XI.
LA CIENCIA EMPÍRICA
FRENTE A LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL
Los encuentros y desencuentros entre la cultura secular y
la teoría del PO anteriormente descritos, ocurrían en el terreno de la
filosofía, de la ética, protagonizados por los filósofos de la Ilustración y
por el idealismo filosófico alemán. En este apartado nos vamos a referir al
mismo evento de encuentros y desencuentros, en cuanto ocurridos en el campo de
la razón ‘empírica’, de los saberes
experimentales: en el campo de la Ciencia
por antonomasia, según terminología en uso.
Como es sabido, a partir del siglo XVI las ciencias
experimentales han alcanzado un desarrollo espectacular en Occidente. Ellas son
llamadas en la actualidad ‘la Ciencia’ por excelencia. Puede señalarse aquí uno de los máximos aportes
de Occidente a la cultura planetaria de nuestros días. Junto con la técnica,
mediante la cual se aplican a las necesidades y aspiraciones de cada día los
avances logrados en el campo de la ciencia pura. Para la finalidad perseguida
en este estudio l as diversas ciencias empíricas las disponemos,
convencionalmente, en tres grupos: 1) Historia de las religiones (de la
cultura, mitología): 2) evolucionismo antropológico; 3) psicoanálisis
(psicología, sociología).
1.Una precaución
metodológica
Recordamos la observación hecha al principio: la enseñanza
sobre el PO no puede ser comunicada en un enunciado único, en una proposición
simple. Encierra en sí una ‘constelación
de afirmaciones’. Es una verdad pluridimensional, integrada por la
afirmación de un pecado ‘originante’ (el de Adán); un ‘pecado originado’ (en el
que cada uno incurre); por las consecuencias/los castigos divinos que han de
sufrirse, y por el hecho de que el PO es una permanente fuerza de pecado, que
hemos cifrado en el símbolo de El Pecado.
Parece claro que, en referencia al núcleo duro de la
teoría, que todo hombre nace en pecado ante Dios, la ciencia empírica no va a
tener interés ni competencia para afirmar o negar algo al respecto. En cambio,
cuando la teología cristiana rodea al núcleo central de afirmaciones
colaterales sobre la ‘teología de Adán’ o bien habla de la ‘miseria’ humana
como ‘castigo’ divino por un
originario, ancestral pecado, se entra en el campo de lo empírico, experimentable,
accesible, de algún modo, a la inteligencia humana en alguna de sus varias
funciones. En ambos aspectos, no se le puede negar a ‘la Ciencia’ el derecho a hacer preguntas y a contrastar respuestas
y soluciones. Pero, incluso asentadas ciertas conclusiones Enel terreno de la
‘la Ciencia’, éstas no invalidan, en forma directa y explícita, las
afirmaciones que la teología venía haciendo dentro de su propio campo. Y, a la
inversa, la teología no tiene competencia para invalidar, en forma directa, las
conclusiones seguras de la ciencia empírica.
Lo que en el fondo ha sucedido y ha de suceder de
continuo, es que los científicos advierten a los teólogos de la necesidad que
éstos tienen de leer, en forma más rigurosa y crítica, sus fuentes de
información, y obrar en consecuencia. Es lo que sucedió, en forma
paradigmática, en el caso Galileo. Tras largas y penosas incidencias, los
defensores de la fe en aquellos tiempos hubieron de comprender que, durante
siglos, habían leído mal los textos de la Escritura. Ésta no quería enseñara
los hombres ‘cómo van los cielos’ (los astros), sino ‘cómo se va al cielo’. O,
según decía san Agustín, comentando el Génesis, el Dios que allí habla no
quiere hacer matemáticos, sino creyentes. Vale decir, el Génesis habla de cómo
el hombre sale de las manos de Dios, pero no de cómo brota del seno de la madre
tierra. Porque, indudablemente, el hombre es polvo y al polvo retorna cada día.
