X.
GLORIFICACIÓN DEL
PECADO ORIGINAL EN EL CRISTIANISMO OCCIDENTAL
A lo largo de nuestra exposición v a quedando clara la
presencia e influencia y hasta la centralidad de la doctrina del PO en la
cristiandad occidental y, por derivación y proporcionalmente, en toda la
cultura que ha crecido en su zona de influencia. Damos unos datos más y hacemos
un intento de sistematización dl fenómeno que, bajo diversos nombres, llamamos ‘exaltación, glorificación, sublimación,
engrandecimiento’ de la realidad del PO y, en forma colateral y
consecuente, de la realidad del pecado en general. Provocando el fenómeno
socio-religioso al que hemos designado como ‘obsesión morbosa de pecado’, en
casos y momentos reconocidos.
1.El tema en
perspectiva histórica
Suele decirse, según hemos citado, que ha sido el
cristianismo (la religión bíblica en general) quien ha revelado al hombre su
condición de pecador. Esta constatación se intensifica en un texto de Pascal: “Ninguna
religión, excepto la nuestra, ha enseñado que el hombre nace en pecado; ninguna
secta de filósofos lo ha dicho, ninguna, por lo tanto, ha dicho la verdad”
[Cierto, cualquier filosofía desconoce en absoluto el PO. La filosofía de
occidente, desde el siglo XVIII, combate con rigor esta creencia. También es
cierto que cualquier otra religión desconoce del todo algo similar a la teoría
del PO. Pero este desconocimiento significaba, en este punto concreto, una
superioridad sobre el cristianismo ‘occidental’
que ‘inventó’, sobrevaloró y hasta ‘glorificó’ el PO. Al modo indicado].
Es verdad, sólo el cristianismo
(occidental) conoce la figura del PO. Pero, salva reverencia a tan gran
pensador y tan gran cristiano, me permito afirmar que la enseñanza sobre el PO
no debería ser presentada como un timbre de gloria, de excelencia, de superioridad
sobre las demás religiones y filosofías. Sin necesidad de hablar de ‘error’ ni
de criticar a nadie, sí me parece oportuno hablar, en el caso del PO, de un
auténtico ‘infortunio’, de una ‘desventura’ doctrinal dentro de nuestro
cristianismo occidental. E incluso podría decirse que las otras religiones y
filosofías han tenido la fortuna (o el feliz acierto, el buen gusto, como diría
Nietzsche) de no haber afirmado nunca que el hombre entra en el mundo bajo la
ira de la Divinidad; convertido en masa de pecado, reo de eterna condenación. [Quizá
en esto podemos ver cómo la cultura
dominante se impone a la ciencia]
La repulsa del islamismo a la doctrina cristiana del PO es firme, tajante, enfática, y lleva ventaja (en
esto) sobre el cristianismo, obsesionado por el PO y por el tropel de pecados
que le acompaña, como al viajero su sombra: “El Islam repudia absolutamente la doctrina del PO. La
depravación hereditaria y el ‘estado natural de pecado’ se niega con especial
énfasis. Todo hijo de hombre nace puro”, según el Islam.
La enseñanza sobre el PO no es la verdad cristiana por
excelencia. Ni siquiera es verdad cristiana. Pascal y tantos doctores
cristianos cuando no sólo han dicho, sino proclamado, con solemnidad y
constancia, que todo hombre nace en PO, no han dicho la verdad a los hombres.
Ya hemos dicho que el calificar (descalificar) a la especie humana de ‘hombre caído’ (homo lapsus) en cuanto a su contenido, es una denominación de
origen pagano, no cristiano. Si bien los paganos, cuando hablan del hombre
caído, no le conceden a la frase ninguna gravedad teológica. Al hombre que
conoce el cristianismo auténtico hay que calificarle como ‘hombre elevado’
(sobrenaturalizado), hombre que entra en la existencia en situación de ‘Gracia original’ ante Dios. La verdad específica más verdadera del cristianismo ha sido
la proclamación de la Buena Nueva (Eu-aggelion),
de que Dios tiene el proyecto de hacer a todos los hombres participantes de su
vida en Cristo (Ef 1, 15). Por eso, en fuerza de este universal plan divino de
salvación, ‘todo hombre entra en la
existencia en situación de Gracia original’. Hablar del PO, es
mantener una creencia residualmente pagana y maniquea, cristianizada de forma
rápida y forzada, y que resultó perjudicial para el cristianismo auténtico.
