sábado, 30 de marzo de 2019

MIRADA RETROSPECTIVA, INTROSPECTIVA Y PROSPECTIVA


XII.
MIRADA RESTROSPECTIVA, INTROSPECTIVA Y PROSPECTIVA

Este último capítulo lo dedicamos a subrayar algunas de las afirmaciones esparcidas a lo largo de los capítulos anteriores. Queden estas líneas finales como ‘síntesis’ de lo anteriormente expuesto y, al propio tiempo, como ‘temas de reflexión, abiertos a todo viento de preguntas y discusiones’. Es obvio que sobre el tema del PO ‘está prohibido’ no ya ‘dogmatizar’ pero ni siquiera ‘adoctrinar’ a nadie en contra de su creencia en el mismo, una creencia vieja de siglos. Pero, como diría el ‘poeta prometeico’, sobre el PO son lícitas e indispensables todas las preguntas, por más escandalosas y perturbadoras que puedan parecer. Esta reflexión final la ponemos bajo los epígrafes de mirada retrospectiva, introspectiva y prospectiva. Una división más bien convencional, pero que puede establecer cierto orden y claridad en la exposición de nuestro pensamiento y ayudar al lector a seguirlo con mayor facilidad y provecho.

1.Mirada retrospectiva

La mirada retrospectiva que ponemos sobre todo lo expuesto quiere subrayar estos puntos concretos: a) El origen pagano del ‘cristianísimo’ dogma del PO; b) El cristianismo occidental ¿religión del amor-religión del miedo?; c) El PO, ¿rémora para la cultura secular en Occidente?

Origen pagano de la teoría del PO. En el año 1967 en un coloquio internacional del más alto nivel humanístico, filosófico, teológico y científico decía R. Panikkar: “Es inútil recordar que el mito del pecado original es originariamente pagano”. La certeza de esta afirmación no h a hecho más que crecer desde entonces hasta hoy. Ningún conocedor de la historia de las religiones, de la cultura secular antigua, de la historia de la teología, podría ponerla hoy en duda.
Los teólogos cristianos de la época patrística pensaron que  la creencia pagana en la ¡caída originaria’, con todos sus antecedentes, concomitantes y consiguientes, era una buena preparación para el Evangelio y aculturaron e inculturaron en ella su mensaje sobre Cristo Salvador. El resultado final fue la creación funcional, pero artificial del dogma del PO, vigente desde el siglo V hasta hoy mismo en el cristianismo occidental. Este dogma y la cultura humanista secular vivieron en perfecta simbiosis durante varios siglos. En realidad, durante siglos, no existía una cultura secular ya que ésta sobrevivía absorbida por una cultura teológica y dentro de un régimen de cristiandad. Durante siglos fue hegemónico el dominio de la cultura eclesiástica, teológica, clerical, monástica. El Renacimiento humanista del siglo XV, por su revalorización de la naturaleza humana, podría significar una superación virtual de la ‘antropología del hombre caído’. Así lo constataron con energía primero Lutero, los jansenistas y grupos de teólogos católicos. Por eso, reafirmaron en el concilio de Trento la vieja doctrina. Al llegar la Ilustración, la cultura secular logra su autonomía y personalidad propia. Por desgracia, a espaldas, en gran medida, de las Iglesias cristianas. Desde entonces la cultura secular proponía la repulsa del dogma cristiano del PO como una de las condiciones indispensables para dejar paso a la modernidad y al progreso cultural de Occidente.
En este contexto, lo lógico es que se demande la desaparición de nuestro lenguaje religioso cristiano la calificación (descalificación) de la raza humana como ‘hombre caído’. Si las Iglesias cristianas le dicen al hombre actual que es un ‘hombre caído’ o, en lenguaje más duro, que nace en PO, no le dicen la verdad, como pretendía Pascal. Involuntariamente, sin pretenderlo, incluso en contra de su mejor y más profunda buena voluntad, se le está inculcando a la gente una idea falsa, deprimente y, a mayores, de origen pagano y maniqueo. Lo verdadero y cristiano es decirle que cada ser humano, es un ‘hombre elevado’ a la adopción de hijo de Dios en el Hijo, desde el primer instante de su ser. Hay que dejar de proclamar tozudamente la ‘Mala y Triste Noticia’ (Dys-aggelion) de la ‘Gracia original’ que Dios otorga a todo hombre que entra en el mundo y al entrar en el mundo.

