sábado, 30 de marzo de 2019

LA CIENCIA EMPÍRICA FRENTE A LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL


XI.       
LA CIENCIA EMPÍRICA FRENTE A LA TEORÍA DEL PECADO ORIGINAL

Los encuentros y desencuentros entre la cultura secular y la teoría del PO anteriormente descritos, ocurrían en el terreno de la filosofía, de la ética, protagonizados por los filósofos de la Ilustración y por el idealismo filosófico alemán. En este apartado nos vamos a referir al mismo evento de encuentros y desencuentros, en cuanto ocurridos en el campo de la razón ‘empírica’, de los saberes experimentales: en el campo de la Ciencia por antonomasia, según terminología en uso.
Como es sabido, a partir del siglo XVI las ciencias experimentales han alcanzado un desarrollo espectacular en Occidente. Ellas son llamadas en la actualidad ‘la Ciencia’ por excelencia. Puede    señalarse aquí uno de los máximos aportes de Occidente a la cultura planetaria de nuestros días. Junto con la técnica, mediante la cual se aplican a las necesidades y aspiraciones de cada día los avances logrados en el campo de la ciencia pura. Para la finalidad perseguida en este estudio l as diversas ciencias empíricas las disponemos, convencionalmente, en tres grupos: 1) Historia de las religiones (de la cultura, mitología): 2) evolucionismo antropológico; 3) psicoanálisis (psicología, sociología).

1.Una precaución metodológica

Recordamos la observación hecha al principio: la enseñanza sobre el PO no puede ser comunicada en un enunciado único, en una proposición simple. Encierra en sí una ‘constelación de afirmaciones’. Es una verdad pluridimensional, integrada por la afirmación de un pecado ‘originante’ (el de Adán); un ‘pecado originado’ (en el que cada uno incurre); por las consecuencias/los castigos divinos que han de sufrirse, y por el hecho de que el PO es una permanente fuerza de pecado, que hemos cifrado en el símbolo de El Pecado.
Parece claro que, en referencia al núcleo duro de la teoría, que todo hombre nace en pecado ante Dios, la ciencia empírica no va a tener interés ni competencia para afirmar o negar algo al respecto. En cambio, cuando la teología cristiana rodea al núcleo central de afirmaciones colaterales sobre la ‘teología de Adán’ o bien habla de la ‘miseria’ humana como ‘castigo’ divino por un originario, ancestral pecado, se entra en el campo de lo empírico, experimentable, accesible, de algún modo, a la inteligencia humana en alguna de sus varias funciones. En ambos aspectos, no se le puede negar a ‘la Ciencia’ el derecho a hacer preguntas y a contrastar respuestas y soluciones. Pero, incluso asentadas ciertas conclusiones Enel terreno de la ‘la Ciencia’, éstas no invalidan, en forma directa y explícita, las afirmaciones que la teología venía haciendo dentro de su propio campo. Y, a la inversa, la teología no tiene competencia para invalidar, en forma directa, las conclusiones seguras de la ciencia empírica.
Lo que en el fondo ha sucedido y ha de suceder de continuo, es que los científicos advierten a los teólogos de la necesidad que éstos tienen de leer, en forma más rigurosa y crítica, sus fuentes de información, y obrar en consecuencia. Es lo que sucedió, en forma paradigmática, en el caso Galileo. Tras largas y penosas incidencias, los defensores de la fe en aquellos tiempos hubieron de comprender que, durante siglos, habían leído mal los textos de la Escritura. Ésta no quería enseñara los hombres ‘cómo van los cielos’ (los astros), sino ‘cómo se va al cielo’. O, según decía san Agustín, comentando el Génesis, el Dios que allí habla no quiere hacer matemáticos, sino creyentes. Vale decir, el Génesis habla de cómo el hombre sale de las manos de Dios, pero no de cómo brota del seno de la madre tierra. Porque, indudablemente, el hombre es polvo y al polvo retorna cada día. Desde mediados del siglo XIX, la ciencia ha urgido a los teólogos a que lean mejor los textos de la Biblia, tanto desde el inmediato contexto religioso, cultural, social en que fueron escritos, como desde la hodierna circunstancia vital en la que tales textos han de ser leídos y proclamados. Indicamos, en pocas líneas, los resultados obtenidos.

