XII.
MIRADA
RESTROSPECTIVA, INTROSPECTIVA Y PROSPECTIVA
Este último capítulo lo dedicamos a subrayar algunas de
las afirmaciones esparcidas a lo largo de los capítulos anteriores. Queden
estas líneas finales como ‘síntesis’ de lo anteriormente expuesto y, al propio
tiempo, como ‘temas de reflexión,
abiertos a todo viento de preguntas y discusiones’. Es obvio que sobre el
tema del PO ‘está prohibido’ no ya ‘dogmatizar’ pero ni siquiera ‘adoctrinar’ a
nadie en contra de su creencia en el mismo, una creencia vieja de siglos. Pero,
como diría el ‘poeta prometeico’, sobre el PO son lícitas e indispensables
todas las preguntas, por más escandalosas y perturbadoras que puedan parecer.
Esta reflexión final la ponemos bajo los epígrafes de mirada retrospectiva,
introspectiva y prospectiva. Una división más bien convencional, pero que puede
establecer cierto orden y claridad en la exposición de nuestro pensamiento y
ayudar al lector a seguirlo con mayor facilidad y provecho.
1.Mirada
retrospectiva
La mirada retrospectiva que ponemos sobre todo lo expuesto
quiere subrayar estos puntos concretos: a) El origen pagano del ‘cristianísimo’
dogma del PO; b) El cristianismo occidental ¿religión del amor-religión del
miedo?; c) El PO, ¿rémora para la cultura secular en Occidente?
Origen pagano de la teoría del PO.
En el año 1967 en un coloquio internacional del más alto nivel humanístico,
filosófico, teológico y científico decía R. Panikkar: “Es inútil recordar que el mito del pecado original es originariamente
pagano”. La certeza de esta afirmación no h a hecho más que crecer desde
entonces hasta hoy. Ningún conocedor de la historia de las religiones, de la
cultura secular antigua, de la historia de la teología, podría ponerla hoy en
duda.
Los teólogos cristianos de la época patrística pensaron
que la creencia pagana en la ¡caída
originaria’, con todos sus antecedentes, concomitantes y consiguientes, era una
buena preparación para el Evangelio y aculturaron e inculturaron en ella su
mensaje sobre Cristo Salvador. El resultado final fue la creación funcional,
pero artificial del dogma del PO, vigente desde el siglo V hasta hoy mismo en
el cristianismo occidental. Este
dogma y la cultura humanista secular vivieron en perfecta simbiosis durante
varios siglos. En realidad, durante siglos, no existía una cultura secular ya
que ésta sobrevivía absorbida por una cultura teológica y dentro de un régimen
de cristiandad. Durante siglos fue hegemónico el dominio de la cultura
eclesiástica, teológica, clerical, monástica. El Renacimiento humanista del
siglo XV, por su revalorización de la naturaleza humana, podría significar una
superación virtual de la ‘antropología
del hombre caído’. Así lo constataron con energía primero Lutero, los
jansenistas y grupos de teólogos católicos. Por eso, reafirmaron en el concilio
de Trento la vieja doctrina. Al llegar la Ilustración, la cultura secular logra
su autonomía y personalidad propia. Por desgracia, a espaldas, en gran medida,
de las Iglesias cristianas. Desde entonces la cultura secular proponía la
repulsa del dogma cristiano del PO como una de las condiciones indispensables
para dejar paso a la modernidad y al progreso cultural de Occidente.
En este contexto, lo lógico es que se demande la
desaparición de nuestro lenguaje religioso cristiano la calificación
(descalificación) de la raza humana como ‘hombre caído’. Si las Iglesias
cristianas le dicen al hombre actual que es un ‘hombre caído’ o, en lenguaje
más duro, que nace en PO, no le dicen la verdad, como pretendía Pascal.
Involuntariamente, sin pretenderlo, incluso en contra de su mejor y más
profunda buena voluntad, se le está inculcando a la gente una idea falsa,
deprimente y, a mayores, de origen pagano y maniqueo. Lo verdadero y cristiano
es decirle que cada ser humano, es un ‘hombre
elevado’ a la adopción de hijo de Dios en el Hijo, desde el primer instante
de su ser. Hay que dejar de proclamar tozudamente la ‘Mala y Triste Noticia’ (Dys-aggelion) de la ‘Gracia original’ que Dios otorga a todo hombre que entra en el
mundo y al entrar en el mundo.
