifrarán en sí las formas más comunes del pecar humano: el pecado de adán, el
pecado de Caín, el pecado de los prediluvianos. El relato termina hablando de
la Alianza salvadora de Yhwh con la nueva humanidad surgida de la purificación
del diluvio. Nos interesa fijar la atención en este pecado prototípico,
paradigmático: el asesinato del hermano por Caín. Siguiendo esta línea de
violencia, es como puede decirse que la crucifixión de Jesús de Nazaret, el Hermano
mayor, el Primogénito entre los hermanos, es el pecado por excelencia, pecado
que cada uno reitera cuando hace violencia a los hermanos. De aquí deducimos
esta doble conclusión:
-que el grande, inconmensurable pecado cometido por la
humanidad no habría tenido lugar en el jardín del Edén. Tuvo lugar,
simbólicamente en el Calvario;
-que el máximo pecado, arquetipo de todo pecado, no se
cometió ni es calificable como desobediencia directa, vertical, dirigida hacia
Dios, sino dirigida hacia el Altísimo, sin duda, pero mediante la muerte dada
al Hombre Jesús, Imagen de Dios y Primogénito de los hijos de Dios.
-El tradicional PO (originante y originado) se cometió,
según explicaban, y se perpetúa a impulsos de la concupiscencia, por mediación
de la mujer Eva, símbolo de la sensualidad y hasta de la sexualidad y bajo el
impulso de la líbido sexual de Adán, el varón. Este pecado emblemático, el
asesinato de Jesús, el Hermano mayor de la humanidad (y su antitipo, el
asesinato de Caín) se comete a impulso de la irascible, de los instintos de
agresividad desbordados. Pero ya se ve que no es posible afirmar que los
impulsos a la violencia desbordada que sufrimos e inferimos los humanos se
transmita por un proceso de generación biológica, homologable a la generación que
transmitiría el PO. Nunca pensó en ello la antigua teología.
En la Escritura, en varias ocasiones, la violencia
fratricida y, especialmente la crucifixión de Jesús se atribuye a la ‘envidia’: Caín mató a su hermano por
envidia, 1 Jn 3,12; Gn 4,5. Por envidia los hermanos entregaron a José, Gn
37,8. Por envidia los judíos entregaron a Jesús, Mt 27,18; Mc 15,10. Por
envidia del diablo entró el pecado en el mundo, Sab 2,24. Y es frecuente decir
que Adán y Eva pecaron porque ‘envidiaban’ la inmortalidad de Dios. La envidia
parece que, según los analistas, va unida indisolublemente a la ‘violencia’. Tema este cuya importancia
en la historia de la religión y de la cultura en general ha sido puesta de
relieve por los estudios de René Girard y sus comentaristas. Con ello, el tema
de la irascible, como fuerza impulsora de la historia humana, también lograría
un lugar de preferencia en la historia pecadora de la humanidad. En cuyo caso,
el viejo Adán debería compartir su “privilegio” de ser el introductor de El Pecado
en el mundo, con Caín, con Lamec, con Judas Iscariote y otros grandes violentos
que en el mundo han sido. Por lo demás, la mitología y el folklore cristiano
hablan del Adán paradisíaco como de un hombre débil, descuidado y haragán, pero
no violento.
Terminamos, pues, esta reflexión con la convicción de que
la “gran miseria” que abruma a la humanidad, nominalmente la miseria de la
muerte, no puede ser presentada como un castigo de Dios por el PO (originante y
originado). En los albores del siglo XXI, el seguir manteniendo esta
“etiología” o explicación sobre el origen de nuestra miseria carece de
cualquier fundamento en la Palabra de Dios. Y a nivel de comunicación del
Mensaje, a nivel pastoral, es exponerle a la irrisión de los increyentes y,
sobre todo, de los creyentes. Quienes, según san Buenaventura, estamos
obligados a pensar de Dios “altísima y piadosamente”. Al lado de este motivo
teológico y hasta teologal, ponemos una motivación de profundo humanismo
cristiano: no es aceptable que el hombre, ‘noble
imagen de Dios’ sea castigado con tanta miseria sin culpa personal ninguna.
En este momento, cada hombre cristiano evocaría las palabras del poeta: “apurar cielos pretendo/ y a que me tratáis
así/ qué delito cometí/ contra vosotros naciendo… dejando a una parte cielos/
el delito de nacer/ ¿qué más os puede ofender/ para castigarme así?” (Calderón
de la Barca). O bien se le vendrá a la mente la citada frase de Julián de
Eclana, quien al llegar a este momento d la teoría del PO, la calificaba de
auténtica barbaridad = ‘probata
barbaries’, monstruoso invento = ‘prodigiale
commentum’. Digamos, con sencillez, que tal explicación de la miseria
humana -nominalmente de la muerte- como castigo por el PO es del todo
inadmisible, deshonra al Dios castigador y al hombre castigado.
“Ninguna religión, dice Pascal,
excepto la nuestra, ha enseñado que el hombre nace en pecado; ninguna secta de
filósofos lo ha dicho; ninguna, por lo tanto, ha dicho la verdad”. Esta
afirmación tan grávida de contenido y revestida de la solemnidad de un
apotegma, conviene encuadrarla dentro del contexto general de todo el
cristianismo de su autor. La doctrina del PO es una de las bases firmes del
pensar y del vivir del gran genio y gran creyente que fue Pascal. Su crítica de
la filosofía y su apología de la revelación; su figura de Cristo a todas luces
hamartiocéntrica en su misión salvadora; su antropología centrada en la
reflexión y vivencia de la “miseria” humana; su religiosidad indudable está
impregnada del sentimiento de culpa proveniente del hecho del PO. Se ha podido
hablar de ella por alguno de sus admiradores como de ‘la religión triste de Pascal’ (L. Kolakowski). Sin embargo, con el debido respeto a un hombre genial y
profundamente religioso, me permito expresar mi disconformidad radical con el
citado texto pascaliano. Cuando el Cristianismo ‘occidental’ ha dicho a los hombres que nacen en PO, no les ha
dicho la verdad sobre lo que el hombre es ante Dios. La verdad es que, como he
venido exponiendo, el hombre no nace en pecado, sea ‘original’ u otro: nace en
amistad de Dios, acogido a la Gracia que lo eleva de su ser creatural y le
confiere un nuevo ser en Cristo. La enseñanza sobre el PO, lejos de ser un
motivo de ‘gloria’ y excelencia sobre las demás filosofías y religiones, debería
buscar la forma de defenderse ante la humanidad por el hecho de haber
proclamado durante siglos, en forma infatigable y solemne, que el hombre nace
en PO. En vez de decir la verdad: que nace como hijo de Dios en Cristo, en el
paraíso y en la casa del Padre. En ese punto, la verdadera excelencia del
Cristianismo sobre las demás religiones y filosofías debe fijarse en que, al
dirigirse al hombre, sólo esta religión puede darle la Buena-Nueva de que
inicia su existencia en la tierra acogido-ya a la amistad con Dios, elevado-ya
a la dignidad de hijo de Dios transformado su ser natural en nuevo ser en
Cristo. Y las demás filosofías y religiones nada saben de este grato mensaje.
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