Desde mediados del siglo XIX, la ciencia ha urgido a los teólogos a que lean
mejor los textos de la Biblia, tanto desde el inmediato contexto religioso,
cultural, social en que fueron escritos, como desde la hodierna circunstancia
vital en la que tales textos han de ser leídos y proclamados. Indicamos, en
pocas líneas, los resultados obtenidos.
2.La figura de la
caída/pecado original en la historia de las religiones
El estudio sistemático, científico y crítico de las
culturas, especialmente del hecho religioso, de los mitos en los que
inicialmente se expresaban, se iniciaba en Occidente en el siglo XVII y no
antes. Desde mediados del siglo XIX el material encontrado era cada vez más
abundante y mejor analizado. Los estudios del fenómeno religioso en su
dimensión empírica y social, el mitólogo que recoge y ordena los diversos
relatos de los diversos ciclos culturales, encuentran que los relatos de Gn
1-11 y, sobre todo de Gn 2-3, mostraban notables semejanzas y, en casos,
palmarias influencias de otras culturas circunvecinas y sorprendentes
coincidencias con otras más lejanas. Por otro lado, los representantes de la
cultura secular han logrado una revaloración del ‘mito’ en la creación y
transmisión de valores culturales. Y, especialmente, en el origen primero de
las religiones y en los primeros pasos de su desarrollo. Bajo la convergencia
de estos diversos factores, los exégetas y teólogos católicos mejor informados
y más saludablemente críticos no han tenido inconveniente en admitir que el
autor de Gn 2-3 debe seguir llamándose, ante todo, hagiógrafo y teólogo, porque
escribe y habla de cosas divinas: de las gestas de Dios en el origen del
cosmos, de la raza humana y de su historia. Pero también hay que llamarle
‘mitógrafo’, porque el Mensaje que él ha recibido sobre las realidades divinas,
lo comunica a otros hombres en el lenguaje del mito, del símbolo, del relato
popular. En realidad el único género de expresión y comunicación de ideas y
experiencias del que disponían los humanos en aquella lejana época.
La nueva lectura que, desde esta nueva situación, exégetas
y teólogos han realizado sobre Gn 2-3, les ha permitido declarar como del todo
innecesaria e inconsistente la ‘teología de Adán’ edificada sobre arena y
mantenido, sin justificante, a lo largo de siglos. Así como la calificación de
las miserias humanas como ‘castigo’ de la desobediencia de un supuesto primer
padre de toda la raza humana. El resultado sintético, global, de este estudio
comparativo entre la teoría del PO y los datos que ofrecen la mitología y la
historia de las religiones arcaicas pudimos verlo, por nuestra parte, en el
tema estudiado antes. En él se muestra y demuestra que el dogma cristiano del
pecado original y el mito pagano de la caída original tienen la misma
estructura formal, aunque el contenido e intencionalidad salvífica última sean
cualitativamente diferentes. Lo específico y original del cristianismo es su
mensaje sobre Cristo, universal y único Salvador.
3.El evolucionismo
antropológico y la teoría del pecado original
La polémica entre el evolucionismo antropológico y los
defensores del PO fue larga y dura desde mediados del siglo XIX. Al iniciarse
el siglo XXI podemos darla por finalizada, en la medida de lo posible, dentro
de la tensión que es inevitable que exista y persista entre la fe y la ciencia.
Recogemos, en pocas líneas, lo que podríamos aceptar como resultado firme de la
contienda, por lo que pueda tener de aleccionador respecto al tema del PO.
