IX.
EL PECADO ORIGINAL
EN EL CENTRO DE UNA CULTURA
Como es sabido, son muchos los teólogos occidentales que
mantienen una visión hamartiocéntrica de la ‘actual’
historia y economía de salvación: centrada en el PO. El motivo ‘primero’ de la
encarnación del Hijo de Dios sería, según ellos, el acontecimiento de la caída
original: “si
Adán no hubiera pecado, el Verbo no se habría encarnado”. Es obvio
que esta centralidad del PO, que impregna el cristianismo occidental, no pudo
menos de desteñir sobre la cultura secular que, durante siglos, fue creándose
en Occidente. El llamado régimen de Cristiandad dominó durante siglos Europa y
no pudo menos de influir en toda su actividad religiosa y social.
Las indicaciones que vamos a hacer bajo esta rúbrica
vienen preparadas, en parte, por lo que hemos encontrado en dos pensadores
católicos insignes, J. de Maistre y Donoso Cortés, cercanos a nosotros. Todo su
pensamiento religioso y político, toda su visión del hombre, del progreso, de
la historia, está impregnada por su creencia en el dogma del PO. Ahora
ampliamos el tema con las sugerencias que, de forma más inmediata y acuciante,
han surgido con la lectura de la obra de J. Delumeau, que luego citaremos, de
gran riqueza informativa y especialmente estimuladora de la reflexión para un
teólogo cristiano. También se tiene en cuenta el tema iniciado por E. Fromm en
su conocida y estimada obra ‘El miedo a la libertad’. En estas y otras obras
que iremos mencionando, se descubre la existencia de una ‘cultura del miedo’ y de un generalizado y, en casos, ‘morboso sentimiento
de culpabilidad’. Sentimiento que se ha hecho notar en forma más
aguda, aunque intermitente, dentro de la cultura occidental cristiana; al
parecer con mayor intensidad que en otros círculos culturales por nosotros
conocidos. Y ello tanto en círculos religiosos como en los ambientes profanos.
Para nuestro tema, ofrece peculiar interés señalar cómo la
creencia en el PO, mantenida como dogma básico por la Cristiandad occidental,
ha contribuido, como fuerza de primera magnitud, al ‘origen y mantenimiento de esta ‘cultura del
miedo’ y de la culpabilidad morbosa que le acompaña’.
1.Los grandes
miedos del cristianismo y de la cultura occidental
Comenzamos individualizando los cuatro solapados agentes
del miedo que tal vez estén ya en la mente de los lectores: ‘Satanás, El Pecado, el Infierno. Y, al
fondo, ‘la ira de Dios ofendido’ por
el ‘inmenso’ pecado de Adán, y de
todos ‘en’ él. No queremos decir que
este siniestro grupo de agentes haya sido provocador exclusivo de este miedo
colectivo. Pero si parece indudable que, al menos para la consideración del
teólogo y, especialmente, para la historia de la creencia en el PO, los
mencionados poderes, han tenido influencia decisiva y siniestra. Puesto que
esta motivación teológica (pseudoteológica) ha servido pare recubrir con un
dosel sagrado los miedos que, vinieran de donde vinieran, eran considerados
además, en forma universal y constante como ‘castigo
de Dios’ por el PO y sus secuelas. Estos siniestros poderes emergen y
operan en la historia de la religión cristiana en buena sincronización y
simbiosis a la hora de crear aquella atmósfera del miedo generalizado que hemos
aludido y que comentamos.
Los cuatro grandes ‘miedos’ tienen su centro de
convergencia y están como ‘pivotados’ en torno a la figura del PO. En una
imaginaria secuencia cronológica de estos temerosos hechos, la prioridad en el inicio
de este misterio de iniquidad se le concede a Luzbel en la teología y en la
mitología cristiana. Al decir de éstas, Luzbel y sus seguidores se rebelaron
contra el Altísimo cuando éste les propuso que adorasen a Adán, o bien al Hijo
de Dios hecho hombre. Expulsado del cielo, Luzbel buscaría el desquite en su
lucha contra Dios extendiendo sus dominios al género humano recién creado por
Dios. Lo consiguiente, al lograr que Adán se rebele contra Dios y, mediante su
rebeldía, dé entrada a El Pecado que, como un tirano, se adueña del mundo y
domina a los hombres (Rm 6-7). Si bien sólo lo logra en aquellos que a él
voluntariamente se entregan. Mediante ‘El
Pecado’ o, mejor, identificándose simbólica y operativamente con él,
Satanás obtiene el dominio del hombre y de su historia, recibe el título y funciones de “Príncipe de este mundo”.