La exaltación, engrandecimiento desmesurado, del PO
comenzó muy temprano en el cristianismo. El pecado de Adán fue presentado como
un pecado de dimensiones inconmensurables. Tomamos como testigo cualificado (no
único) de este fenómeno a san Agustín. En polémica con Julián de Eclana
presenta el pecado del primer hombre como merecedor de un inmenso y justo
castigo por parte de Dios. Por tanto, el pecado hubo de ser inmensamente
grande: un enorme pecado, el mayor de todos los pecados humanos, a los que
sobrepasa en malicia y profundidad. En estas explicación, el Adán pecador, más
que un hombre de nuestra raza, se asemeja a un arconte de la metafísica
gnóstica, un ‘semidios’ rebelándose contra el Dios supremo. Con notable
realismo y sensatez, advertía Julián de Eclana que según la Escritura, el
pecado de Caín, de Sodoma y Gomorra, el de los idólatras israelitas son (para
la Biblia) mucho mayor pecado que el de Adán. Y añade, con notable mordacidad: “más grande que el
pecado de Adán es el pecado de Agustín al defender la doctrina del PO”. [En contra de la acusación ‘retórica’ de Julián de
Eclana, podemos estar seguros de que el santo obispo Agustín, defensor de la
Gracia, no cometió ningún pecado, ni siquiera venial, al proponer su teoría del
PO con tanto ardor, pasión y hasta agresividad retórica. Sin embargo, si es
pertinente afirmar que cometió, involuntariamente, un ‘inmenso error’ de nefastas consecuencias históricas. Y aquí, como
en otros casos, se cumple el dicho de que, -en la vertiente cultural, social de
los actos humanos-, un ‘error’ puede ser peor que un ‘pecado’. Salva
reverencia, podríamos aplicar al doctor Agustín lo que él dice en una ocasión
de los doctores neoplatónicos, por lo demás tan admirados por él: “son estos, hermanos, grandes delirios de
los grandes doctores”].
Por la época de Agustín, o poco
después, aparecías en Occidente el himno de la Vigilia Pascual “Exultet”. En él encontramos una emotiva
exaltación del pecado de Adán: ¡feliz
culpa, que mereció tal Redentor! Es uno de los momentos históricos en los
que la exaltación del PO llegó a su cumbre más alta y más visible, al menos en
una primera lectura.
Otro momento importante en el cual el PO ha sido
engrandecido hasta regiones de lo infinito se encuentra en el libro de Anselmo de Canterbury: ¿Por
qué Dios se hace hombre? (Cur Deus
homo?). Comienza mencionando las objeciones de los infieles contra
el hecho de la Encarnación. Piensan que es poco razonable, desproporcionado el
que, para librar al hombre del pecado, se haga intervenir a una persona divina,
el Hijo de Dios y su muerte en la cruz. Es claro que, por otros caminos menos
cargados de milagros, más llanos, se podría haber realizado la redención de la
humanidad caída. O, simplemente, que Dios condenase al hombre su pecado. Para
Anselmo esto no es posible, no sería justo, sería indigno de la justicia de
Dios. La ofensa infinita exige una satisfacción infinita, la cual sólo una
persona divina podía ofrecerla a la majestad eterna del Padre [Lo que nos hace
preguntarnos, ¿si fuel el hombre el que ofendió infinitamente, qué le impide
satisfacer infinitamente, pues si no puede lo último, por qué habría podido lo
primero? No ofende quien quiere, sino quien puede. Nuestro querido arzobispo no
deja en sus razonamientos de ser un señor feudal como prior de su monasterio
benedictino]. La clave para interpretar la encarnación del Hijo de Dios está en
la grandeza inconmensurable del pecado humano, que provoca la necesidad
ineludible de la satisfacción. Ésta ha de ser proporcionada a la gravedad
infinita de la ofensa. Esta implica una culpabilidad moral inconmensurable. Es
una deshonra infinita a la infinita majestad de Dios. Se exige una satisfacción
infinita, que sólo una persona divina puede ofrecer. Esta argumentación
anselmiana, basada en el mito/teología de la pena, me parece del todo
insostenible, aunque haya durado siglos.