A tenor de lo expuesto, es claro que la ciencia
evolucionista nada puede/debe decir sobre el núcleo sustantivo de la teoría del
PO: sobre si el hombre nace en gracia o desgracia de su Dios. Pero cuando los
teólogos avanzan hasta decir que el primer ejemplo del a especie ‘homo’
apareció en forma subitánea, perfectamente desarrollado y superdotado, si no
queremos que se nos acuse, con justicia, de fundamentalistas/integristas debemos
concederá los científicos el derecho a hacer preguntas, incluso radicales,
sobre el sentido de semejante afirmación. Las preguntas y la controversia no
surgieron ni pudieron surgir sino con posterioridad a la aparición y
divulgación de las teorías evolucionistas realizadas, sobre todo, por la obra
de Darwin sobre ‘El origen de las
especies’ (a. 1859) y por la aplicación de esta teoría al origen del
hombre. El concilio Vaticano I (1869-1870) ya conoció
el problema y quiso resolverlo con estas solemnes y enfáticas palabras: “Apoyados tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento confesamos y enseñamos que todo el género humano tiene su
primer origen en el padre Adán (Sb 10,1; Hch 17,26). Más aún, negada esta
verdad se viola también otro dogma revelado, el dogma del PO que, desde un
primer progenitor, se propaga a todos los hombres; y el dogma de la redención
de todos por el único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús”. Y
concluye: “Si alguno negare que todo el
género humano procede de un solo hombre Adán, sea anatema” [Tiene interés
advertir cómo los Padres conciliares mantenían como materia ‘definible’, materia de fe, la
procedencia de toda la raza humana. De Adán, tenido como personaje
rigurosamente histórico. Hoy día, tal afirmación ha sido abandonada por todos].
No se llegó a la promulgación
definitiva de este texto, que la teología del siglo XXI puede calificar de
inaceptable. Pero en la Iglesia católica se fijó la firme convicción de
que el ‘monogenismo’, en cuanto al origen del hombre, era una doctrina
irrenunciable, segura, del todo indudable, perteneciente a la fe. Todavía por
la década de los cincuenta, en el siglo XX, esta era la opinión común y firme
entre los teólogos católicos. La encíclica ‘Humani
generis’ (a. 1950) no permite a los católicos afirmar el poligenismo en
referencia al origen del hombre. Obliga a seguir manteniendo el monogenismo
antropológico. Porque la teoría poligenista pondría enpeligro el dogma del PO,
tenido como un pecado cometido por un individuo histórico, Adán, y que desde él
se propagaría a todo hombre por generación biológica.
Esta postura del Vaticano I y de la ‘Humani Generis’ se considera hoy ampliamente superada por los
teólogos bien informados sobre el problema del PO. Nuestra postura en el caso
es clara: “un no decidido a la teología de Adán”, con sus adherencias
teológicas, históricas y culturales. Con esta decisión nuestra logramos una
gran ventaja, deseada, pero no lograda durante más de un siglo de controversia:
evitar todo roce innecesario con ‘la Ciencia’ al explicar los orígenes del
género humano. Y, en forma más concreta, logramos la eliminación de discusiones
inútiles con las ciencias humanas a la hora de hablar de la situación teologal
del hombre (el primero y el de hoy) al entrar en la existencia.
4.La teoría del
pecado original ante el psicoanálisis
Los fundadores del psicoanálisis y de la psicología
profunda se ocuparon expresamente del tema teológico del PO. Son conocidas las
incursiones de S. Freud y K. G. Jung hicieron en este campo tan goloso para
mitólogos y psicólogos. Durante todo el siglo XX se publicaron muchos estudios
sobre las relaciones entre psicoanálisis y el PO, y otros mitos bíblicos. Un
psicoanalista podría resumir tales relaciones en esta frase: ‘la
doctrina de la neurosis universal de la humanidad es el equivalente
psicoanalítico a la doctrina teológica del PO’. Parece que no podría
dudarse de que esta fue, en muchos aspectos, la intención de Freud y otros
psicoanalistas. La corrupción, la enfermedad universal de la raza humana que el
teólogo cristiano quería proclamar mediante la teoría del PO, la ciencia
moderna la demostraría mediante la teoría del psicoanálisis.