La humanidad pecadora es justamente entregada por el Dios ofendido, al poder
del Maligno. El PO transforma a la humanidad en masa de pecado, masa de
perdición que se consuma en el ‘Infierno’.
Allí Satanás obtiene el dominio perfecto sobre los seres humanos y el PO
despliega la grandiosa maldad que ocultaba en su seno. Ya que, como dice san
Agustín, por el Po todos los hombres son transformados en ‘masa de
condenación’. Así, pues, el PO sería el origen y el centro de esta temible
historia de condenación que comenzaría en las alturas del cielo, se continuaría
en el jardín del Edén y luego en el planeta tierra y sus habitantes corrompidos
por el PO. Hasta consumarse en las profundidades del infierno.
No parece necesario demorarse en especificar la actuación
de cada uno de estos inductores de miedo colectivo en la sociedad occidental.
Seguro que el lector tiene informes suficientes sobre cada uno de ellos.
‘El miedo al
demonio’, miedo cerval en tantos casos, es una constante dolorosa en el
cristianismo desde hace veinte siglos.
La liturgia bautismal y hasta fecha recentísima, está tupida de esta
convicción de que el niño nace bajo el dominio del Príncipe de este mundo,
Satanás. Dominio que para los antiguos no era nada simbólico sino realísimo. De
ahí los exorcismos y abrenuncios para expulsarle del recién nacido. Estar en
PO y estar dominado por el diablo eran
sinónimos para el obispo de Hipona y toda la Iglesia del siglo V, la africana
sobre todo. Los maniqueos y otros herejes extremaban este satanismo. Frente a
todos ellos tenemos la valiente y lúcida reacción de Julián de Eclana: rechaza
a los impíos que dicen que nacemos del diablo, o poseídos por él. Por el
contrario, los cristianos auténticos “se
congratulan de que (en su origen)
tienen al Dios verdadero no sólo como creador, sino como inhabitador”.
Pienso que no será necesario demorarse en hablar del ‘infierno’, el máximo instrumento para
‘meter miedo’ a la gente cristiana y no cristiana, durante veintiún siglos de
cristianismo.
2.El género humano
bajo la ira de Dios
Al demonio, a la ‘miseria’ provocada por el PO, al
infierno, el cristianismo no puede menos de verlos como expresiones de la ira
de Dios sobre la humanidad pecadora. Son conocidas las tremendas y frecuentes
frases de san Agustín, que describe al género humano como masa de pecado, de
perdición, de condenación eterna, como castigo del PO. Poco menos tremendas son
las palabras del Tridentino, cuando dice que Adán y su descendencia, por la
prevaricación en el paraíso, “incurrió en
la ira e indignación de Dios, en muerte corporal y espiritual, cautivo de
Satanás” (DS 1511-1512). Las
manifestaciones más extremas de esta ira/justicia vindicativa de Dios se
centran: 1) en el paraíso, al
castigar tan duramente la prevaricación de Adán; 2) en el Calvario, donde el Padre exigirá al Hijo una satisfacción
infinita por el PO y sus secuelas (san Anselmo); 3) en el infierno, qua abre sus puertas de par en par para los hombres
corrompidos por el PO. La centralidad del PO en todos en todos de esta
actuación de la ira/justicia divina es del todo visible.
El obispo Agustín de Hipona y el obispo Julián de Eclana
mantuvieron una farragosa, prolongada y agria polémica en torno al problema del
PO. Ambos mostraron su gran talento de teólogos cuando llegaron a discutir el
problema del PO “bajo la razón de deidad”. Es decir, cuando llegaron a señalar
que, en torno a la existencia o no existencia del PO, se ponía en discusión, se
hacía problemático el concepto mismo de Dios-Justo: “Discrepas (Agustín) de los
católicos no sólo en la cuestión ésta (del PO) sino en la cuestión de Dios… Presentas un Dios lleno de inmoderación
titánica, de bárbara iniquidad en sus juicios… Lleno de perfidia púnica en sus
juramentos”. Un Dios al que Agustín llama “castigador justo de seres a quienes él mismo ha hecho pecadores… Pon
en claro quién es este implacable acusador de inocentes. Respondes: Dios. Has
herido mi corazón, y como tal sacrilegio es increíble, no sé qué sentido tiene
la palabra ‘Dios’, si el dios de los paganos o el Dios de nuestro Señor
Jesucristo. Éste entrega a su Hijo por los pecadores y tú le haces juez que
persigue a los recién nacidos”. Es decir, no se puede creer en el Dios de
Jesucristo y, al mismo tiempo, en la doctrina agustiniana del PO (Julián de
Eclana).