Religión del amor-religión del miedo. Es un tópico que todos aceptamos al hablar de la religión del Antiguo Testamento (AT) como la ‘religión del temor’, en contraposición a la ‘religión del amor’, la del Nuevo Testamento. Esta designación podemos darla del todo por válida a nivel doctrinal y teórico. Si bien, incluso a este nivel, tenemos en el Nuevo Testamento textos apocalípticos y escatológicos que permiten dudar si tales textos fueron inspirados por el Dios-Amor, o por otro dios diferente. En todo caso, se pueden levantar dudas fundadas y peligrosas sobre si, en la práctica, en la vivencia cotidiana del cristianismo, éste ha sido siempre vivido como ‘religión del amor’. O más bien haya sido vivido, en forma muy ostensible y por muchos, como ‘religión del miedo’.
Anteriormente hemos hablado de ‘los grandes miedos’ que han dominado, en forma prolongada e intensa, muchos tiempos y espacios del cristianismo occidental. En esta línea, hemos dado gran importancia, pienso que merecida, a los estudios de J. Delumeau sobre el miedo en Occidente, en su cultura, en su cristianismo. Encontramos aquí un hecho similar al que ocurre con los trabajos y estudios de R. Girard sobre ‘la violencia y lo sagrado’, sobre la importancia de la violencia en el origen de la religiosidad y de la cultura humana y de sus mutuas interferencias: un misterio escondido desde el comienzo del mundo. El tema de la presencia del miedo en la religiosidad y cultura de Occidente, me parece un tema de similar alto relieve, al menos para los inmersos en esta zona cultural religiosa. Dejando otros aspectos de este complicado tema, lo que aquí nos corresponde es señalar la presencia e influencia del dogma del PO en la creación de esta ‘religiosidad del miedo’, del miedo al Dios justiciero y castigador. El cual va indisolublemente unido al sentimiento exacerbado de pecado, al sentimiento morboso de culpabilidad personal y colectiva, del que hemos hablado con detención.
Según los defensores de la teoría del PO, el proyecto originario de Dios sobre la humanidad se historificó en el estado paradisíaco. La historia humana sería gobernada por Dios según la ‘Ley del amor’ (Ordo amoris). Pero, ocurrido el pecado de Adán, él y su descendencia cayeron, según palabras del Tridentino, “bajo la ira e indignación de Dios… Bajo aquel que tiene el señorío de la muerte, el diablo” (DS 1511) [Desde luego, la imagen que queda de Dios, que por la creación del primer hombre todo termine en manos del diablo, es para hacérselo mirar; a este ‘Dios-en-prácticas’ no se le puede sino suspender]. Es decir, la historia humana pasó a ser regida por ‘la ley de la divina justicia’ (Ordo iustitiae). En este momento entra en acción el ‘mito de la pena’, que menciona Horacio: ‘la pena sigue implacable a la culpa’. Que luego se transforma en ‘teología de la pena’ por obra de teólogos cristianos como Agustín y Anselmo: ‘a todo pecado sigue, inexorable, el castigo’. El castigo que Dios impone a la humanidad pecadora, convertida en ‘masa de pecado’ es este: sujeción al dominio de Satanás, a la tiranía de El Pecado (muerte y sufrimiento), a las penas del infierno. Como el género humano no puede pagar la pena incurrida, el Hijo de Dios ofrece al Padre la satisfacción infinita que el infinito pecado human exigía. La muerte de Jesús en la cruz es interpretada según las exigencias de ‘la teología y/mito de la pena’. Pero esta idea del Dios castigador, justiciero del pecado humano, pensamos debe ser eliminada de nuestra teología y de nuestra religiosidad católica. Es una consecuencia inevitable, entre otros factores, de la crítica radical a l a que está actualmente sometida la teoría del PO. Porque, es claro que esta imagen de Dios castigador y justiciero aparece como consecuencia de que ‘todos los hombres han pecado en Adán’.
Existe hoy en la teología católica una especie de ‘ofensiva general contra el Dios violento’, el que interviene en el feo asunto del Po para castigar al ‘hombre caído’ en la forma indicada. No podemos demorarnos en pormenores. Pero recordamos: a) El texto ya citado de P. Ricoeur sobre la repulsa general del hombre moderno a la teología de la pena (al mito de la pena) y a todo lo que ella comporta. Ella es el soporte teológico argumentativo a favor del PO, desde san Agustín hasta hoy mismo; b) El evento del PO transformó (según los defensores del PO) al Dios-Amor en Dios-Castigador, justiciero. Sin embargo, lo cierto es que el Dios cristiano no ha castigado el pecado de Adán con tanta miseria, ni castigará, con castigos positivos, a los malvados con las penas infernales.
Durante siglos, los teólogos y los predicadores cristianos han presentado la muerte violenta y martirial de Jesús en la cruz como la suprema manifestación de la ira de Dios ofendido por el PO y sus secuelas. Como si el Padre castigase en el Crucificado los pecados de toda la raza humana. Esta idea y los textos que la expresan merecen una dura crítica (compartida por muchos) de parte de R. Girard. Piensa él que la interpretación penal, sacrificial, expiatoria de la muerte de Jesús no tiene base en el Nuevo Testamento. Ni siquiera en la carta a los Hebreos. Fue la teología medieval, por boca de Anselmo, la que llevó a su florecimiento esta interpretación de la muerte de Cristo, según las exigencias de la teología de la pena: “Los esfuerzos por explicar este pacto sacrificial no han conducido más que a soluciones absurdas: Dios tiene necesidad de vengar su honor, comprometido por los pecados de la humanidad. Y no sólo exige una nueva víctima, sino que reclama la víctima más preciosa y la más querida, su propio Hijo. Este postulado ha hecho, sin duda, más que cualquier otra cosa, que el cristianismo quede desacreditado a los ojos de los hombres de buena voluntad en el mundo moderno. Tolerable todavía para la mentalidad medieval, se ha hecho intolerable para la nuestra, y constituye la piedra de escándalo por excelencia para un mundo que se revela completamente contra lo sacrificial” (R. Girard, El misterio de nuestro tiempo).