A tenor de lo dicho, el punto de contacto, de posible
acuerdo o desacuerdo, no podía establecerse en el núcleo duro de la enseñanza
de los teólogos: “todo hombre entra en la existencia en positiva des-gracia ante Dios”.
Un hombre, un filósofo honrado puede pensar que tal afirmación le parece
extraña. Y podría preguntarle al teólogo cómo ha logrado tener informes
fidedignos sobre un momento tan oscuro, misterioso, del ser humano y sobre un
comportamiento divino que parece comprometer la bondad del Dios cristiano en
forma incomprensible y temible. Con el agravante de que los teólogos creían
poseer sobre tal hecho certidumbres del todo definitivas, divinales. Un
científico no puede ni debe decir nada sobre si el hombre nace en gracia o en
desgracia de Dios. Pero el cultivador de la ciencia, el psicoanalista frente a
la idea del paraíso, de una culpa originaria que sea causante de la miseria
humana, del sentimiento universal de culpabilidad que parece dominar la
historia humana, ante la mísera condición en que la vida del hombre se
desarrolla, busca una respuesta científica alternativa a la ofrecida por la
teología del PO.
El mito del paraíso
(el estado de santidad y justicia, según los teólogos) tanto Jung como Freud
(con matices) lo interpretan como una proyección imaginativa y simbólica de la
fase primera de la vida humana. Durante ella, el hombre vive en total y pura
inmersión en la vida de la madre, en el seno y en el regazo materno. Los
relatos sobre la edad de oro, sobre el paraíso y equivalentes son expresiones
objetivadas, historificadas de la nostalgia y añoranza que el niño, la
humanidad arcaica e infantil tiene de la vida feliz que disfrutó en el seno
materno. Esta situación de felicidad se pierde al romperse el vínculo umbilical
y desprenderse el niño del seno materno, y luego al ir entrando en el mundo de
la dura realidad objetiva.
El mito de la caída
(transgresión, pecado, crimen primordial).
Ha recibido su interpretación peculiar por parte del psicoanálisis. Según Freud
el crimen/pecado originario de la humanidad consistió en el parricidio cometido
por la primitiva horda humana, en rebelión contra las imposiciones,
especialmente sexuales, del patriarca de la tribu. Consumado el parricidio en
su concreción histórica, se perdió en la lejanía de los tiempos. Únicamente los
diversos mitos de la caída primordial, tan universales, lo rememoran
simbólicamente. Pero pervive reprimido en la conciencia tanto colectiva como
individual de la humanidad. En el reciento de la vida individual el crimen se
perpetúa en el ‘complejo de Edipo’,
resultante del deseo reprimido que cada niño tiene (soterrado) de matar al
padre y desposar a la madre, de gozar de su cariño en forma exclusiva. Podría
recordarse aquí el tema similar, desarrollado por Sartre en su obra ‘Las moscas’, antes mencionada.
El viejo tema de la ‘miseria’
humana, Freud lo recoge en su obra ‘El
malestar de la cultura’. Este malestar resultaría del hecho de que la
autoridad paterna, la sociedad, el contacto cognoscitivo y volitivo con la
realidad objetiva se impone frente a los deseos libidinosos, egocéntricos del
niño, deseos que tampoco son debidamente satisfechos en la edad adulta.
Desde tiempo inmemorial la raza humana se siente
desgraciada de varias maneras y niveles de profundidad. Del poeta latino Ovidio
es esta expresión: “Veo lo mejor y lo
apruebo, pero hago lo peor”, que encontraría un eco no lejano en el texto
de Pablo en Rm 7,19, el cual describiría un fenómeno humano similar, aunque con
una intencionalidad religiosa específica [Pablo dice: “No hago lo que quiero, sino lo que odio, eso hago”].