Religión del amor-religión del miedo.
Es un tópico que todos aceptamos al hablar de la religión del Antiguo
Testamento (AT) como la ‘religión del temor’, en contraposición a la ‘religión
del amor’, la del Nuevo Testamento. Esta designación podemos darla del todo por
válida a nivel doctrinal y teórico. Si bien, incluso a este nivel, tenemos en
el Nuevo Testamento textos apocalípticos y escatológicos que permiten dudar si
tales textos fueron inspirados por el Dios-Amor, o por otro dios diferente. En
todo caso, se pueden levantar dudas fundadas y peligrosas sobre si, en la
práctica, en la vivencia cotidiana del cristianismo, éste ha sido siempre
vivido como ‘religión del amor’. O más bien haya sido vivido, en forma muy
ostensible y por muchos, como ‘religión
del miedo’.
Anteriormente hemos hablado de ‘los grandes miedos’ que han dominado, en forma prolongada e
intensa, muchos tiempos y espacios del cristianismo occidental. En esta línea,
hemos dado gran importancia, pienso que merecida, a los estudios de J. Delumeau
sobre el miedo en Occidente, en su cultura, en su cristianismo. Encontramos
aquí un hecho similar al que ocurre con los trabajos y estudios de R. Girard
sobre ‘la violencia y lo sagrado’, sobre la importancia de la violencia en el
origen de la religiosidad y de la cultura humana y de sus mutuas
interferencias: un misterio escondido desde el comienzo del mundo. El tema de
la presencia del miedo en la religiosidad y cultura de Occidente, me parece un
tema de similar alto relieve, al menos para los inmersos en esta zona cultural
religiosa. Dejando otros aspectos de este complicado tema, lo que aquí nos
corresponde es señalar la presencia e influencia del dogma del PO en la
creación de esta ‘religiosidad del miedo’, del miedo al Dios justiciero y
castigador. El cual va indisolublemente unido al sentimiento exacerbado de
pecado, al sentimiento morboso de culpabilidad personal y colectiva, del que
hemos hablado con detención.
Según los defensores de la teoría del PO, el proyecto
originario de Dios sobre la humanidad se historificó en el estado paradisíaco.
La historia humana sería gobernada por Dios según la ‘Ley del amor’ (Ordo amoris).
Pero, ocurrido el pecado de Adán, él y su descendencia cayeron, según palabras
del Tridentino, “bajo la ira e indignación de Dios… Bajo aquel que tiene el
señorío de la muerte, el diablo” (DS 1511) [Desde luego, la imagen que queda de
Dios, que por la creación del primer hombre todo termine en manos del diablo,
es para hacérselo mirar; a este ‘Dios-en-prácticas’ no se le puede sino
suspender]. Es decir, la historia humana pasó a ser regida por ‘la ley de la
divina justicia’ (Ordo iustitiae). En este momento entra en
acción el ‘mito de la pena’, que menciona Horacio: ‘la pena sigue implacable a la culpa’. Que luego se transforma en
‘teología de la pena’ por obra de teólogos cristianos como Agustín y Anselmo: ‘a todo pecado sigue, inexorable, el
castigo’. El castigo que Dios impone a la humanidad pecadora, convertida en
‘masa de pecado’ es este: sujeción al dominio de Satanás, a la tiranía de El Pecado (muerte y sufrimiento), a las
penas del infierno. Como el género humano no puede pagar la pena incurrida, el
Hijo de Dios ofrece al Padre la satisfacción infinita que el infinito pecado
human exigía. La muerte de Jesús en la cruz es interpretada según las
exigencias de ‘la teología y/mito de la
pena’. Pero esta idea del Dios castigador, justiciero del pecado humano,
pensamos debe ser eliminada de nuestra teología y de nuestra religiosidad
católica. Es una consecuencia inevitable, entre otros factores, de la crítica
radical a l a que está actualmente sometida la teoría del PO. Porque, es claro
que esta imagen de Dios castigador y justiciero aparece como consecuencia de
que ‘todos los hombres han pecado en
Adán’.