La doctrina del PO, ¿rémora para la cultura? La mitología antigua hablaba de un fantástico pez, llamado ‘rémora’, que adherido a las naves que surcaban el ‘Mare nostrum’ impedía o retardaba su llegada al puerto deseado. Esta función del fabuloso pez rémora la habría ejercido la doctrina del PO respecto a la cultura secular, humanista de Occidente, Obviamente, la doctrina del PO no es toda la antropología teológica, ni mucho menos todo el cristianismo. A pesar de la importancia primordial que Agustín, Pascal y otros quisieron concederle. Y aunque se diga que esta teoría perjudicó al progreso de la sociedad en determinados aspectos y determinados tiempos, nos queda el cristianismo integral y auténtico que, desde otras varias perspectivas, contribuyó al progreso de Occidente como ninguna otra religión o pensamiento filosófico.
Según mencionamos antes, a partir del siglo V, el cristianismo, la teología cristiana y la cultura secular de Occidente habrían vivido en perfecta simbiosis y armonía. La cultura secular pagana pervivía del todo sumergida en la llamada cultura de la Cristiandad, toda ella de impregnación eclesiástica, clerical, teológica, monacal. En el siglo XV ocurre el Renacimiento de la cultura clásica greco-romana, pero sin romper con la Iglesia. Sólo en los siglos XVII-XVIII la cultura secular adquiere independencia, personalidad propia y autonomía. Por desgracia, a espaldas e incluso contra las Iglesias cristianas. Pues, como hemos visto, ‘la cultura secular de la Ilustración y en toda la época moderna encontró en el dogma cristiano del PO su máximo adversario’. Y, a la inversa, el dogma del PO fue presentado por los apologistas del cristianismo de la época (J. de Maistre, Donoso Cortés) como baluarte más firme contra todo lo que significaba el progreso y la modernidad de los siglos XVIII-XIX. Uno de los máximos logros de la cultura occidental, el desarrollo de la Ciencia, también encontró fuerte oposición por parte de los defensores del PO. Concretamente en la prolongada polémica en torno a la posible aplicación del evolucionismo al origen de la especie ‘hombre’.
Contemplada la cultura moderna en forma global, me parece que podemos suscribir estas palabras de A. Vergote: “El dogma del PO es, sin duda alguna, la doctrina cristiana que más escandaliza al hombre contemporáneo. En muchos de nuestros contemporáneos el afán de desmitologizar el cristianismo responde al deseo profundo de librarse de la conciencia insoportable de ser un ser degradado por una culpa original”.
En los artículos que acabamos de citar, se subraya el hecho de que ‘el ateísmo’, fenómeno tan específico de la cultura occidental, tiene una de sus raíces más vigorosas en la repulsa que a muchos hombres ‘honrados’ inspira la teoría del PO, en sí misma y la ‘constelación de afirmaciones’ que la acompañan…
El humanismo radical de nuestros días también percibe en el dogma del PO uno de los grandes enemigos del progreso. Un representante de este humanismo radical habla de los “pecados capitales/congénitos” del cristianismo por los cuales éste merecería la execración/maldición de la cultura moderna. El primer gran ‘pecado’ del cristianismo y el primer atentado contra la cultura sería la doctrina del PO. Con ella se recortan y anulan las posibilidades y los derechos naturales del hombre. En segundo lugar, y en íntima relación con ella como ya sabemos, la doctrina de la reconciliación del hombre con Dios por medio de la satisfacción penal. Unida, como es sabido, al mito y teología de la pena. Teología y mito expresada, entre otras formas, en el truculento axioma de que “sin efusión de sangre no hay redención”.