Posteriormente, Agustín de Hipona y toda la tradición cristiana occidental han
visto aquí, en muchos casos, el texto tal vez más accesible y seguro a favor
del PO. El existencialismo teológico-filosófico del siglo XX tiene textos
impresionantes sobre este desgarro existencial en que se bate la existencia
humana. Y es sabido que sectores influyentes de este existencialismo, desde
Kierkegaard a Heidegger, están muy influenciados por la doctrina cristiana
(protestante) sobre el PO.
La concupiscencia,
descrita como ‘hija del pecado y madre del pecado’ se la presenta como
inseparable y hasta identificada con el PO. Tiene su máxima manifestación en la
líbido sexual. Apenas será necesario advertir de la proximidad entre el tema
teológico de la concupiscencia y el inagotable tema freudiano de la líbido
sexual, de su pansexualismo.
En algunos filósofos de la Ilustración y en Hegel hemos
encontrado una interpretación nueva, simbólica de Gn 2-3: la desobediencia allí
narrada no sería un pecado, sino la narración del paso dado por el hombre hacia
su emancipación y adultez. Y si se habla de ‘culpa’ que se hable de una ‘feliz
culpa’ que tanto bien nos trajo. El tema lo retoma E. Fromm y lo encuadra
dentro de categorías del psicoanálisis, aunque él no sea estrictamente un
freudiano. Para E. Fromm la narración de Gn 22-3 tiene valor como
interpretación mítica del origen de la libertad en el individuo y en la
historia humana, presentada en categorías religiosas y bajo la influencia de la
situación socio-cultural del primitivo pueblo hebreo. El Dios del Génesis es un
señor dominador absoluto, un ‘dios’ producto de una sociedad tribal,
autoritaria, patriarcal, dominada por el estamento sacerdotal. Este ‘Dios’,
aunque dispone por sí solo del destino del hombre, no deja de traslucir cierto
miedo a que el hombre llegue a ser igual a él. Es el reflejo de una sociedad
dominada por la dialéctica del señor-siervo, de hegeliana memoria. El
hombre/Adán se rebela, desobedece y empieza así la historia de su libertad
individual y colectiva, su historia en absoluto. El hombre ha roto la armonía
de un paraíso establecido, dado, otorgado. Allí había paz, pero no había
libertad ni pensamiento. Los sacerdotes interpretan este acto como
‘rebeldía-culpa-pecado’. En realidad, es el acontecimiento por el que el
hombre, librándose de la tutela del Otro, entra en posesión de sí mismo, se
abre y camina hacia su propia grandeza. Cierto, con la desobediencia y la
libertad empieza también la ambigüedad de la existencia y el sufrimiento. Pero
esa vida dura es la suya, y eso es lo que importa. Así, pues, Gn 2-3 no narraría
una caída, sino una liberación y ascenso del hombre desde la inocencia feliz,
bajo la tutela de un dios-amo, hacia la posesión de su propio destino, aunque
éste pueda estar cargado de ambivalencias e incluso ser trágico- El hombre ha
sido hecho a imagen de Dios y por tanto a ser llamado a la autorrealización
personal, consciente y libre. Aunque la teología sacerdotal tradicional
interprete estos eventos bajo el signo religioso d caída, de pecado, de
castigo, de entrada en un valle de lágrimas por haber desobedecido a Yhwh.
No podemos demorarnos en un tema tan amplio y complicado
como este de las relaciones entre el psicoanálisis y la doctrina teológica del
PO. Nos remitimos a la bibliografía citada [E. Fromm: Ética y psicoanálisis. Seréis como dioses. El miedo a la libertad.
Psicoanálisis de la religión]. Pero no renunciamos a citar, con alguna
detención, algunos textos apreciables de R. Webster, en una reciente obra (Por qué Freud estaba equivocado. Pecado,
ciencia y psicoanálisis), uno de cuyos propósitos ha sido poner de relieve
las relaciones del pensamiento de Freud con la doctrina cristiana tradicional
sobre el PO.