2.La figura de la caída/pecado original en la historia de las religiones

El estudio sistemático, científico y crítico de las culturas, especialmente del hecho religioso, de los mitos en los que inicialmente se expresaban, se iniciaba en Occidente en el siglo XVII y no antes. Desde mediados del siglo XIX el material encontrado era cada vez más abundante y mejor analizado. Los estudios del fenómeno religioso en su dimensión empírica y social, el mitólogo que recoge y ordena los diversos relatos de los diversos ciclos culturales, encuentran que los relatos de Gn 1-11 y, sobre todo de Gn 2-3, mostraban notables semejanzas y, en casos, palmarias influencias de otras culturas circunvecinas y sorprendentes coincidencias con otras más lejanas. Por otro lado, los representantes de la cultura secular han logrado una revaloración del ‘mito’ en la creación y transmisión de valores culturales. Y, especialmente, en el origen primero de las religiones y en los primeros pasos de su desarrollo. Bajo la convergencia de estos diversos factores, los exégetas y teólogos católicos mejor informados y más saludablemente críticos no han tenido inconveniente en admitir que el autor de Gn 2-3 debe seguir llamándose, ante todo, hagiógrafo y teólogo, porque escribe y habla de cosas divinas: de las gestas de Dios en el origen del cosmos, de la raza humana y de su historia. Pero también hay que llamarle ‘mitógrafo’, porque el Mensaje que él ha recibido sobre las realidades divinas, lo comunica a otros hombres en el lenguaje del mito, del símbolo, del relato popular. En realidad el único género de expresión y comunicación de ideas y experiencias del que disponían los humanos en aquella lejana época.
La nueva lectura que, desde esta nueva situación, exégetas y teólogos han realizado sobre Gn 2-3, les ha permitido declarar como del todo innecesaria e inconsistente la ‘teología de Adán’ edificada sobre arena y mantenido, sin justificante, a lo largo de siglos. Así como la calificación de las miserias humanas como ‘castigo’ de la desobediencia de un supuesto primer padre de toda la raza humana. El resultado sintético, global, de este estudio comparativo entre la teoría del PO y los datos que ofrecen la mitología y la historia de las religiones arcaicas pudimos verlo, por nuestra parte, en el tema estudiado antes. En él se muestra y demuestra que el dogma cristiano del pecado original y el mito pagano de la caída original tienen la misma estructura formal, aunque el contenido e intencionalidad salvífica última sean cualitativamente diferentes. Lo específico y original del cristianismo es su mensaje sobre Cristo, universal y único Salvador.

3.El evolucionismo antropológico y la teoría del pecado original

La polémica entre el evolucionismo antropológico y los defensores del PO fue larga y dura desde mediados del siglo XIX. Al iniciarse el siglo XXI podemos darla por finalizada, en la medida de lo posible, dentro de la tensión que es inevitable que exista y persista entre la fe y la ciencia. Recogemos, en pocas líneas, lo que podríamos aceptar como resultado firme de la contienda, por lo que pueda tener de aleccionador respecto al tema del PO.
A tenor de lo expuesto, es claro que la ciencia evolucionista nada puede/debe decir sobre el núcleo sustantivo de la teoría del PO: sobre si el hombre nace en gracia o desgracia de su Dios. Pero cuando los teólogos avanzan hasta decir que el primer ejemplo del a especie ‘homo’ apareció en forma subitánea, perfectamente desarrollado y superdotado, si no queremos que se nos acuse, con justicia, de fundamentalistas/integristas debemos concederá los científicos el derecho a hacer preguntas, incluso radicales, sobre el sentido de semejante afirmación. Las preguntas y la controversia no surgieron ni pudieron surgir sino con posterioridad a la aparición y divulgación de las teorías evolucionistas realizadas, sobre todo, por la obra de Darwin sobre ‘El origen de las especies’ (a. 1859) y por la aplicación de esta teoría al origen del hombre. El concilio Vaticano I (1869-1870) ya conoció el problema y quiso resolverlo con estas solemnes y enfáticas palabras: “Apoyados tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento confesamos y enseñamos que todo el género humano tiene su primer origen en el padre Adán (Sb 10,1; Hch 17,26). Más aún, negada esta verdad se viola también otro dogma revelado, el dogma del PO que, desde un primer progenitor, se propaga a todos los hombres; y el dogma de la redención de todos por el único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús”. Y concluye: “Si alguno negare que todo el género humano procede de un solo hombre Adán, sea anatema” [Tiene interés advertir cómo los Padres conciliares mantenían como materia ‘definible’, materia de fe, la procedencia de toda la raza humana. De Adán, tenido como personaje rigurosamente histórico. Hoy día, tal afirmación ha sido abandonada por todos].