2.Mirada introspectiva

Bajo este título convencional vamos a hablar de la influencia dañina que la doctrina del PO ha tenido en el interior del sistema cristiano de creencias.
Ya de entrada hacemos nuestras estas palabras de P. Ricoeur, un teólogo reformado que ha estudiado, como nadie, los problemas de fondo que se ocultan dentro de la doctrina del PO: “El concepto de PO es un falso saber y debe ser destruido como tal saber. Saber semijurídico sobre la culpabilidad del recién nacido, saber semibiológico sobre la transmisión de una tara hereditaria, falso saber que encierra en un único concepto insostenible la categoría jurídica de deuda y la categoría biológica de herencia”. Y un poco más adelante: “Nunca se criticará con suficiente energía el mal que ha hecho a la cristiandad la interpretación literal, incluso ‘historicista’ del mito de Adán. La ha hundido en la profesión de una historia absurda (un sacrificius intellectus), en especulaciones pseudoracionales sobre la transmisión semibiológica de una culpabilidad semijurídica de la falta de ‘otro’ hombre, colocado en la noche de los tiempos, a medio camino entre el pitecántropo y el hombre de Neandertal. Al mismo tiempo, el tesoro oculto en el mito adánico, ha sido lapidado… Pero el símbolo (mito) dará siempre qué pensar, más allá de toda crítica reductora. Entre el historicismo ingenuo y fundamentalista y el moralismo exangüe de la racionalización, queda abierto el camino de la hermenéutica de los símbolos” (P. Ricoeur, Le conflit des interprétataions. Essais d’herméneutique).

Concretamos un poco este enorme daño causado por la creencia en el PO.