Los textos de Anselmo son el testimonio de la vida y
cultura cristiana medieval dominada por una exacerbada conciencia de pecado
(cultura contra revelación bíblica -ciencia teológica en cuanto salvaguarda de
las herejías que pueden llegar a proceder como es el caso del mismo Magisterio
de la Iglesia, y sobre esto algún día tendrá que
pedir perdón). En el mismo sentido recogemos un texto de J. Le Goff,
gran conocedor de la espiritualidad de la Edad Media: «Los hombres y mujeres de la Edad Media vivían subyugados por
el pecado. La concepción del tiempo, la organización del espacio, la
antropología, la noción del saber, la idea del trabajo, las relaciones con
Dios, la construcción de los lazos sociales, la institución de las prácticas
rituales, toda la visión de la vida y del mundo medieval giran en torno a la
presencia del pecado… El tiempo histórico es un tiempo medido por la noción del
pecado: existe un antes y un después de la Caída; existe un antes y un después
de la venida de Cristo, un antes y un después del Juicio Final. Las fases de la
historia de la humanidad se suceden siguiendo los acontecimientos cruciales de
la historia del pecado. El acto de desobediencia a Dios, cometido por Adán y
Eva, señala el paso de un estado original de perfección a una condición
dominada por la presencia del pecado. La encarnación pone en marcha un proceso
de salvación, de liberación del pecado. El fin de los tiempos marca la condena
definitiva de los pecadores y la gloria eterna de los no pecadores… No sólo de
la historia universal, la historia individual también está enmarcada por el
pecado… El tiempo individual comienza con la falta, cuando, al nacer, el ser
humano contrae el pecado original; prosigue después del bautismo cuando, al
librarse de la mancha original, adquiere la capacidad de luchar contra los
innumerables pecados que lo rodean, y acaba con la muerte física, momento en el
que, según los pecados cometidos, logrará salvarse o condenarse por toda la
eternidad… El pecado está también en el origen de una serie de prácticas
rituales individuales y colectivas: el bautismo, la confesión el ayuno, el
castigo corporal, la oración, la peregrinación, instituidas con la finalidad precisa
de limitar el poder y la extensión de los pecados en el mundo. El pecado
determina las relaciones del hombre con el mundo sensible, que se ha rebelado
contra él por el PO; las tensas relaciones del cuerpo y el alma; las
pluriformes relaciones entre varón y mujer; el ejercicio del poder; la
actividad económica y laboral. El Dios al que el ser humano se dirige es un
Dios que se manifiesta ante él para prohibir, castigar, perdonar todos los
pecados… La figura de Satanás como agente de la justicia divina es omnipresente
en aquellos siglos. Al fondo, la figura del PO como fuente irrestañable de
incesante pecar humano. Y la visión de todas las miserias e infortunios de la
vida como castigo por el PO».
La cita ha sido larga, pero nos ofrece un testimonio impresionante
y fehaciente para el tema que estamos tratando. Y viene avalado por un hombre
de indudable autoridad, por sus estudios sobre el cristianismo medieval.
En esta enumeración de ‘glorificaciones’ del PO llegamos a
Martín Lutero y su dicho: “hay que magnificar
grandemente el pecado” [Citado por G. Freund, Sünde im Erbe. Para los Reformadores, dice, carece de importancia
la distinción entre pecado ‘original’ y pecado ‘personal’. Recoge una aguda y
peligrosa objeción de Nietzsche: que el cristianismo necesita seres enfermos y
degradados para poder proclamar su mensaje de salvación. La objeción alcanza de
lleno a los católicos que afirman que, de no haber pecado Adán, el Hijo de Dios
no hubiese venido a salvarnos]. Frase que está en la línea del famoso dicho
luterano: “peca fuerte, pero cree con más fuerza” (pecca fortiter, sed crede
fortius). No te preocupes de tu pecado si tienes gran confianza en Dios. El
pecado humano es el estimulante, provocador de la inagotable misericordia de
Dios. Por tanto, cuanto más profundo sea el pecar humano, más grande será la
acción de la Gracia. No se trata de impulsar a que los hombres pequen sin
medida, a fin de que, por así decirlo, Dios tenga materia para ejercer su
misericordia, para que perdone sin medida. Como decía Pablo no hay que pecar
para sobreabunde la gracia. Quiere decirse que nunca comprenderemos el misterio
de la gracia (su absoluta necesidad y gratuidad) si no tenemos en cuenta la
gran miseria provocada por el PO y sus secuelas. Como si, de no ser pecador, el hombre no necesitase de la Gracia, del
auxilio y gratuita benevolencia divina, para conseguir la vida eterna.
Esta exaltación del PO era también clara en el jansenismo
y su ambiente. Conocemos las palabras de Pascal proponiendo al PO como la gran
verdad del cristianismo. Y hemos oído decir a Donoso Cortés que el pecado de
Adán es el mayor de los pecados humanos posibles.
Semejante exaltación de la necesidad del pecado para que
se manifieste la gracia, provocaba las duras frases de Nietzsche contra el cristianismo:
“El cristianismo tiene necesidad de
enfermedad… de hacer enfermos, a fin de que pueda ponerse en marcha todo el
sistema y proceso de salvación de la Iglesia”. Nietzsche es excesivo e
injusto, pero mejor era no haberle dado texto y pretexto en forma tan gratuita.