Existe hoy en la teología católica una especie de
‘ofensiva general contra el Dios violento’, el que interviene en el feo asunto
del Po para castigar al ‘hombre caído’ en la forma indicada. No podemos
demorarnos en pormenores. Pero recordamos: a) El texto ya citado de P. Ricoeur
sobre la repulsa general del hombre moderno a la teología de la pena (al mito
de la pena) y a todo lo que ella comporta. Ella es el soporte teológico argumentativo
a favor del PO, desde san Agustín hasta hoy mismo; b) El evento del PO
transformó (según los defensores del PO) al Dios-Amor en Dios-Castigador,
justiciero. Sin embargo, lo cierto es que el Dios cristiano no ha castigado el
pecado de Adán con tanta miseria, ni castigará, con castigos positivos, a los
malvados con las penas infernales.
Durante siglos, los teólogos y los predicadores cristianos
han presentado la muerte violenta y martirial de Jesús en la cruz como la
suprema manifestación de la ira de Dios ofendido por el PO y sus secuelas. Como
si el Padre castigase en el Crucificado los pecados de toda la raza humana.
Esta idea y los textos que la expresan merecen una dura crítica (compartida por
muchos) de parte de R. Girard. Piensa él que la interpretación penal,
sacrificial, expiatoria de la muerte de Jesús no tiene base en el Nuevo
Testamento. Ni siquiera en la carta a los Hebreos. Fue la teología medieval,
por boca de Anselmo, la que llevó a su florecimiento esta interpretación de la
muerte de Cristo, según las exigencias de la teología de la pena: “Los esfuerzos por
explicar este pacto sacrificial no han conducido más que a soluciones absurdas:
Dios tiene necesidad de vengar su honor, comprometido por los pecados de la
humanidad. Y no sólo exige una nueva víctima, sino que reclama la víctima más
preciosa y la más querida, su propio Hijo. Este postulado ha hecho, sin duda,
más que cualquier otra cosa, que el cristianismo quede desacreditado a los ojos
de los hombres de buena voluntad en el mundo moderno. Tolerable todavía para la
mentalidad medieval, se ha hecho intolerable para la nuestra, y constituye la
piedra de escándalo por excelencia para un mundo que se revela completamente
contra lo sacrificial” (R. Girard, El misterio de nuestro tiempo).
La doctrina del PO, ¿rémora para la cultura?
La mitología antigua hablaba de un fantástico pez, llamado ‘rémora’, que
adherido a las naves que surcaban el ‘Mare
nostrum’ impedía o retardaba su llegada al puerto deseado. Esta función del
fabuloso pez rémora la habría ejercido la doctrina del PO respecto a la cultura
secular, humanista de Occidente, Obviamente, la doctrina del PO no es toda la
antropología teológica, ni mucho menos todo el cristianismo. A pesar de la
importancia primordial que Agustín, Pascal y otros quisieron concederle. Y
aunque se diga que esta teoría perjudicó al progreso de la sociedad en
determinados aspectos y determinados tiempos, nos queda el cristianismo
integral y auténtico que, desde otras varias perspectivas, contribuyó al progreso
de Occidente como ninguna otra religión o pensamiento filosófico.
Según mencionamos antes, a partir del siglo V, el
cristianismo, la teología cristiana y la cultura secular de Occidente habrían
vivido en perfecta simbiosis y armonía. La cultura secular pagana pervivía del
todo sumergida en la llamada cultura de la Cristiandad, toda ella de
impregnación eclesiástica, clerical, teológica, monacal. En el siglo XV ocurre
el Renacimiento de la cultura clásica greco-romana, pero sin romper con la
Iglesia. Sólo en los siglos XVII-XVIII la cultura secular adquiere
independencia, personalidad propia y autonomía. Por desgracia, a espaldas e
incluso contra las Iglesias cristianas. Pues, como hemos visto, ‘la cultura secular de la Ilustración y en
toda la época moderna encontró en el dogma cristiano del PO su máximo
adversario’. Y, a la inversa, el dogma del PO fue presentado por los
apologistas del cristianismo de la época (J. de Maistre, Donoso Cortés) como
baluarte más firme contra todo lo que significaba el progreso y la modernidad
de los siglos XVIII-XIX. Uno de los máximos logros de la cultura occidental, el
desarrollo de la Ciencia, también
encontró fuerte oposición por parte de los defensores del PO. Concretamente en
la prolongada polémica en torno a la posible aplicación del evolucionismo al
origen de la especie ‘hombre’.