Daño infligido al concepto de Dios. El concepto cristiano de Dios ha sido notablemente ‘manchado’ por el contacto con la teoría del PO. Julián de Eclana estuvo genial cuando dijo que la doctrina agustiniana sobre el PO es incompatible con el concepto de Dios que se nos revela en Cristo. Él se fijaba en que la afirmación del PO es incompatible con la justicia de Dios. Y tenía razón, según lo expuesto en páginas anteriores. Todavía Enel siglo XIX, Donoso Cortés decía que el Dios Amoroso que gobernaba la humanidad original, por el PO, se tornó en el Dios Justiciero que ahora gobierna a la humanidad caída.
Pero hay otro aspecto en el que la creencia en el PO ha sido del todo dañina en el concepto cristiano de Dios. Me refiero al hecho de que la afirmación del dogma del PO ha oscurecido y ‘manchado’ la belleza espiritual de esta verdad nuclear de religión cristiana: la afirmación de ‘la voluntad salvífica universal y operativa de Dios’ sobre los hombres todos. Esta afirmación de la llamada de todos los hombres a la vida eterna en Cristo, es calificada por K. Barth como ‘la sustancia del Evangelio’, de la ‘Buena Nueva y Alegre Noticia’, la mejor que Dios ha dado a los hombres. Pues bien, según los defensores de esta teoría, por el PO todos los hombres han sido constituidos en masa de pecado, masa de condenación por el pecado de Adán. De esta masa de condenados, Dios selecciona ‘unos pocos’ para la vida. Los demás, ‘casi todos’ los seres humanos, serán justamente condenados al infierno, por estar corrompidos por el PO. En san Agustín, esta reducción de la universal voluntad salvífica es patente. Y durante siglos estas enseñanzas agustinianas, no eran mantenidas como dogma, en el sentido técnico de la palabra. Pero sí circularon, durante siglos, como doctrina teológica generalmente aceptada. Afirmaciones que incrementan su peligrosidad cuando se las hace circular unidas a una interpretación rígida del axioma ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’. Axioma repetido por los defensores del PO en siglos pasados y que tiene resonancias realmente dolorosas para un cristiano del siglo XXI.

Contra la excelencia del Salvador. Nosotros la vemos especialmente rebajada esta excelencia por la teoría del PO en un doble momento: en la existencia misma del Salvador; ya que de no haber ocurrido el PO, Cristo no hubiese existido, no habría entrado, según esta teoría, en la ‘actual’ historia de salvación. Con lo cual Cristo aparece como una especie de ‘sustituto’ del primer adán. Y luego, porque la actividad redentora de su cruz quedaba limitada a los que entran en la Iglesia por el bautismo: una mínima parte de la humanidad. Los demás, manchados por el PO, sujetos a la tiranía de El Pecado que domina el mundo (cf. Rm 6-7), quedaban excluidos de la vida eterna y eran declarados reos de condenación eterna.

El pecado original y el misterio de la Inmaculada. El misterio de María Inmaculada fue lamentablemente oscurecido por la creencia en el PO. Porque esta creencia perjudicó al misterio mariano en su origen, en su desarrollo histórico e incluso en el modo cómo lo exponen hoy mismo algunos mariólogos, quienes parece que no aciertan a hablar de la plenitud de la gracia inicial de María, si antes no hablan de que fue liberada del PO y sus efectos.

La triste figura del hombre caído. Durante siglos la teoría del PO deformó la auténtica imagen cristiana del hombre. Con tristeza recordamos aquella cita sobre el PO: “Es la doctrina más degradante y vejatoria jamás pronunciada sobre el ser humano”. Pero lo cierto es que el hombre, no es por definición ‘el hombre caído’. Es originalmente, por definición y desde siempre el ‘hombre elevado’ por Cristo, desde el primer momento de su ser, a la dignidad de hijo de Dios en el Hijo.

En el terreno de la moral.  Los daños ocasionados por la teoría del PO casi los calificaríamos de ‘estragos’. Sembró de oscuridad el concepto teológico de ‘pecado’, al hablar de pecado en el hombre en el primer instante de su ser, antes de cualquier acción suya consciente y libre. Un pecado ‘originado, heredado’ es una especie de ‘hierro de madera’. Un enunciado contradictorio. Y, por otra parte, la creencia en el PO fue un factor de primer orden para crear en la Comunidad cristiana, en muchos creyentes y en muchas circunstancias, una enfermiza obsesión de pecado, un generalizado, exacerbado sentimiento de culpabilidad, a nivel individual y social. Toda la vida apetitiva y desiderativa del hombre, especialmente la sexualidad, estaría desenfrenada y corrupta como de raíz, por el PO. Los sufrimientos todos de la vida son interpretados como ‘castigo de Dios’, por mor del omnipresente y omnipotente PO. Con excesiva, cotidiana frecuencia el pueblo cristiano se consideraba a sí mismo como “los desterrados hijos de Eva”, que marchan por la vida “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”, esperando verse liberados de “este destierro”. El filósofo A. Schopenhauer extremaba esta situación y decía que, por efecto del PO, el planeta tierra se había convertido en una especie de ‘colonia penitencial’.