No se llegó a la promulgación definitiva de este texto, que la teología del siglo XXI puede calificar de inaceptable. Pero en la Iglesia católica se fijó la firme convicción de que el ‘monogenismo’, en cuanto al origen del hombre, era una doctrina irrenunciable, segura, del todo indudable, perteneciente a la fe. Todavía por la década de los cincuenta, en el siglo XX, esta era la opinión común y firme entre los teólogos católicos. La encíclica ‘Humani generis’ (a. 1950) no permite a los católicos afirmar el poligenismo en referencia al origen del hombre. Obliga a seguir manteniendo el monogenismo antropológico. Porque la teoría poligenista pondría enpeligro el dogma del PO, tenido como un pecado cometido por un individuo histórico, Adán, y que desde él se propagaría a todo hombre por generación biológica.
Esta postura del Vaticano I y de la ‘Humani Generis’ se considera hoy ampliamente superada por los teólogos bien informados sobre el problema del PO. Nuestra postura en el caso es clara: “un no decidido a la teología de Adán”, con sus adherencias teológicas, históricas y culturales. Con esta decisión nuestra logramos una gran ventaja, deseada, pero no lograda durante más de un siglo de controversia: evitar todo roce innecesario con ‘la Ciencia’ al explicar los orígenes del género humano. Y, en forma más concreta, logramos la eliminación de discusiones inútiles con las ciencias humanas a la hora de hablar de la situación teologal del hombre (el primero y el de hoy) al entrar en la existencia.

4.La teoría del pecado original ante el psicoanálisis

Los fundadores del psicoanálisis y de la psicología profunda se ocuparon expresamente del tema teológico del PO. Son conocidas las incursiones de S. Freud y K. G. Jung hicieron en este campo tan goloso para mitólogos y psicólogos. Durante todo el siglo XX se publicaron muchos estudios sobre las relaciones entre psicoanálisis y el PO, y otros mitos bíblicos. Un psicoanalista podría resumir tales relaciones en esta frase: ‘la doctrina de la neurosis universal de la humanidad es el equivalente psicoanalítico a la doctrina teológica del PO’. Parece que no podría dudarse de que esta fue, en muchos aspectos, la intención de Freud y otros psicoanalistas. La corrupción, la enfermedad universal de la raza humana que el teólogo cristiano quería proclamar mediante la teoría del PO, la ciencia moderna la demostraría mediante la teoría del psicoanálisis.
A tenor de lo dicho, el punto de contacto, de posible acuerdo o desacuerdo, no podía establecerse en el núcleo duro de la enseñanza de los teólogos: “todo hombre entra en la existencia en positiva des-gracia ante Dios”. Un hombre, un filósofo honrado puede pensar que tal afirmación le parece extraña. Y podría preguntarle al teólogo cómo ha logrado tener informes fidedignos sobre un momento tan oscuro, misterioso, del ser humano y sobre un comportamiento divino que parece comprometer la bondad del Dios cristiano en forma incomprensible y temible. Con el agravante de que los teólogos creían poseer sobre tal hecho certidumbres del todo definitivas, divinales. Un científico no puede ni debe decir nada sobre si el hombre nace en gracia o en desgracia de Dios. Pero el cultivador de la ciencia, el psicoanalista frente a la idea del paraíso, de una culpa originaria que sea causante de la miseria humana, del sentimiento universal de culpabilidad que parece dominar la historia humana, ante la mísera condición en que la vida del hombre se desarrolla, busca una respuesta científica alternativa a la ofrecida por la teología del PO.
El mito del paraíso (el estado de santidad y justicia, según los teólogos) tanto Jung como Freud (con matices) lo interpretan como una proyección imaginativa y simbólica de la fase primera de la vida humana. Durante ella, el hombre vive en total y pura inmersión en la vida de la madre, en el seno y en el regazo materno. Los relatos sobre la edad de oro, sobre el paraíso y equivalentes son expresiones objetivadas, historificadas de la nostalgia y añoranza que el niño, la humanidad arcaica e infantil tiene de la vida feliz que disfrutó en el seno materno. Esta situación de felicidad se pierde al romperse el vínculo umbilical y desprenderse el niño del seno materno, y luego al ir entrando en el mundo de la dura realidad objetiva.