No es fácil encontrar en la literatura cristiana ni
antigua ni moderna un texto en el que, con tanta energía y profundidad se
rechace la tesis del PO como frontalmente contraria al concepto cristiano de
Dios.
El obispo Agustín de Hipona acepta la discusión a este
nivel. Efectivamente, la tesis del PO afecta al concepto cristiano de Dios.
Pero Agustín realiza el juego mental de ‘retorcer el argumento’ y afirma con
firmeza y solemnidad: ‘no se puede creer
en Dios y negar la doctrina del PO’. Dejemos en su tamaño la antitética
argumentación de Agustín y de Julián de Eclana. Es indudable que la tesis
agustiniana sobre el PO presenta ante los creyentes la figura de un Dios
justiciero que, por los siglos de los siglos, alarga su castigo a la sombra de
su acción justiciera sobre la historia de la humanidad y de cada individuo
humano. La justicia de Dios castigó con enormes castigos a todos los hombres
por el pecado de ‘uno solo’; entrega
a la humanidad al poder de Satanás; Dios tiene dispuesto el infierno para esta
masa de pecadores. Cierto, el PO en cuanto pecado, se borra por el bautismo.
Pero siguen en pie los signos de la ira de Dios: el dominio de Satanás, las
miserias de la vida, la perspectiva del infierno eterno. Durante siglos, para
las grandes masas de cristianos, estas afirmaciones no tenían un mero
significado simbólico, como hoy podemos pensar. Las entendían en su más cruda y
dura literalidad: “Es horrible caer en
las manos del Dios vivo/airado” (Hb 10,31). Durante siglos los cristianos
de Occidente, escuchaban diariamente las estrofas del “Dios irae”, recordando al temible juez supremo, ante el cual “ni siquiera el justo estará seguro”. En
pleno siglo XIX, un pensador cristiano como J. de Maistre, dice, según hemos
visto, que la característica del Dios cristiano es el ser “Dios de los ejércitos, Dios de la guerra”. Porque en ella se
cumple, en su máxima expresión, el castigo universal, colectivo, que la
humanidad merece por motivo del PO- Donoso Cortés, hombre profundamente
creyente, recoge la dificultad. Y constata que el dogma del PO “no se compone bien, a primera vista, en
el entendimiento humano con la justicia de Dios y mucho menos con su
misericordia. Cualquiera diría, al considerarlo de golpe y por primera vez, que
es un dogma sacado de aquellas religiones inexorables y sombrías de Oriente”,
cuyos ídolos no tienen voz “sino para
lanzar anatemas y pedir venganzas. El Dios vivo, en la actitud de revelarnos
ese dogma tremendo, más que como el Dios manso y clemente de los cristianos, se
nos muestra como el Moloch de los pueblos idolátricos, crecido en grandeza y
barbarie” que devora lleno de ira, una tras otra, a todas las generaciones
humanas.
Este modo ‘divino’ de ejercer la justicia está apoyado en
el ‘mito de la pena’. Lo hemos visto
formulado ya por el pagano Horacio, reflejando el modo ancestral, tribal,
primitivo de administrar justicia usual entre los hombres de las culturas
primitivas. Crimen y castigo son inseparables. Los teólogos cristianos, como
Agustín y Anselmo, lo aplican al comportamiento de Dios ante el pecado de
Adán/humanidad. Sus textos dan la impresión de que la conexión entre crimen y
castigo, culpa y pena, fuese tan fatal y trascendente que ni el mismo Dios
pudiera eximirse de esta ley. Cometido el delito sólo queda “la satisfacción o el castigo”. Lo
contrario sería un atentado contra el honor del propio Dios y contra el orden
supremo del universo. Ya Duns Escoto criticó con fuerza estos justicieros
razonamientos anselmianos.
3.Occidente, ciudad
sitiada: el drama sartriano ‘Las moscas’
Tal es el subtítulo de una de las obras de J. Delumeau, ‘La peur’, ya citada. Sartre nos lleva a
imaginar a nuestro Occidente como una especie de ‘aldea global’, sitiada por
dentro y por fuera por un miedo y angustia generalizada, por un ‘sentimiento neurótico de culpabilidad
colectiva’. Y por la presencia e influencia de los cuatro miedos antes
mencionados. Desde luego, ello no ocurre en cada individuo, ni en cada momento
puntual de la historia del cristianismo. También éste ha vivido períodos de
exaltación humanista/renacentista, y de exuberancia barroca. Pero, en ambos
casos, la gente cristiana olvidaba felizmente un poco la idea de que era un
‘hombre caído’, poseedor de una ‘naturaleza viciada’, castigado por alguna culpa ancestral. Por otra parte, es obvio que
semejantes congojas colectivas han tenido como fuerzas provocantes y
concomitantes diversas catástrofes de índole natural. Sobre todo las
provenientes de la siniestra triada: la peste, el hambre, la guerra. Para
nuestro tema interesa fijarse en que estos dolorosos eventos naturales son
recubiertos de un halo de misteriosidad y religiosidad de signo negativo. Eran
presentados por los predicadores y pastores como ‘castigo divino’, bien merecido por una raza humana convertida en
masa de pecado, manchada por el viejo, ancestral, insuperable PO. Sentido y
vivido como una fuerza de ‘pecado
permanente’, raíz primera y feraz de los pecados que los hombres cometen
cada día: El Pecado que domina el
mundo.