La mayoría de los teólogos han pensado durante siglos que, si la humanidad no
hubiese sido previamente viciada, enfermada, hecha masa de pecado y de
condenación por el pecado de Adán, el Verbo no se hubiese encarnado. Al fino y
malévolo psicólogo que era Nietzsche, ante esta afirmación le era fácil
deducir: era necesaria la inmensa corrupción universal
para que el Médico divino bajase del cielo y apareciese en el mundo. Es
lo que, sin malicia ninguna, pero con ingenuidad decía san Agustín. No concibe
él que Cristo sea Redentor universal, incluso de los niños, si no se proclama,
con anterioridad y en forma solemne e impositiva, que los niños entran en la
existencia como seres enfermos, viciados ya por el PO. Piensan que la función
primera de Cristo es la de ser Médico del género humano universal e
incurablemente enfermo. Anselmo de Canterbury no sabía justificar ante los
paganos la venida del Hijo de Dios al mundo sino por la necesidad de satisfacer
por el infinitamente grande pecado de la humanidad, el PO y sus secuelas. Como si Cristo fuese, en frase de Bonhoeffer, el “Tapahuecos”
que los teólogos cristianos han encontrado para cubrir los fallos y debilidades
del ‘hombre caído’.
La maliciosa, pero no del todo
infundada objeción del ‘maestro de la sospecha’, F. Nietzsche, podría haberse
evitado, o bien resolverse con facilidad, sin comprometer al Cristianismo, si
se hubiese dicho la verdad de lo que pasó: que el Hijo de Dios vino al mundo
ante todo, y siempre como finalidad principal, para elevar, promocionar,
completar la bondad natural con la que Dios dotó al hombre al crearlo.
2.Una temprana
protesta contra la glorificación del
pecado original: Isaac de Nínive
El cristianismo oriental, como es lógico y esperado entro
de su Tradición, no participa de esta campaña de Occidente en pro de la
glorificación del PO y del pecado en general.
Isaac de Nínive
(ca. 640-700) ofrece un testimonio de notable interés para el tema que
tratamos. Considerando al economía de los misterios y de la cruz en que murió
el Hijo de Dios dice: «No debemos pensar que
hubo otro motivo sino el dar conocimiento al mundo del amor que le tiene, a fin
de que el mundo sea cautivado por su amor, y se manifestase así, por la muerte
del Hijo de Dios, la máxima fuerza del reino, que es el amor. En modo alguno
ocurrió la muerte de nuestro Dios para redimirnos de nuestros pecados, ni por
otro motivo, sino tan sólo para que el mundo experimentase el amor que Dios
tiene a la creación. La remisión de los pecados podría haberla hecho de otros
modos. Pero se sometió a la cruz, aunque no era necesario, lo cual se comprende
cuando oímos de su boca, "tanto amó Dios al mundo que le dio a su
Unigénito Hijo"... Y, ¿no nos avergüenza el despojar de esta idea al
misterio de la economía del Señor, y a la muerte de Cristo y a su venida al
mundo le atribuyamos la razón de ser para la redención de nuestros pecados? En
ese caso, si no fuésemos pecadores, no habría venido el Señor, ni hubiese
muerto el Señor... Decir que el Verbo de Dios asumió nuestro cuerpo por los
pecados del mundo, es ver tan sólo lo exterior de la Escritura. Con ello se
privaría a los hombres y a los ángeles de grandes bienes. Y ¿por qué vituperar
el pecado que nos trajo tantos bienes?... Cuales son la pasión y muerte del
Señor para librarnos de la condenación... Todas estas maravillas habría que
atribuirlas al pecado, pues, de no estar sujetos a su esclavitud, careceríamos
de todas ellas... No es así. Lejos de nosotros el contemplar la economía del
Señor y los misterios tan eficaces para darnos confianza, como si fuésemos
niños. Sería quedarse en la superficie de las Escrituras que de ellos nos
hablan».
Texto
de notable interés para el tema que tratamos. Como la mente de este teólogo
oriental no estaba oscurecida ni manchada por la creencia en el PO, no podía
participar en la tarea d la glorificación del PO realizada por los teólogos de
Occidente. Expresamente, con energía, rechaza, como ‘superficial, infantil y vergonzosa’, la teoría de que el Hijo de
Dios se hubiera encarnado por motivo del pecado humano. Acontecimiento que
daría pretexto para la glorificación del pecado. Como de hecho se ha cumplido
en amplios sectores del cristianismo occidental. Según el editor del texto,
Isaac de Nínive sería un “precursor de la teoría escotista sobre el motivo de
la encarnación”. Cierto que lo es, en cuanto al contenido. Si bien no es ni
siquiera verosímil un contacto literario del beato J. Duns Escoto con este
lejano texto, descubierto a mediados del siglo XX.
Como
un testigo de la tradición occidental recordamos la enseñanza de Duns Escoto al
respecto. Él excluye al pecado de Adán, como motivo primero, determinante de la
encarnación del Verbo. La existencia de Cristo y de su acción salvadora no
pueden estar supeditados al hecho de que Adán, ser mítico y simbólico, peque o
deje de pecar. Escoto llama ‘muy irrazonable’ a esta teoría. La máxima
glorificación del PO ocurre cuando tantos religiosos occidentales colocan el
evento del PO en el punto de partida, eje y centro de ‘la actual’ historia y economía de salvación. Cuando el fundamento
único, puesto por Dios es Jesucristo (Cf. 1Cor 3,11).