El mito de la caída (transgresión, pecado, crimen primordial). Ha recibido su interpretación peculiar por parte del psicoanálisis. Según Freud el crimen/pecado originario de la humanidad consistió en el parricidio cometido por la primitiva horda humana, en rebelión contra las imposiciones, especialmente sexuales, del patriarca de la tribu. Consumado el parricidio en su concreción histórica, se perdió en la lejanía de los tiempos. Únicamente los diversos mitos de la caída primordial, tan universales, lo rememoran simbólicamente. Pero pervive reprimido en la conciencia tanto colectiva como individual de la humanidad. En el reciento de la vida individual el crimen se perpetúa en el ‘complejo de Edipo’, resultante del deseo reprimido que cada niño tiene (soterrado) de matar al padre y desposar a la madre, de gozar de su cariño en forma exclusiva. Podría recordarse aquí el tema similar, desarrollado por Sartre en su obra ‘Las moscas’, antes mencionada.
El viejo tema de la ‘miseria’ humana, Freud lo recoge en su obra ‘El malestar de la cultura’. Este malestar resultaría del hecho de que la autoridad paterna, la sociedad, el contacto cognoscitivo y volitivo con la realidad objetiva se impone frente a los deseos libidinosos, egocéntricos del niño, deseos que tampoco son debidamente satisfechos en la edad adulta.
Desde tiempo inmemorial la raza humana se siente desgraciada de varias maneras y niveles de profundidad. Del poeta latino Ovidio es esta expresión: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor”, que encontraría un eco no lejano en el texto de Pablo en Rm 7,19, el cual describiría un fenómeno humano similar, aunque con una intencionalidad religiosa específica [Pablo dice: “No hago lo que quiero, sino lo que odio, eso hago”]. Posteriormente, Agustín de Hipona y toda la tradición cristiana occidental han visto aquí, en muchos casos, el texto tal vez más accesible y seguro a favor del PO. El existencialismo teológico-filosófico del siglo XX tiene textos impresionantes sobre este desgarro existencial en que se bate la existencia humana. Y es sabido que sectores influyentes de este existencialismo, desde Kierkegaard a Heidegger, están muy influenciados por la doctrina cristiana (protestante) sobre el PO.
La concupiscencia, descrita como ‘hija del pecado y madre del pecado’ se la presenta como inseparable y hasta identificada con el PO. Tiene su máxima manifestación en la líbido sexual. Apenas será necesario advertir de la proximidad entre el tema teológico de la concupiscencia y el inagotable tema freudiano de la líbido sexual, de su pansexualismo.
En algunos filósofos de la Ilustración y en Hegel hemos encontrado una interpretación nueva, simbólica de Gn 2-3: la desobediencia allí narrada no sería un pecado, sino la narración del paso dado por el hombre hacia su emancipación y adultez. Y si se habla de ‘culpa’ que se hable de una ‘feliz culpa’ que tanto bien nos trajo. El tema lo retoma E. Fromm y lo encuadra dentro de categorías del psicoanálisis, aunque él no sea estrictamente un freudiano. Para E. Fromm la narración de Gn 22-3 tiene valor como interpretación mítica del origen de la libertad en el individuo y en la historia humana, presentada en categorías religiosas y bajo la influencia de la situación socio-cultural del primitivo pueblo hebreo. El Dios del Génesis es un señor dominador absoluto, un ‘dios’ producto de una sociedad tribal, autoritaria, patriarcal, dominada por el estamento sacerdotal. Este ‘Dios’, aunque dispone por sí solo del destino del hombre, no deja de traslucir cierto miedo a que el hombre llegue a ser igual a él. Es el reflejo de una sociedad dominada por la dialéctica del señor-siervo, de hegeliana memoria. El hombre/Adán se rebela, desobedece y empieza así la historia de su libertad individual y colectiva, su historia en absoluto. El hombre ha roto la armonía de un paraíso establecido, dado, otorgado. Allí había paz, pero no había libertad ni pensamiento. Los sacerdotes interpretan este acto como ‘rebeldía-culpa-pecado’. En realidad, es el acontecimiento por el que el hombre, librándose de la tutela del Otro, entra en posesión de sí mismo, se abre y camina hacia su propia grandeza. Cierto, con la desobediencia y la libertad empieza también la ambigüedad de la existencia y el sufrimiento. Pero esa vida dura es la suya, y eso es lo que importa. Así, pues, Gn 2-3 no narraría una caída, sino una liberación y ascenso del hombre desde la inocencia feliz, bajo la tutela de un dios-amo, hacia la posesión de su propio destino, aunque éste pueda estar cargado de ambivalencias e incluso ser trágico- El hombre ha sido hecho a imagen de Dios y por tanto a ser llamado a la autorrealización personal, consciente y libre. Aunque la teología sacerdotal tradicional interprete estos eventos bajo el signo religioso d caída, de pecado, de castigo, de entrada en un valle de lágrimas por haber desobedecido a Yhwh.