Contemplada la cultura moderna en forma global, me parece
que podemos suscribir estas palabras de A. Vergote: “El dogma del PO es, sin duda alguna, la
doctrina cristiana que más escandaliza al hombre contemporáneo. En muchos de
nuestros contemporáneos el afán de desmitologizar el cristianismo responde al
deseo profundo de librarse de la conciencia insoportable de ser un ser
degradado por una culpa original”.
En los artículos que acabamos de citar, se subraya el
hecho de que ‘el ateísmo’, fenómeno tan específico de la cultura occidental,
tiene una de sus raíces más vigorosas en la repulsa que a muchos hombres
‘honrados’ inspira la teoría del PO, en sí misma y la ‘constelación de
afirmaciones’ que la acompañan…
El humanismo radical de nuestros días también percibe en
el dogma del PO uno de los grandes enemigos del progreso. Un representante de
este humanismo radical habla de los “pecados capitales/congénitos” del
cristianismo por los cuales éste merecería la execración/maldición de la
cultura moderna. El primer gran ‘pecado’ del cristianismo y el primer atentado
contra la cultura sería la doctrina del PO. Con ella se recortan y anulan las
posibilidades y los derechos naturales del hombre. En segundo lugar, y en
íntima relación con ella como ya sabemos, la doctrina de la reconciliación del
hombre con Dios por medio de la satisfacción penal. Unida, como es sabido, al
mito y teología de la pena. Teología y mito expresada, entre otras formas, en
el truculento axioma de que “sin efusión de sangre no hay redención”.
2.Mirada
introspectiva
Bajo este título convencional vamos a hablar de la
influencia dañina que la doctrina del PO ha tenido en el interior del sistema
cristiano de creencias.
Ya de entrada hacemos nuestras estas palabras de P.
Ricoeur, un teólogo reformado que ha estudiado, como nadie, los problemas de
fondo que se ocultan dentro de la doctrina del PO: “El concepto de PO es un falso saber y debe ser
destruido como tal saber. Saber semijurídico sobre la culpabilidad del recién
nacido, saber semibiológico sobre la transmisión de una tara hereditaria, falso
saber que encierra en un único concepto insostenible la categoría jurídica de
deuda y la categoría biológica de herencia”.
Y un poco más adelante: “Nunca se criticará con suficiente energía el mal que ha
hecho a la cristiandad la interpretación literal, incluso ‘historicista’ del
mito de Adán. La ha hundido en la profesión de una historia absurda (un sacrificius intellectus),
en especulaciones pseudoracionales sobre la transmisión semibiológica de una
culpabilidad semijurídica de la falta de ‘otro’ hombre, colocado en la noche de
los tiempos, a medio camino entre el pitecántropo y el hombre de Neandertal. Al
mismo tiempo, el tesoro oculto en el mito adánico, ha sido lapidado… Pero el
símbolo (mito) dará siempre qué pensar, más allá de toda crítica reductora.
Entre el historicismo ingenuo y fundamentalista y el moralismo exangüe de la
racionalización, queda abierto el camino de la hermenéutica de los símbolos” (P.
Ricoeur, Le conflit des interprétataions.
Essais d’herméneutique).
Concretamos un poco este enorme daño causado por la
creencia en el PO.
Daño infligido al concepto de Dios.
El concepto cristiano de Dios ha sido notablemente ‘manchado’ por el contacto
con la teoría del PO. Julián de Eclana estuvo genial cuando dijo que la
doctrina agustiniana sobre el PO es incompatible con el concepto de Dios que se
nos revela en Cristo. Él se fijaba en que la afirmación del PO es incompatible
con la justicia de Dios. Y tenía razón, según lo expuesto en páginas
anteriores. Todavía Enel siglo XIX, Donoso Cortés decía que el Dios Amoroso que
gobernaba la humanidad original, por el PO, se tornó en el Dios Justiciero que
ahora gobierna a la humanidad caída.