3.La apologética de la
negatividad y el pecado original
Es
conocida la denuncia de D. Bonhoeffer hace de tantos apologistas, defensores y
predicadores del Evangelio, que quieren convencer al hombre moderno de la
necesidad que tiene de Dios, de la gracia desde ‘la negatividad’, sacando a relucir lo más innoble y bajo que hay
en el hombre. Es decir, desde el hecho que el hombre es un ser caído,
degenerado por el PO. Por5 tanto, según hemos visto en páginas anteriores,
incapaz de gobernarse por sí mismo, de crear valores culturales sanos, de
promover el progreso de la humanidad sin la ayuda gratuita y sobreveniente de
Dios, administrada por medio del cristianismo, de la Iglesia, del Papado. De
Maistre, papista desmesurado, dice que el Papa es “el Demiurgo d toda
civilización”. Donoso Cortés, algo menos papista, dice que el progreso sólo
ocurre “bajo el imperio de la teología católica, de la Iglesia católica”.
Lo que
decimos en el lenguaje más selecto, hablando de la ‘apologética de la
negatividad’ podríamos expresarlo también en un lenguaje más cotidiano hablando
de la “Teología de gusano”, que consiste en querer convencer al oyente del
Mensaje de que es un ser enfermo radical, tarado, que dispone únicamente de una
naturaleza viciada, agusanada, carente de medios para desarrollar sus propias
potencialidades. Por eso necesita de Cristo y su gracia. Aquí tiene una
importancia primera la tesis del PO. Esta tesis justifica la afirmación de que
la naturaleza está viciada, enferma, y por ello, lo que más necesita es un
médico. Cierto es que, estos apologistas del cristianismo, después d inculcarle
al hombre su condición de pecador congénito y profundo, le anuncian que Dios lo
eleva a ser ‘partícipe de la naturaleza divina’. Pero, se puede preguntar si,
para elevar al hombre a los confines de la vida divina, era indispensable
hacerle pasar antes por las horcas caudinas del PO y de toda la miseria y
degeneración que este pecado dicen que produce y que el obispo de Hipona y sus
seguidores se complacen en airear.
Sin
embargo, existe y merece cultivarse ‘la
apologética de la positividad’, la que parte de lo bueno, sano y más noble
que hay en el hombre para, desde allí, decirle que necesita de Cristo para
llevar a su última perfección, desarrollar los gérmenes de grandeza que tiene
ya como dados por el Creador. Como ejemplo de esta apologética, defensa y
oferta desde la positividad habría que señalar la teoría de los Padres Alejandrinos,
sobre las ‘semillas del Logos’, que
éste habría sembrado en la filosofía/cultura pagana como disposición para su
aparición personal en la historia: la cultura/filosofía como preparación para
el Evangelio. Es difícil que esta valoración positiva de la cultura pagana,
pudiese germinar en hombres convencidos de la teoría del PO. Efectivamente,
estos Padres orientales desconocían la teoría occidental del PO. Los defensores
de la teorías de ‘las semillas del Logos’ en la cultura pagana, podrían
apoyarse con facilidad en la actitud que Pablo descubre en su discurso en el
Aerópago: “Vengo a hablaros con claridad, del Dios que ya vosotros buscabais a
tientas” (Hch 17, 22-31).
En
esta línea de ‘apologética de la positividad’ citábamos el ejemplo de los dos
más relevantes teólogos de la Edad Medias, Tomás de Aquino y Duns Escoto. En
aquellos años, como hemos indicado, un tipo de humanismo secularizante extremo,
el averroísmo latino, hablaba de la suficiencia plena de la filosofía
(aristotélica, en el caso) para llevar al hombre a la perfección última posible
para el ser humano. Para mostrarles a estos filósofos la necesidad de la
revelación, no recurren a decirles que su mente está viciada, corrompida por el
PO, y que, por tanto, no podrá razonar correctamente en el campo de los valores
y verdades naturales. Sería cultivar la que hemos llamado apologética de la
negatividad/del gusano. Recurren a desvelar aquello que hay de más noble en el
hombre: ‘su capacidad para recibir al
Infinito’. Verdad es que, sobre todo Duns escoto, quieren hacérsela
comprender a los filósofos. En efecto, la mente humana, según pueden ellos
saber, tiene capacidad positiva para captar el ser como ser. Lo cual es signo
de que puede recibir la noticia del Ser Infinito: ‘capax entis, capax Dei’. En lenguaje teológico, significa que el
hombre tiene un destino, ordenación ‘deseo natural’ de ver a Dios. Pero que,
por ser tal visión un bien que excede en absoluto las posibilidades
connaturales del hombre (es ‘sobrenatural’), necesita, además de
una inteligencia sana, un nuevo poder y auxilio: la gracia de Dios. Por eso,
antes e independientemente de que el ser finito llegue a pecar y aunque, por
hipótesis, no llegase (que sí llegará a pecar), se encuentra ya con
anterioridad en absoluta necesidad de la gracia. Si ha de conseguir la última
perfección de su ser, de aquella nobleza, dignidad y posibilidades con que Dios
le dotó al nacer. Por tanto, es innoble y falso decirle que necesita de Dios,
en última instancia por motivo de la oquedad/vacío que en él ha dejado el PO,
que habría viciado, degradado la naturaleza, imposibilitándola para cualquier
acción buena, para cualquier progreso sano, valioso. Lo noble y correcto es
decirle al hombre que necesita de Dios precisamente desde aquello que tiene de
más positivo, noble y generoso: su apertura a la trascendencia, a la
perfección, al progreso ilimitado, al desarrollo de las posibilidades naturales
que posee por haber sido creado a imagen de Dios. Esto, en el lenguaje
teológico, se expresa diciendo que el hombre necesita de la Gracia (de la
revelación) para conocer y realizar el fin último de su vida, aquel para el que
Dios le ha creado. Por ser el hombre una “forma
beatificable”, dice en su lenguaje escolástico san Buenaventura.