El símbolo de ‘ciudad sitiada’ lo encontramos, dramatizado
con notable vigor literario y densidad filosófica, en la pieza teatral de J. P.
Sartre, ‘Las moscas’. No carece de
interés mentar aquí esta obra y su temática. En ella se logra una estimulante
conjunción entre los mitos helénicos sobre el pecado ancestral, ‘el viejo
pecado’ de los inicios y el ‘teologúmeno’ cristiano del PO, figura de nombre
cristiano, pero de ascendencia y árbol genealógico pagano. En el drama
sartriano se eleva a categoría trascendente el sentimiento agudo e infeccioso
de ‘culpabilidad colectiva’. Como si
se tratase de una especie de destino trágico que el hombre llevas en la masa de
la sangre, en lo más hondo de su existencia; a lo largo de toda su historia,
desde la profundidad primera de su estar, ser y actuar en el mundo.
Observamos en el drama de Sartre estructuras objetivas
fundamentales, recursos de expresión literaria asimilables, sin distorsiones,
que acompañan a la figura del PO: El
Pecado en su presentación por parte de los teólogos y escritores de
Occidente. Baste, como muestra, la citada obra de J. Delumeau. En líneas
generales, sus constataciones podrían ser bien recibidas por cualquier
investigador de la cultura y de las ideas religiosas. En relación al tema del
PO, cabe decir que, en ambos casos, existe un ancestral, ‘viejo pecado’: el
crimen cometido por Egisto, rey y padre de la ciudad de Argos, (crimen del cual
todos los ciudadano se sienten vaga, pero fijamente culpables) y el pecado
cometido por Adán, padre de la tribu humana, que ha perpetrado ‘el viejo
pecado’, del cual todos sus descendientes se sienten solidarios en culpa y
pena.
Este pecado originario, primordial es ‘originante’ de
todos los males que acosan a la ciudad de Argos. El pecado de Adán, en opinión
de los cristianos, es el originante de la enorme miseria en que se encuentran
sumergidos, “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”, como hijos de una
Eva pecadora que ha hecho pecadores a todos sus hijos por siglos sin término.
El crimen de Egisto en la ciudadanía de Argos y la
desobediencia de Adán en toda la raza humana por los siglos de los siglos
provocan el sentimiento colectivo de culpabilidad; de remordimientos
silenciosos por un pecado secreto, lejano, indefinible; cuya recordación,
subconsciente y oscura, les angustia y tortura: son ‘las moscas grisáceas, pegajosas, importunas del drama sartriano’.
Puede darse por seguro que, cuando Sartre componía esta
pieza teatral y veía a la humanidad acosada por un sentimiento generalizado,
morboso, angustioso de culpabilidad colectiva sentía, pensaba y escribías, al
menos en el subconsciente, bajo la presencia e influencia del dogma del PO, en
su versión protestante o jansenista, pero tenida por muy cristiana en todo
caso. No como elemento único, pero sí como factor concomitante, se juntaba la
actualización de los viejos mitos clásicos que caminaban en la misma dirección.
Ya hemos visto anteriormente cómo la memoria del ‘pecado antecedente’,
propuesto por tantos mitos griegos y no griegos, es un precedente cultural
innegable del dogma ‘cristiano’ del PO.