Pero hay otro aspecto en el que la creencia en el PO ha
sido del todo dañina en el concepto cristiano de Dios. Me refiero al hecho de
que la afirmación del dogma del PO ha oscurecido y
‘manchado’ la belleza espiritual de esta verdad nuclear de religión cristiana:
la afirmación de ‘la voluntad salvífica
universal y operativa de Dios’ sobre los hombres todos. Esta afirmación de
la llamada de todos los hombres a la vida eterna en Cristo, es
calificada por K. Barth como ‘la sustancia del Evangelio’, de la ‘Buena Nueva y
Alegre Noticia’, la mejor que Dios ha dado a los hombres. Pues bien, según los
defensores de esta teoría, por el PO todos los hombres han sido constituidos en
masa de pecado, masa de condenación por el pecado de Adán. De esta masa de
condenados, Dios selecciona ‘unos pocos’ para la vida. Los demás, ‘casi todos’ los seres humanos, serán
justamente condenados al infierno, por estar corrompidos por el PO. En san
Agustín, esta reducción de la universal voluntad salvífica es patente. Y
durante siglos estas enseñanzas agustinianas, no eran mantenidas como dogma, en
el sentido técnico de la palabra. Pero sí circularon, durante siglos, como
doctrina teológica generalmente aceptada. Afirmaciones que incrementan su
peligrosidad cuando se las hace circular unidas a una interpretación rígida del
axioma ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’. Axioma repetido por los
defensores del PO en siglos pasados y que tiene resonancias realmente dolorosas
para un cristiano del siglo XXI.
Contra la excelencia del Salvador.
Nosotros la vemos especialmente rebajada esta excelencia por la teoría del PO
en un doble momento: en la existencia misma del Salvador; ya que de no haber
ocurrido el PO, Cristo no hubiese existido, no habría entrado, según esta
teoría, en la ‘actual’ historia de
salvación. Con lo cual Cristo aparece como una especie de ‘sustituto’ del
primer adán. Y luego, porque la actividad redentora de su cruz quedaba limitada
a los que entran en la Iglesia por el bautismo: una mínima parte de la
humanidad. Los demás, manchados por el PO, sujetos a la tiranía de El Pecado que domina el mundo (cf. Rm
6-7), quedaban excluidos de la vida eterna y eran declarados reos de
condenación eterna.
El pecado original y el misterio de la
Inmaculada. El misterio de María Inmaculada fue lamentablemente
oscurecido por la creencia en el PO. Porque esta creencia perjudicó al misterio
mariano en su origen, en su desarrollo histórico e incluso en el modo cómo lo
exponen hoy mismo algunos mariólogos, quienes parece que no aciertan a hablar
de la plenitud de la gracia inicial de María, si antes no hablan de que fue
liberada del PO y sus efectos.
La triste figura del hombre caído.
Durante siglos la teoría del PO deformó la auténtica imagen cristiana del
hombre. Con tristeza recordamos aquella cita sobre el PO: “Es la doctrina más
degradante y vejatoria jamás pronunciada sobre el ser humano”. Pero lo cierto
es que el hombre, no es por definición ‘el hombre caído’. Es originalmente, por
definición y desde siempre el ‘hombre
elevado’ por Cristo, desde el primer momento de su ser, a la dignidad de
hijo de Dios en el Hijo.
En el terreno de la moral. Los daños ocasionados por la teoría del PO
casi los calificaríamos de ‘estragos’. Sembró de oscuridad el concepto
teológico de ‘pecado’, al hablar de pecado en el hombre en el primer instante
de su ser, antes de cualquier acción suya consciente y libre. Un pecado
‘originado, heredado’ es una especie de ‘hierro de madera’. Un enunciado
contradictorio. Y, por otra parte, la creencia en el PO fue un factor de primer
orden para crear en la Comunidad cristiana, en muchos creyentes y en muchas
circunstancias, una enfermiza obsesión de pecado, un generalizado, exacerbado
sentimiento de culpabilidad, a nivel individual y social. Toda la vida
apetitiva y desiderativa del hombre, especialmente la sexualidad, estaría
desenfrenada y corrupta como de raíz, por el PO. Los sufrimientos todos de la
vida son interpretados como ‘castigo de
Dios’, por mor del omnipresente y omnipotente PO. Con excesiva, cotidiana
frecuencia el pueblo cristiano se consideraba a sí mismo como “los desterrados
hijos de Eva”, que marchan por la vida “gimiendo y llorando en este valle de
lágrimas”, esperando verse liberados de “este destierro”. El filósofo A.
Schopenhauer extremaba esta situación y decía que, por efecto del PO, el
planeta tierra se había convertido en una especie de ‘colonia penitencial’.