“Varios autores, dice Webster, han
señalado numerosas similitudes entre la idea que Lutero tenía sobre la
condición humana y la que encuentran en el psicoanálisis. Los parecidos que
Brown y Erikson encontraron entre el protestantismo luterano y el psicoanálisis
clásico, apenas pueden ponerse en tela de juicio”. Este autor duda del valor
científico del psicoanálisis en este punto, pero no duda de que sea “una
prolongación encubierta de la tradición judeocristiana… Una sutil
reconstrucción, en forma moderna y desafiante, de una de las más antiguas
doctrinas religiosas e ideologías sexuales” (p. 19). “No es nuevo el enfoque
que afirma la existencia de parecidos considerables entre el psicoanálisis y la
doctrina cristiana del PO…”. Más recientemente, E. Gellner ha establecido un
paralelismo directo entre la doctrina cristiana y el psicoanálisis. Uno de los
propósitos de la doctrina del PO, afirma Gellner, consiste en asegurar que
nadie pueda encontrar refugio detrás de una conciencia virtuosa… “El inconsciente es la nueva versión del PO”
(p.315). R. S. Lee opina que “las ideas de Freud ofrecían una explicación
científica de la doctrina del PO. Allí se halla también una explicación al PO”
(p.315).
Es obvio que no se trata de una
equivalencia perfecta entre psicoanálisis y teología del PO. Freud no era
creyente y no pretende hacer teología, pero sí quiere ofrecer una versión
científica y secularizada de aquello que la vieja creencia cristiana quería
expresar. El resultado es discutible, para Webster. Pero si son
sugestivas algunas convergencias entre freudismo y teología del PO. Ambas teorías pretenden dar una visión de la naturaleza
humana partiendo del hecho de la miserable condición en que se encuentra.
El teólogo Agustín la califica de miserable porque el hombre está sujeto a la
“dura necesidad de pecar” (peccandi dura
necessitas), manifestada en el poderío de la invencible concupiscencia. En
la misma línea endureciendo los rasgos, caminan Lutero y los jansenistas. Freud
habla de “el malestar de la cultura” y busca su etiología y la ofrece en la
teoría del psicoanálisis.
“Es curioso advertir cómo Freud presenta el psicoanálisis
como uno de los grandes golpes asestados a, ‘ingenuo amor propio del hombre’…
El primero fue asestado por Galileo al decir que la tierra y el hombre, que se
cree su señor, no eran el centro del universo. El segundo por Darwin al mostrar
la indesarraigable naturaleza animal en el hombre… Aún más importante, el fin
moral que Freud implícitamente profesa es precisamente el mismo que el de san
Agustín cuando elaboró la doctrina que iba a ser fundamento de la ortodoxia
cristiana hasta, por lo menos, principios del siglo XVIII, la doctrina del PO.
La verdadera esencia de esta doctrina debe buscarse en el ataque que suponía
para el orgullo espiritual, o lo que Freud llamaba ‘ingenuo amor propio del
hombre’. La forma en que lo atacaba
consistía en ofrecer una teoría de la naturaleza humana según la cual, los
hombres y mujeres, más que controlar sus propias vidas, se veían condenados a
ser víctimas de una masa en ebullición de impulsos y deseos impuros que se
habían convertido, tras la caída de Adán, en una parte indeleble de su naturaleza.
Los individuos podían tratar de controlar dichos impulsos mediante el uso de la
razón, pero nunca podían escapar de ellos en su vida terrenal. “La importancia religiosa de dicha doctrina
fue que a través de ella, y sólo de ella, se pudo establecer la necesidad de la
redención cristiana. Uno de los puntos esenciales de la doctrina era que
universalizaba el concepto de enfermedad”, dice Webster (p.309). En el caso
nuestro, universalizaba el concepto de pecado. “Al postular que todos los seres
humanos se hallaban aquejados por enfermedades del alma, sugería que todos por
igual necesitaban de médico. En palabras de Pascal, la tradicional fe cristiana
se sustentaba en dos hechos “en la corrupción de la naturaleza por obra de Adán
y su curación por obra de Jesús” (p. 309-310) [Lo que no deja de ser un
desacierto, ya que el único fundamento del cristianismo es Cristo].