No podemos demorarnos en un tema tan amplio y complicado como este de las relaciones entre el psicoanálisis y la doctrina teológica del PO. Nos remitimos a la bibliografía citada [E. Fromm: Ética y psicoanálisis. Seréis como dioses. El miedo a la libertad. Psicoanálisis de la religión]. Pero no renunciamos a citar, con alguna detención, algunos textos apreciables de R. Webster, en una reciente obra (Por qué Freud estaba equivocado. Pecado, ciencia y psicoanálisis), uno de cuyos propósitos ha sido poner de relieve las relaciones del pensamiento de Freud con la doctrina cristiana tradicional sobre el PO.
“Varios autores, dice Webster, han señalado numerosas similitudes entre la idea que Lutero tenía sobre la condición humana y la que encuentran en el psicoanálisis. Los parecidos que Brown y Erikson encontraron entre el protestantismo luterano y el psicoanálisis clásico, apenas pueden ponerse en tela de juicio”. Este autor duda del valor científico del psicoanálisis en este punto, pero no duda de que sea “una prolongación encubierta de la tradición judeocristiana… Una sutil reconstrucción, en forma moderna y desafiante, de una de las más antiguas doctrinas religiosas e ideologías sexuales” (p. 19). “No es nuevo el enfoque que afirma la existencia de parecidos considerables entre el psicoanálisis y la doctrina cristiana del PO…”. Más recientemente, E. Gellner ha establecido un paralelismo directo entre la doctrina cristiana y el psicoanálisis. Uno de los propósitos de la doctrina del PO, afirma Gellner, consiste en asegurar que nadie pueda encontrar refugio detrás de una conciencia virtuosa… “El inconsciente es la nueva versión del PO” (p.315). R. S. Lee opina que “las ideas de Freud ofrecían una explicación científica de la doctrina del PO. Allí se halla también una explicación al PO” (p.315).
Es obvio que no se trata de una equivalencia perfecta entre psicoanálisis y teología del PO. Freud no era creyente y no pretende hacer teología, pero sí quiere ofrecer una versión científica y secularizada de aquello que la vieja creencia cristiana quería expresar. El resultado es discutible, para Webster. Pero si son sugestivas algunas convergencias entre freudismo y teología del PO. Ambas teorías pretenden dar una visión de la naturaleza humana partiendo del hecho de la miserable condición en que se encuentra. El teólogo Agustín la califica de miserable porque el hombre está sujeto a la “dura necesidad de pecar” (peccandi dura necessitas), manifestada en el poderío de la invencible concupiscencia. En la misma línea endureciendo los rasgos, caminan Lutero y los jansenistas. Freud habla de “el malestar de la cultura” y busca su etiología y la ofrece en la teoría del psicoanálisis.