¿No reportó algún bien la creencia en el PO,
durante sus quince siglos de evidente omnipresencia en la Iglesia Occidental?
El tema lo hemos tratado expresamente en estudios anteriores. No podemos
demorarnos en él. Mencionamos sólo dos momentos en los que, ya desde su
‘inventor’ san Agustín, parecía indispensable hablar del PO:
a)
Si no se reafirma el PO, no se ve qué sentido
pueda tener la praxis universal del bautismo de los recién nacidos.
b)
Si se niega el PO, no hay base para afirmar la
necesidad absoluta y universal de la Cruz de Cristo.
A pesar de la tenacidad y solemnidad con que ambas
afirmaciones han sido mantenidas durante siglos por san Agustín y sus
seguidores, ambas afirmaciones son falsas, insostenibles:
a)
La necesidad de bautismo no radica en que el
bautizado tenga o no tenga pecado. Todo hombre necesita del bautismo en la
medida en que necesita entrar en la Iglesia, comunidad de salvación. Tenga o no
tenga en su alma algún pecado de cualquier designación.
b)
La necesidad radical y absoluta del Salvador no
proviene de que tenga o no tenga pecado. Se basa en que el hombre, en pura y
mera naturaleza, tiene necesidad absoluta de la ‘gracia elevante’ para ser grato a Dios en orden a la vida eterna.
El beato J. Duns Escoto dice que la Madre del Señor tuvo ‘máxima necesidad de
Redentor’ (maxime indiguit redemptione).
Aunque no tuvo pecado ninguno.
3.Mirada
prospectiva
Como es obvio, esta última mirada se dirige hacia el
previsible futuro inmediato de las relaciones entre el dogma cristiano del PO y
la cultura occidental, tras larga, azarosa convivencia de más de quinientos
siglos.
Nueva situación de la cultura occidental. Por
lo que respecta a la cultura secular humanista, ya sabemos que a partir del
siglo XVIII, cada vez con mayor amplitud y densidad, la cultura humanista
secular ha rechazado la doctrina del PO. Esta es una de las doctrinas
cristianas que, en conjunto y bajo diversos puntos de vista, le `producen más
fuerte rechazo. Los teólogos conservadores de este legado doctrinal de la
Iglesia (para algunos muy precioso) podrían pensar: este dogma pudo ser
mantenido en el Occidente cristiano durante quince siglos ¿por qué no podría
mantenerse en la sociedad/cultura occidental (y virtualmente universal) del
siglo XXI? La respuesta a esta pregunta podría iniciarse con unas palabras de Don Quijote en su lecho de muerte, ya del todo lleno de
sabiduría: “Señores, vamos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño, no hay
pájaros hogaño”. Vale decir, la cultura secular desde el siglo V al
XVIII fue muy receptiva, fue un buen
nido para acomodar en ella la recién nacida doctrina del PO. Después de lo
expuesto en capítulos anteriores, conocemos ya algunos de los diversos motivos
de esta buena recepción. Pero me fijo en este, ya varias veces señalado: la
cultura greco-romana del siglo II-V, en la que ocurría la primera inculturación
del mensaje de Cristo salvador, ofrecía a los ojos de los teólogos cristianos
de la época una ventajosa ‘preparación para el Evangelio’, con su antropología
del ‘hombre caído’, según la proponía el mito de la edad de oro y el mito
platónico del alma caída y desterrada. A este hombre, que tenía la conciencia
de ser un mísero ser caído, no era difícil inculcarle la necesidad de un
Salvador que lo levantase.
El hombre actual, aunque pueda tener conciencia de su
existencia trágica, no puede atribuir el hecho a una caída o degradación de
estilo mítico o platónico; ni al pecado de origen del que hablan los teólogos
cristianos. Su concepción evolutiva, dinámica, procesual de la vida humana y de
la marcha del universo en general, no se lo permite. Una ‘antropología del
hombre caído’ es impensable, inaceptable para una cultura moderna. Además,
muchos de los que, en los últimos siglos, han combatido la teoría del PO lo han
hecho bajo el impulso de un concepto de Dios y del hombre de clara, aunque
lejana, raíz cristiana. Especialmente la figura del Dios justiciero que viene
envuelta en todo el oscuro asunto del PO, es insoportable p ara el hombre
moderno. Por motivos de ética, como decían los filósofos de la Ilustración. Y
de ética y estética a la vez, como diría Nietzsche.