Hay en todo este razonar una aplicación del famoso y
tradicional principio: la gracia no destruye ni supone destruida la
naturaleza, la perfecciona. Es decir, la gracia no actúa porque la
naturaleza esté corrompida, sino que, incluso aunque sabe que el hombre entra
en la existencia sin vicio, sano y bueno, quiere hacerlo mejor, elevándolo y
deificándolo ya entonces mismo. En frase magnífica y certera de Julián de
Eclana “aquellos a quienes el Creador
hizo buenos, el bautismo de Cristo los hace mejores”. En esta perspectiva
no hubiera tenido cabida la objeción de Nietzsche: que el Cristianismo tiene
necesidad de hacer enfermo al hombre, para poder proclamar ante él la necesidad
del Salvador. Los defensores del PO así lo han pensado, pero no es verdad.
Imprudentemente le han dado a Nietzsche un pretexto del todo gratuito pata
atacar al cristianismo.
4.La lírica, la
mística y la metafísica del pecado original
La llegada de la figura del PO a la teología cristiana del
siglo V traía consigo una transformación profunda en el concepto tradicional de
pecado y de la voluntariedad, de la libertad que lo comete. Y, en forma
consiguiente, implicaba un cambio destacado en el concepto de ‘naturaleza
humana’, según hemos explicado. Pero, avanzando más, el PO ha sido constituido
en el punto de partida, el eje en torno al cual se dice que gira ‘la actual’ economía e historia de
salvación. Por eso, pienso que con toda justicia la hemos calificado de
‘hamartiocéntrica’ (centrada en el pecado), en neta distinción con otra visión
más ‘caritocéntrica’ (centrada en la gracia), centrada en Cristo
(cristocéntrica). Y por ello más cristiana. Esta centralidad concedida al PO
significaba una ‘glorificación del pecado’, como advertía Isaac de Nínive. En
claro desdoro de la excelencia de Cristo.
Damos a continuación algún testimonio más de esta
glorificación del PO y sus consecuencias:
La glorificación lírica del pecado original.
Ya hemos encontrado antes este texto: “Necesario fue el pecado de Adán, que ha
sido borrado con la muerte de Cristo. Feliz
culpa, que ha merecido tan gran Redentor” (himno “Exultet” de la vigilia de Pascua).
En la celebración litúrgica más importante del año el
poeta sagrado se desata en alabanza lírica al pecado de adán. Movido por la
“sobria ebriedad del Espíritu”, considera como un evento felicísimo el pecado
del primer hombre. Evidentemente, no por lo que tal pecado sea de por sí, sino
por las gratísimas consecuencias que (a su juicio) habría traído para la
humanidad pecadora. Algunos teólogos escolásticos, siempre dentro de la Iglesia
occidental, han querido ver aquí una confirmación de la tesis de aquellos que
ven en el pecado de Adán el motivo primero de la encarnación del Verbo. Me
parece que se hace una extrapolación de un texto lírico-poético para reforzar
una tesis de teología especulativa.