“Es curioso advertir cómo Freud presenta el psicoanálisis como uno de los grandes golpes asestados a, ‘ingenuo amor propio del hombre’… El primero fue asestado por Galileo al decir que la tierra y el hombre, que se cree su señor, no eran el centro del universo. El segundo por Darwin al mostrar la indesarraigable naturaleza animal en el hombre… Aún más importante, el fin moral que Freud implícitamente profesa es precisamente el mismo que el de san Agustín cuando elaboró la doctrina que iba a ser fundamento de la ortodoxia cristiana hasta, por lo menos, principios del siglo XVIII, la doctrina del PO. La verdadera esencia de esta doctrina debe buscarse en el ataque que suponía para el orgullo espiritual, o lo que Freud llamaba ‘ingenuo amor propio del hombre’. La forma   en que lo atacaba consistía en ofrecer una teoría de la naturaleza humana según la cual, los hombres y mujeres, más que controlar sus propias vidas, se veían condenados a ser víctimas de una masa en ebullición de impulsos y deseos impuros que se habían convertido, tras la caída de Adán, en una parte indeleble de su naturaleza. Los individuos podían tratar de controlar dichos impulsos mediante el uso de la razón, pero nunca podían escapar de ellos en su vida terrenal. “La importancia religiosa de dicha doctrina fue que a través de ella, y sólo de ella, se pudo establecer la necesidad de la redención cristiana. Uno de los puntos esenciales de la doctrina era que universalizaba el concepto de enfermedad”, dice Webster (p.309). En el caso nuestro, universalizaba el concepto de pecado. “Al postular que todos los seres humanos se hallaban aquejados por enfermedades del alma, sugería que todos por igual necesitaban de médico. En palabras de Pascal, la tradicional fe cristiana se sustentaba en dos hechos “en la corrupción de la naturaleza por obra de Adán y su curación por obra de Jesús” (p. 309-310) [Lo que no deja de ser un desacierto, ya que el único fundamento del cristianismo es Cristo].
La intención de Freud de humillar, con su teoría del psicoanálisis, el ingenuo orgullo racionalista de su época coincide, básicamente, con la intención universal de todos los defensores de la teoría del PO a lo largo de la historia. Agustín la presentó como medio indispensable para batir el orgullo espiritual de los pelagianos. Nada mejor para tal finalidad que decirles que su naturaleza estaba congénitamente viciada, herida, enferma, tarada por el PO. Los humanistas del Renacimiento no terminaban de ponderar la grandeza del ser humano. Para abatir este orgullo surge Lutero, extremando la doctrina tradicional sobre la corrupción de la natura humana. Jansenistas y Pascal acuden a ella para oponerse al orgullo del racionalismo del siglo XVII, predecesor de la Ilustración. Ante el empuje prometeico de la Revolución francesa, destacados católicos del siglo XIX, como J. de Maistre y Donoso Cortés, vuelven a recordar a los racionalistas y socialistas que nada hay más abyecto que el hombre caído en PO, incapaz de progreso, sin el auxilio de la revelación divina custodiada por la Iglesia católica y por el Papado.
Webster insiste en que, tanto el freudismo como los defensores del PO, necesitan “universalizar el concepto de enfermedad” (p. 308), como ya decía Nietzsche. “El concepto freudiano de enfermedad parecía valer prácticamente para todo el género humano” (p. 309), a fin de que todos los individuos se vean en la tesitura de considerar la necesidad de un médico (p. 310). Citando textos de un teólogo anglicano del siglo XVII en defensa del PO, dice Webster: “Sería difícil encontrar un ejemplo más claro de la tendencia del cristianismo a universalizar el concepto de enfermedad” (p. 310) que, en el lenguaje teológico, significa universalizar el pecado. El hombre “ha sido presentado por san Pablo y san Agustín, así como innumerables defensores de la doctrina tradicional del PO, como un amasijo de deformaciones y de males, tanto del cuerpo como de la mente, henchido de orgullo” (p. 311). En una de sus cartas confiesa Freud “en lo profundo de mi corazón no puedo evitar sentir que mis colegas humanos, salvo contadas excepciones, son despreciables” (p. 319).
Webster recuerda también el famoso pansexualismo freudiano, que llegó a ser tan popular. “Su insistencia en la maldad de la naturaleza humana y, en particular, en la raíz sexual de esta maldad se ajustaba al puritanismo protestante” (p. 316). No necesitamos recordar que la enseñanza tradicional sobre el PO era del todo inseparable de una supuesta perversión universal de la sexualidad. Varios escritores antiguos ponían la transgresión primera en relación con la vida sexual de Eva y Adán. Durante siglos se ha mantenido la convicción, a nivel de teólogos y a nivel del pueblo cristiano, de que la rebelión del instinto sexual a los dictados de la razón, es el máximo castigo del PO y el más claro signo de su persistencia en el hombre. Todavía hoy mismo, entre la gente católica, la rebelión de la sexualidad, es para ellos la muestra patente, experimental, de la existencia y persistencia del PO.