¿No reportó algún bien la creencia en el PO, durante sus quince siglos de evidente omnipresencia en la Iglesia Occidental? El tema lo hemos tratado expresamente en estudios anteriores. No podemos demorarnos en él. Mencionamos sólo dos momentos en los que, ya desde su ‘inventor’ san Agustín, parecía indispensable hablar del PO:

a)     Si no se reafirma el PO, no se ve qué sentido pueda tener la praxis universal del bautismo de los recién nacidos.
b)     Si se niega el PO, no hay base para afirmar la necesidad absoluta y universal de la Cruz de Cristo.

A pesar de la tenacidad y solemnidad con que ambas afirmaciones han sido mantenidas durante siglos por san Agustín y sus seguidores, ambas afirmaciones son falsas, insostenibles:

a)     La necesidad de bautismo no radica en que el bautizado tenga o no tenga pecado. Todo hombre necesita del bautismo en la medida en que necesita entrar en la Iglesia, comunidad de salvación. Tenga o no tenga en su alma algún pecado de cualquier designación.
b)     La necesidad radical y absoluta del Salvador no proviene de que tenga o no tenga pecado. Se basa en que el hombre, en pura y mera naturaleza, tiene necesidad absoluta de la ‘gracia elevante’ para ser grato a Dios en orden a la vida eterna. El beato J. Duns Escoto dice que la Madre del Señor tuvo ‘máxima necesidad de Redentor’ (maxime indiguit redemptione). Aunque no tuvo pecado ninguno.

3.Mirada prospectiva

Como es obvio, esta última mirada se dirige hacia el previsible futuro inmediato de las relaciones entre el dogma cristiano del PO y la cultura occidental, tras larga, azarosa convivencia de más de quinientos siglos.

Nueva situación de la cultura occidental. Por lo que respecta a la cultura secular humanista, ya sabemos que a partir del siglo XVIII, cada vez con mayor amplitud y densidad, la cultura humanista secular ha rechazado la doctrina del PO. Esta es una de las doctrinas cristianas que, en conjunto y bajo diversos puntos de vista, le `producen más fuerte rechazo. Los teólogos conservadores de este legado doctrinal de la Iglesia (para algunos muy precioso) podrían pensar: este dogma pudo ser mantenido en el Occidente cristiano durante quince siglos ¿por qué no podría mantenerse en la sociedad/cultura occidental (y virtualmente universal) del siglo XXI? La respuesta a esta pregunta podría iniciarse con unas palabras de Don Quijote en su lecho de muerte, ya del todo lleno de sabiduría: “Señores, vamos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño”. Vale decir, la cultura secular desde el siglo V al XVIII   fue muy receptiva, fue un buen nido para acomodar en ella la recién nacida doctrina del PO. Después de lo expuesto en capítulos anteriores, conocemos ya algunos de los diversos motivos de esta buena recepción. Pero me fijo en este, ya varias veces señalado: la cultura greco-romana del siglo II-V, en la que ocurría la primera inculturación del mensaje de Cristo salvador, ofrecía a los ojos de los teólogos cristianos de la época una ventajosa ‘preparación para el Evangelio’, con su antropología del ‘hombre caído’, según la proponía el mito de la edad de oro y el mito platónico del alma caída y desterrada. A este hombre, que tenía la conciencia de ser un mísero ser caído, no era difícil inculcarle la necesidad de un Salvador que lo levantase.
El hombre actual, aunque pueda tener conciencia de su existencia trágica, no puede atribuir el hecho a una caída o degradación de estilo mítico o platónico; ni al pecado de origen del que hablan los teólogos cristianos. Su concepción evolutiva, dinámica, procesual de la vida humana y de la marcha del universo en general, no se lo permite. Una ‘antropología del hombre caído’ es impensable, inaceptable para una cultura moderna. Además, muchos de los que, en los últimos siglos, han combatido la teoría del PO lo han hecho bajo el impulso de un concepto de Dios y del hombre de clara, aunque lejana, raíz cristiana. Especialmente la figura del Dios justiciero que viene envuelta en todo el oscuro asunto del PO, es insoportable p ara el hombre moderno. Por motivos de ética, como decían los filósofos de la Ilustración. Y de ética y estética a la vez, como diría Nietzsche.