El poeta del “Exultet”
trabaja sobre un supuesto de experiencia cotidiana: un fracaso importante, con
frecuencia (pero no siempre, ni automáticamente) estimula y pone en actividad
resortes espirituales del sujeto, que antes parecían adormecidos. Entonces el
fracaso inicial lo juzgamos ‘feliz’. Pero en tanto en cuanto provocó una nueva
y mejor situación espiritual. Sin descartar esta lectura, el “Exultet” celebra el hecho de la venida
del Hijo de Dios a redimirnos, a sacarnos de las tinieblas a la luz y de
libertad. Este hecho ha despertado en él nueva sensibilidad para descubrir
aspectos recónditos del ‘amor del Padre’,
que “ha entregado al Hijo para redimir al esclavo”. Su proyecto, puesto en
marcha antes de la constitución del mundo, antes de la creación de adán, de
llevar a todos los ho0mbres a la vida eterna en Cristo (cf. Ef 1, 1-14), no se
ha mudado. El Padre envía a su Hijo al mundo a pesar del pecado de adán. “¡Qué asombroso beneficio de tu amor para
con nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad!”, exclama el poeta. El
amor del Padre es tal que, incluso ‘después
del pecado de Adán’, no ha abandonado a los hombres. Más aún, según la
predicación constante de la Iglesia, Jesucristo habría traído a la humanidad
muchos más bienes que los perdido en Adán. El Hijo vino al mundo, no motivado
por el pecado de Adán, sino a pesar del pecado de Adán. Vino movido por el
amor, porque “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn
3,10), como recordaba Isaac de Nínive.
La mística del pecado original. La
“sobria ebriedad del Espíritu” que inspiraba al poeta del “Exultet” parece que
no fue mantenida en las palabras del Reformador: “hay que plantar, reafirmar y engrandecer el pecado”. Esta idea del
Reformador, mantenida en la tradición luterana, ha preparado el camino para
hablar de lo que hoy día se llama ‘la mística del pecado’.
El calificativo ‘místico’ encierra un amplio y más bien
difuso campo de significados. Aquí lo utilizamos como equivalente a secreto,
misterioso, recóndito. Se quiere decir, por los usuarios de este lenguaje, que
el PO y sus hijuelos, los pecados personales, parecen disponer de una
inesperada energía, de una secreta fuerza impulsiva, para propiciar la
comprensión que el hombre ha de tener sobre sí mismo y sobre sus posibilidades.
Según el concepto luterano del hombre, éste no se
comprende bien a sí mismo si no se comprende como alguien que es, al mismo
tiempo, ‘pecador y justo’: un pecador que, sin dejar de serlo, está
justificado, declarado justo por Dios. Posteriormente, la idea se
secularizó, recibió una explicación extensiva, más general: el hombre, la
humanidad, cada individuo, no lograría su madurez, la plena realización de sus
posibilidades como ser humano, si no pasa por la experiencia del pecado. Los
caminos hacia abajo, se transforman en caminos hacia arriba, hacia la mejor
realización y desarrollo del ser humano.
Esta fuerza mística, recóndita, del PO se aplica, en
primer término, a la interpretación del mito de la caída en Gn 2-3. En manos de
los primeros teólogos cristianos, en lucha contra la gnosis y su fatalismo
psicológico-moral, el relato de Gn 2-3 recibe una interpretación humanista de
signo positivo: el comportamiento de adán muestra que Dios hizo al hombre
libre, capaz de elegir entre el bien y el mal. Para san Agustín la conducta de
Adán implica una inmensa rebeldía, un pecado de malignidad inconmensurable, que
arruina el destino posterior de la humanidad que de él desciende. Pero los
comentaristas seculares y secularistas de Gn 2-3 interpretan la conducta de
Adán como el primer acto de libertad ejercido por el hombre, el primer acto
característicamente humano mediante el cual el hombre adquiere conciencia de su
autonomía y comienza a ejercerla. Será el momento de mítica grandeza en que el
hombre toma en su mano su propio destino, traza su propio camino. Que, aunque
sea doloroso, es el suyo. Paradójicamente, cuanto más ejerce el hombre su
libertad, incluso frente a Dios, más se asemeja a Él. Porque la semejanza con
Dios consiste, sobre todo, en la libertad para amar al Sumo Bien, y ello
implica la posibilidad de elegir cómo comportarse, de un modo u otro. Volvemos
al conocido ¡feliz culpa!,
interpretado por la filosofía de Hegel (que es pura literatura, y además de la
mala) y otros. El PO (originante y originado) sería el caso paradigmático,
simbólico en que el pecar del hombre despierta en él fuerzas secretas,
inesperadas, para desarrollar sus posibilidades más recónditas. Ya vimos como
el poeta del ‘Exultet’ dice del
pecado de Adán que ‘mereció’ un excelentísimo Redentor. La infinita miseria del
hombre caído, provocó al infinita misericordia de Dios a que se rebajase hasta
la infinita miseria del hombre, según decía el teólogo medieval san
Buenaventura.
En esta línea de la ‘mística del pecado’, L. Scheffczyk
recoge algún interesante testimonio. Cita unas palabras del maestro Eckhart:
“Dios te concede lo que más ama Él, lo ha cargado previamente de pecados.