Aquí encuadra la tendencia de Freud a ver a los niños llenos de impulsos sexuales, destructivos, sádicos, que parecen hacer del “organismo infantil una central de energías sexuales agresivas” (p. 322). El lector puede recordar los textos agustinianos que hablan de los ‘pecados’ de los niños (“tan diminuto hombrecito y tan gran pecador”). Tanto de la teoría freudiana como del dogma del PO se deducen importantes, desfavorables opiniones sobre los niños y su educación. “En la Edad Media existía la creencia de que el recién nacido, no sólo se hallaba contaminado por el contacto con el cuerpo impuro de la madre (hija de Eva) sino que de hecho estaba poseído por el diablo. Por esta creencia, el ritual tradicional para bautizar al niño incluía los exorcismos. Antes de ser bautizados l a creencia popular antigua los tenía como unos ‘pequeños diablos’… El pequeño que yace en la cuna es caprichoso y estállenlo de defectos y aunque su cuerpo sea pequeño, su corazón es grande y en todo se inclina al mal (p. 316; p. 321s.). Estas advertencias sobre la presencia de la irascible y de la concupiscible en los niños, consecuencia del PO, servía para justificar métodos sistemáticamente duros, represivos, en la educación infantil y en toda la educación en general.
A lo largo de varios siglos la vigencia de la teoría del PO había logrado crear en el pueblo cristiano y en su entorno cultural aquel sentimiento morboso de culpabilidad colectiva del que hemos hablado con insistencia. El psicoanálisis habría descubierto que “el sentimiento de culpabilidad es inherente a nuestra constitución… El PO es el conjunto de deseos del complejo de Edipo que desarrollamos antes de llegar a tener un sentido moral, y que permanece en diferentes grados de fijación, tras haber desarrollado este sentimiento moral, como deseos peligrosos” (p. 316). Freud no es tan original, en este punto, como él pretendía. Discurre por cauces de la tradición judeocristiana en su estudio de la vida pasional y de la sexualidad en especial. “Al proyectar su intensa moral de forma en apariencia técnica, reinventó para una ciencia moderna la doctrina tradicional cristiana del PO” (p. 314).
 Claro es que esta apreciación de Webster, aunque sea de un científico serio, puede someterse a examen, pero no ha de desecharse a la ligera. Él mismo las propone con sobriedad, como una hipótesis de trabajo: “Las opiniones de Freud son tan próximas a las doctrinas tradicionales, que resulta tentador sugerir que no hizo más que disfrazar una antigua teoría con términos técnicos modernos” (p. 326). Tanto el científico como el teólogo podrán apreciar diferencias de fondo. En todo caso cerramos estas largas citas de Webster con estas palabras: “La doctrina del PO imperó durante siglos probablemente por ser la teoría psicológica más importante de Europa. Su inmensa importancia histórica y su profunda atracción psicológica forman una parte esencial del legado de la cultura intelectual moderna” (p. 310).
A partir del siglo XVIII, fue progresivamente marginada por los representantes de la cultura secular y, últimamente por un creciente número de teólogos católicos. Aunque, incluso hoy mismo, todos los movimientos fundamentalistas, conservadores y tradicionalistas llevan consigo un intento de reavivar, con más o menos energía, la teoría del PO: la imagen de ser humano como ‘hombre caído’, radicalmente viciado.
Mencioné antes mis primeros contactos juveniles con el freudismo. Posteriormente, al estudiar el tema inmenso del PO hube de hacer otras lecturas sobre el tema. Sin embargo, los citados textos de Webster me han impresionado y me han parecido especialmente ilustrativos para nuestro tema. Por eso me he tomado la licencia de citarlos con cierta amplitud. Pienso que también al lector le afianzarán en esta convicción: la doctrina cristiana del PO no es una verdad caída perpendicularmente del cielo. Ha brotado de los profundos limos abismales de la madre tierra, vale decir, de las profundidades de la psique individual y colectiva. Sobre esta masa de barro ha insuflado su espíritu la reflexión teológica de tantos cristianos y la han trasformado en el figura del PO que, durante más de quince siglos, ha manchado la belleza de nuestro cristianismo y de nuestra cultura occidental, al mismo tiempo.




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