La intención de Freud de humillar, con su teoría del
psicoanálisis, el ingenuo orgullo racionalista de su época coincide,
básicamente, con la intención universal de todos los defensores de la teoría
del PO a lo largo de la historia. Agustín la presentó como medio indispensable
para batir el orgullo espiritual de los pelagianos. Nada mejor para tal
finalidad que decirles que su naturaleza estaba congénitamente viciada, herida,
enferma, tarada por el PO. Los humanistas del Renacimiento no terminaban de
ponderar la grandeza del ser humano. Para abatir este orgullo surge Lutero,
extremando la doctrina tradicional sobre la corrupción de la natura humana.
Jansenistas y Pascal acuden a ella para oponerse al orgullo del racionalismo
del siglo XVII, predecesor de la Ilustración. Ante el empuje prometeico de la
Revolución francesa, destacados católicos del siglo XIX, como J. de Maistre y
Donoso Cortés, vuelven a recordar a los racionalistas y socialistas que nada
hay más abyecto que el hombre caído en PO, incapaz de progreso, sin el auxilio
de la revelación divina custodiada por la Iglesia católica y por el Papado.
Webster insiste en que, tanto el freudismo como los
defensores del PO, necesitan “universalizar el concepto de enfermedad” (p.
308), como ya decía Nietzsche. “El concepto freudiano de enfermedad parecía
valer prácticamente para todo el género humano” (p. 309), a fin de que todos
los individuos se vean en la tesitura de considerar la necesidad de un médico
(p. 310). Citando textos de un teólogo anglicano del siglo XVII en defensa del
PO, dice Webster: “Sería difícil encontrar un ejemplo más claro de la tendencia
del cristianismo a universalizar el concepto de enfermedad” (p. 310) que, en el
lenguaje teológico, significa universalizar el pecado. El hombre “ha sido
presentado por san Pablo y san Agustín, así como innumerables defensores de la
doctrina tradicional del PO, como un amasijo de deformaciones y de males, tanto
del cuerpo como de la mente, henchido de orgullo” (p. 311). En una de sus
cartas confiesa Freud “en lo profundo de mi corazón no puedo evitar sentir que
mis colegas humanos, salvo contadas excepciones, son despreciables” (p. 319).
Webster recuerda también el famoso pansexualismo
freudiano, que llegó a ser tan popular. “Su insistencia en la maldad de la
naturaleza humana y, en particular, en la raíz sexual de esta maldad se
ajustaba al puritanismo protestante” (p. 316). No necesitamos recordar que la
enseñanza tradicional sobre el PO era del todo inseparable de una supuesta
perversión universal de la sexualidad. Varios escritores antiguos ponían la
transgresión primera en relación con la vida sexual de Eva y Adán. Durante
siglos se ha mantenido la convicción, a nivel de teólogos y a nivel del pueblo
cristiano, de que la rebelión del instinto sexual a los dictados de la razón,
es el máximo castigo del PO y el más claro signo de su persistencia en el
hombre. Todavía hoy mismo, entre la gente católica, la rebelión de la
sexualidad, es para ellos la muestra patente, experimental, de la existencia y
persistencia del PO.
Aquí encuadra la tendencia de Freud a ver a los niños
llenos de impulsos sexuales, destructivos, sádicos, que parecen hacer del “organismo
infantil una central de energías sexuales agresivas” (p. 322). El lector puede
recordar los textos agustinianos que hablan de los ‘pecados’ de los niños (“tan
diminuto hombrecito y tan gran pecador”). Tanto de la teoría freudiana como del
dogma del PO se deducen importantes, desfavorables opiniones sobre los niños y
su educación. “En la Edad Media existía la creencia de que el recién nacido, no
sólo se hallaba contaminado por el contacto con el cuerpo impuro de la madre
(hija de Eva) sino que de hecho estaba poseído por el diablo. Por esta
creencia, el ritual tradicional para bautizar al niño incluía los exorcismos.