Porque, ¿cómo sería posible la redención, sin el pecado de Adán? ¿De qué
habríamos de ser redimidos si pudiéramos evitar el pecado?” Es el tema de la
feliz culpa de la liturgia pascual. “Es sabido que, sin pecado, no es posible
el arrepentimiento y sin el arrepentimiento no es posible la gracia redentora.
Más aún, si el pecado original no hubiera tenido lugar, no habría entrado en
nuestra historia el Redentor”. Pero nosotros ya hemos comentado que este
razonamiento se basa en un concepto “superficial,
diminutivo e infantil” de la acción salvadora de Cristo (I, de Nínive). Es
una visión infralapsaria y mítica de la actual historia de salvación.
Dentro de esta ‘mística del pecado’ hay que mencionar este
hecho: que la mística del pecado fue motivada, según explican sus defensores,
como antídoto contra la soberbia farisaica de las obras, contra el empeño pertinazmente
humano de justificarse por sus propios méritos, contra el fariseísmo, el
pelagianismo, el humanismo radical de todos los tiempos y culturas. Y también,
contra el ‘orgullo de las obras’, tentación perenne de las personas ‘buenas’.
Pero es seguro que también existe un ‘orgullo del pecado’,
la figura del hombre que se enorgullece de ser pecador. El escritor Milán
Kundera tiene, a este propósito, una observación que me parece genial: “Éste es nuestro único deseo profundo en la
vida: que todos nos consideremos grandes pecadores. Que nuestros vicios sean
comparados con los chaparrones, las tormentas, los huracanes” (La inmortalidad, Barcelona 1990). El
teólogo y psicoanalista J. Pohier tiene esta afirmación de notable finura
psicológica: “La culpabilidad es, sin
duda, el terreno privilegiado para la afirmación megalómana de sí mismo; pues
la afirmación y proclamación de sí mismo, y el hacerse culpable es siempre y
ante todo un afirmarse a sí mismo”.
U. von Balthasar desarrolla el tema del orgullo de ser pecador
centrado en la figura de Luzbel, tan atrayente para todos los rebeldes y
orgullosos pecadores de la época romántica del siglo XIX y de otras. Por lo
demás, es sabido cómo los marxistas más teóricos han exaltado a Prometeo,
proponiendo su rebeldía contra Zeus, como prototipo del comportamiento humano.
También se ha hablado de Adán como un ‘Prometeo bíblico’, que lograba su
libertad rebelándose contra el precepto de YHWH. Habría logrado en tal acto su
plena realización como hombre libre.
La metafísica del pecado original en Hegel.
Con esta expresión aludimos a la función que la doctrina teológica del PO, en
su forma luterana, recibe en sistema filosófico de Hegel, cuya importancia
dentro de la cultura moderna europea no es posible desconocer [-si bien dentro del ‘materialismo filosófico’ Hegel
queda a la altura del betún al no ser su filosofía más que una construcción
literaria y además de mala calidad-]. Hacemos una rápida mención y no
más. Se trataría de explicar la relación entre dos temas cada uno de ellos
extremadamente complicado: el tema del PO y la filosofía de Hegel. Remitimos a
estudios monográficos sobre el tema.
La utilización hegeliana del trema del PO presupone la
ortodoxia luterana al respecto. Y sobre ella realiza una valoración que, al mismo
tiempo, tiene a la vista la realizada por la Ilustración y por Kant. ‘Prescinde del todo de la teología de Adán’,
y va directamente a dar una interpretación racional, histórico-cultural
desmitizada del relato de Gn 2-3 y, en general, de los mitos de la edad de oro,
a los que homologa con la narración bíblica. En ella se describiría el estado
de inocencia infantil, natural del hombre. Al comer del fruto del árbol del
bien y del mal se pasa al estado propiamente humano, al ser consciente y libre,
señor autónomo de sus actos. La narración de Gn 2-3 no
significa una caída desde un estado real, histórico, más alto y perfecto a otro
más bajo. Es, más bien el paso indispensable hacia un estado superior. Este
paso hacia arriba se verifica mediante un rompimiento con la situación
anterior. Escisión, división interior que podrá ser calificada de dolorosa,
pero que es indispensable para que el hombre llegue a ser plenamente humano. Si
se califica de ‘culpa’ hay que añadir que será una ‘feliz culpa’.
Recordemos que Hegel tiene una visión evolutiva, procesual
de todo el campo del ser. Naturaleza, espíritu humano, espíritu Absoluto. La
triada ‘inocencia’ (indiferenciación original), ‘escisión/pecado’ y
‘reconciliación’, describe el proceso de realización del espíritu finito.
Tendría su correspondencia en conocida triada hegeliana de tesis, antítesis y
síntesis que describe la realización/manifestación del Espíritu Absoluto. Por
esta referencia al Absoluto del evento del PO (secularizado) es por lo que
hemos hablado de la ‘metafísica del PO’.
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