Nueva situación de la doctrina del PO. Por otra parte, desde su propia situación como teólogo del siglo XXI, ningún católico puede hablar sobre el PO con la solemnidad, las certidumbres divinales y absolutas con las que hablaban nuestros colegas de siglos pasados, hasta mediados del siglo XX. Tales solemnes, divinales certidumbres me parece que están del todo relativizadas y hasta del todo desplazadas por estas constataciones, referentes al PO, que la teología católica actual pienso que no podrá poner razonablemente en duda:

-        La doctrina eclesiástica del PO ‘no es doctrina bíblica’, en el sentido técnico y preciso de la designación. Concretamente, no se puede hablar de un pecado de Adán que sea ‘originante’ real e histórico de la ruina espiritual del género humano. Por la obvia razón de que Adán no es un personaje histórico, ni tiene fundamento la llamada ‘teología de Adán’, con todas sus implicaciones. Ahora bien, eliminado el pecado original ‘originante’ ¿qué sentido tiene seguir hablando de un pecado ‘originado’ en cada hombre que llega a este mundo, por el comportamiento de un individuo/Adán que ciertamente nunca existió? Según una tradición multisecular el llamado ‘pecado original’, o es ‘adánico’ por definición, o no existe en absoluto.
-        Aunque se encuentren elementos dispersos de la misma, esta doctrina eclesiástica, como tal, era desconocida por la Iglesia universal antes del siglo V.
-        Se puede afirmar que las Iglesias cristianas de Oriente desconocen, hasta el día de hoy, la doctrina del PO, tal como la propuso Agustín o el mismo concilio de Trento.
-        El dogma del PO es un dogma típicamente occidental un ‘propium’ (exclusivo) de la Iglesia latina. Pero, dentro del cristianismo occidental, encontramos diferencias muy marcadas que permiten dudar de la unanimidad y, por consiguiente, de la obligatoriedad de esta tradición: a) diferencias entre la tradición agustiniana (sin citar la protestante y jansenista) y la anselmiana-escotista; b) las reformulaciones de esta doctrina, surgidas en la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, son tan profundas en varios autores que no permiten hablar de una que merezca llamarse ‘communis opinio’: opinión común de los teólogos católicos sobre el PO; c) varios teólogos católicos niegan la doctrina tradicional en forma explícita y sistemática. Sería una ligereza calificar a estos teólogos como ‘herejes’.
-        Dejando la discusión sobre el PO en su propio tamaño, los conservadores de la doctrina tradicional, por los motivos que sea, podrían defenderla como un ‘teologúmeno’, una ‘cuestión disputada’ entre tantas otras como florecen (o languidecen) en el campo de la ciencia teológica. El dotar a esta doctrina de mayor calificación en mi opinión y en las actuales circunstancias, podría ser calificado de desmesura intelectual y volitiva, impropia de una teología crítica y responsable.

Hacia una nueva opción teológica. Durante varios decenios me he ocupado intensamente con el problema del PO, siempre a impulso de esta arraigada convicción: “No se puede proclamar en forma eficaz, convincente, el mensaje de Cristo Salvador ante el hombre del siglo XXI, si se le sigue presentando dentro del esquema religioso cultural que implica la doctrina tradicional sobre el PO, con toda la constelación de afirmaciones que esta figura teológica lleva consigo”. El dogma/doctrina del PO ha tenido una importancia de primer rango en la historia del cristianismo y de la cultura humanista de Occidente. Pero, en mi opinión, la influencia ha sido desfavorable, en ambas direcciones. Nunca se podrán exagerar bastante los daños infligidos, como repite P. Ricoeur.
Pienso que la teología católica del siglo XXI haría un notable servicio a la fe y a la cultura si se decidiese a abandonar taxativamente la insostenible creencia en el PO y ofrecer a los hombres de nuestro tiempo, en forma explícita y sistemática ‘un Cristianismo limpio de toda mancha, de todo contacto con la doctrina del PO’ excepto cuando hubiere de escribirse un capítulo de su historia doctrinal, más bien tortuoso y entristecedor.


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