Antes de ser bautizados l a creencia popular antigua los tenía como unos
‘pequeños diablos’… El pequeño que yace en la cuna es caprichoso y estállenlo
de defectos y aunque su cuerpo sea pequeño, su corazón es grande y en todo se
inclina al mal (p. 316; p. 321s.). Estas advertencias sobre la presencia de la
irascible y de la concupiscible en los niños, consecuencia del PO, servía para
justificar métodos sistemáticamente duros, represivos, en la educación infantil
y en toda la educación en general.
A lo largo de varios siglos la vigencia de la teoría del
PO había logrado crear en el pueblo cristiano y en su entorno cultural aquel
sentimiento morboso de culpabilidad colectiva del que hemos hablado con
insistencia. El psicoanálisis habría descubierto que “el sentimiento de
culpabilidad es inherente a nuestra constitución… El PO es el conjunto de
deseos del complejo de Edipo que desarrollamos antes de llegar a tener un
sentido moral, y que permanece en diferentes grados de fijación, tras haber
desarrollado este sentimiento moral, como deseos peligrosos” (p. 316). Freud no
es tan original, en este punto, como él pretendía. Discurre por cauces de la
tradición judeocristiana en su estudio de la vida pasional y de la sexualidad
en especial. “Al proyectar su intensa moral de forma en
apariencia técnica, reinventó para una
ciencia moderna la doctrina tradicional cristiana del PO” (p. 314).
Claro es que esta
apreciación de Webster, aunque sea de un científico serio, puede someterse a
examen, pero no ha de desecharse a la ligera. Él mismo las propone con
sobriedad, como una hipótesis de trabajo: “Las
opiniones de Freud son tan próximas a las doctrinas tradicionales, que resulta
tentador sugerir que no hizo más que disfrazar una antigua teoría con términos
técnicos modernos” (p. 326). Tanto el científico como el teólogo podrán
apreciar diferencias de fondo. En todo caso cerramos estas largas citas de
Webster con estas palabras: “La doctrina del PO imperó durante siglos probablemente por
ser la teoría psicológica más importante de Europa. Su inmensa importancia
histórica y su profunda atracción psicológica forman una parte esencial del
legado de la cultura intelectual moderna” (p. 310).
A partir del siglo XVIII, fue progresivamente marginada
por los representantes de la cultura secular y, últimamente por un creciente
número de teólogos católicos. Aunque, incluso hoy mismo, todos los movimientos
fundamentalistas, conservadores y tradicionalistas llevan consigo un intento de
reavivar, con más o menos energía, la teoría del PO: la imagen de ser humano
como ‘hombre caído’, radicalmente viciado.
Mencioné antes mis primeros contactos juveniles con el
freudismo. Posteriormente, al estudiar el tema inmenso del PO hube de hacer
otras lecturas sobre el tema. Sin embargo, los citados textos de Webster me han
impresionado y me han parecido especialmente ilustrativos para nuestro tema.
Por eso me he tomado la licencia de citarlos con cierta amplitud. Pienso que
también al lector le afianzarán en esta convicción: la
doctrina cristiana del PO no es una verdad caída perpendicularmente del cielo.
Ha brotado de los profundos limos abismales de la madre tierra, vale decir, de
las profundidades de la psique individual y colectiva. Sobre esta masa de barro
ha insuflado su espíritu la reflexión teológica de tantos cristianos y la han
trasformado en el figura del PO que, durante más de quince siglos, ha manchado
la belleza de nuestro cristianismo y de nuestra cultura occidental, al mismo
tiempo.
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