Nueva situación de la doctrina del PO.
Por otra parte, desde su propia situación como teólogo del siglo XXI, ningún
católico puede hablar sobre el PO con la solemnidad, las certidumbres divinales
y absolutas con las que hablaban nuestros colegas de siglos pasados, hasta
mediados del siglo XX. Tales solemnes, divinales certidumbres me parece que
están del todo relativizadas y hasta del todo desplazadas por estas
constataciones, referentes al PO, que la teología católica actual pienso que no
podrá poner razonablemente en duda:
-
La doctrina eclesiástica del PO ‘no es doctrina bíblica’, en el sentido
técnico y preciso de la designación. Concretamente, no se puede hablar de un
pecado de Adán que sea ‘originante’ real e histórico de la ruina espiritual del
género humano. Por la obvia razón de que Adán no es un personaje histórico, ni
tiene fundamento la llamada ‘teología de Adán’, con todas sus implicaciones.
Ahora bien, eliminado el pecado original ‘originante’ ¿qué sentido tiene seguir
hablando de un pecado ‘originado’ en cada hombre que llega a este mundo, por el
comportamiento de un individuo/Adán que ciertamente nunca existió? Según una
tradición multisecular el llamado ‘pecado original’, o es ‘adánico’ por
definición, o no existe en absoluto.
-
Aunque se encuentren elementos dispersos de la
misma, esta doctrina eclesiástica, como tal, era desconocida por la Iglesia
universal antes del siglo V.
-
Se puede afirmar que las Iglesias cristianas de
Oriente desconocen, hasta el día de hoy, la doctrina del PO, tal como la
propuso Agustín o el mismo concilio de Trento.
-
El dogma del PO es un dogma típicamente
occidental un ‘propium’ (exclusivo)
de la Iglesia latina. Pero, dentro del cristianismo occidental, encontramos
diferencias muy marcadas que permiten dudar de la unanimidad y, por
consiguiente, de la obligatoriedad de esta tradición: a) diferencias entre la
tradición agustiniana (sin citar la protestante y jansenista) y la
anselmiana-escotista; b) las reformulaciones de esta doctrina, surgidas en la
Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, son tan profundas en varios
autores que no permiten hablar de una que merezca llamarse ‘communis opinio’: opinión común de los teólogos católicos sobre el
PO; c) varios teólogos católicos niegan la doctrina tradicional en forma
explícita y sistemática. Sería una ligereza calificar a estos teólogos como
‘herejes’.
-
Dejando la discusión sobre el PO en su propio
tamaño, los conservadores de la doctrina tradicional, por los motivos que sea,
podrían defenderla como un ‘teologúmeno’,
una ‘cuestión disputada’ entre tantas otras como florecen (o languidecen) en el
campo de la ciencia teológica. El dotar a esta doctrina de mayor calificación
en mi opinión y en las actuales circunstancias, podría ser calificado de
desmesura intelectual y volitiva, impropia de una teología crítica y
responsable.
Hacia una nueva opción teológica. Durante varios decenios me he
ocupado intensamente con el problema del PO, siempre a impulso de esta
arraigada convicción: “No se puede proclamar en forma
eficaz, convincente, el mensaje de Cristo Salvador ante el hombre del siglo XXI,
si se le sigue presentando dentro del esquema religioso cultural que implica la
doctrina tradicional sobre el PO, con toda la constelación de afirmaciones que
esta figura teológica lleva consigo”. El dogma/doctrina del PO ha tenido
una importancia de primer rango en la historia del cristianismo y de la cultura
humanista de Occidente. Pero, en mi opinión, la influencia ha sido
desfavorable, en ambas direcciones. Nunca se podrán exagerar bastante los daños
infligidos, como repite P. Ricoeur.
Pienso que la teología católica del siglo XXI haría un
notable servicio a la fe y a la cultura si se decidiese a abandonar
taxativamente la insostenible creencia en el PO y ofrecer a los hombres de
nuestro tiempo, en forma explícita y sistemática ‘un Cristianismo limpio de toda mancha, de todo contacto con la
doctrina del PO’ excepto cuando hubiere de escribirse un capítulo de su
historia doctrinal, más bien tortuoso y entristecedor.
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