Sartre, como es sabido, recibió una educación residual
protestante en su primer ambiente familiar. En su edad adulta, desde el punto
de vista de su formación, de su estructura mental básica, aparece configurado
dentro de lo que se llama existencialismo trágico, representado con sus
matices, por hombres como Jaspers y Heidegger. En ellos la angustia, el
desgarro existencial, constituyen la atmósfera profunda en la cual está
instalado, emerge y es cultivado su filosofar y su mismo estar y actuar en el
mundo. Y, por fin, este existencialismo medularmente angustioso, acongojado
tiene indudable parentesco espiritual y cultural con el existencialismo
‘teológico’ de S. Kierkegaard. Recordemos, sobre todo, sus libros ‘El concepto de angustia y enfermedad
mortal’. Para Kierkegaard la ‘angustia existencial’ (con el consiguiente
sentimiento individual y colectivo de culpabilidad) es, por una parte, hija del
pecado (original) y por otra, madre de todo el pecar humano. Porque el PO
implica un fuerte, irresistible impulso hacia el pecado y, por ende, un
verdadero ‘pecado permanente’, radical. Sartre recoge y amplifica la idea que
hemos encontrado por otros caminos: el sentimiento morboso de culpabilidad colectiva
ha sido creado en Occidente, en primer término, por la creencia secular en el
PO, desde sus formas más rígidas, pero muy vigentes en la Europa de los siglos
XVII y XVIII: el protestantismo y el jansenismo. Por otra parte, el sentimiento
de culpabilidad, que sin duda puede surgir de otras fuentes, ha sido recubierto
y como racionalizado y hasta sacralizado con el auxilio de la doctrina sobre el
PO, proclamada como de origen directamente divino.
Sobre esta experiencia del sentimiento de culpabilidad, eleva
Sartre su crítica de la idea de Dios y de la religión, de toda religión, en
cuanto provocan semejante sentimiento enfermizo y esterilizante de la vida
humana. Crítica radical, universal, con pretensiones y categorías de nivel
ontológico, metafísico. Los remordimientos impertinentes, el sentimiento
acongojante de culpabilidad, habría creado la figura de Zeus (los dioses). El
cual, obviamente, ha de ser imaginado como un dios rencoroso, castigador de los
hombres e inmisericorde con unos seres que no cesan de proclamarse culpables de
alguna culpa indefinible, pero que no saben si realmente la han cometido. Más
aún, los remordimientos humanos que dieron lugar al nacimiento de Zeus, se
tornan, en manos de éste, en instrumentos para mantener sobre la plebe acongojada
su imperio, duro y tupido de miedos insuperables, venenosos, pegajosos, como
las moscas.
Pero, por otra parte, parece que no se podría negar que la
tarea de criticar la idea del PO, tal como era cultivada en la Europa de siglo
XVII-XVIII, era para los humanistas cultos y liberales de la época, una
tentación difícil de superar. Les provocaba a rechazar con decisión un Dios y
una religión que daba una importancia primordial a la idea del hombre como ser
radicalmente corrompido, objeto de la ira divina. Y veían a Dios como un
iracundo castigador de los hombres todos por ‘un’ pecado, de ‘un’
hombre, cometido en ‘un’ momento
supuestamente privilegiado de los nebulosos inicios de la historia. Por otra
parte, no sólo como humanistas, sino precisamente como participantes de una
herencia cristiana sobre Dios y sobre el hombre, no podían menos de sentir
repulsa hacia toda la doctrina del PO. Concretamente hacia la idea de Dios y
hacia la idea del hombre que en ella venía implicada, según sus profesantes.
De todas formas, el mito sartriano de ‘Las moscas’ da que pensar como mito literario cargado de intención
y de problemas. Especialmente al creyente católico le ha de impulsar a hacer
una reflexión crítica sobre la idea de un Dios que, por el nebuloso y lejano pecado
del rudimentario Adán, castiga a todos los humanos con tanta miseria y por los
siglos de los siglos.
4.El miedo a la
libertad y la creencia en el pecado original
El tema en su enunciado literal, viene sugerido por la
lectura de la conocida y apreciada obra de E. Fromm, ‘El miedo a la libertad’. De ella recogemos algunos textos y
sugerencias, en los que se pone de manifiesto el aporte de la doctrina del PO a
la aparición masiva de este ‘miedo a la libertad’. Es obvio que la creencia en
el PO ofrece un ingrediente y justificante religioso-teológico al fenómeno
global del miedo luterano a la libertad, que otros hombres no creyentes
comparten. Este recurso a los textos de E. Fromm aporta un nuevo testimonio
para hablar del influjo que la doctrina del PO ha tenido en amplias zonas de la
cultura occidental.
A tenor del análisis que E. Fromm hace de la psicología
personal de Lutero, se deduce que el Reformador, ya antes e independientemente
de ser religioso profeso y teólogo, era un hombre abrumado por un ‘excesivo sentimiento de culpabilidad’,
como connatural en él. En esta constatación concuerdan los estudiosos de la
personalidad y de la obra de Lutero. Luego, como religioso profeso, su empeño
en la observancia radical, minuciosa, de las reglas monásticas, que le llevó a
ser ‘escrupuloso profundo’ en materia
moral. Finalmente, su angustiada estructura psicológica, temperamental, le
impulsó a llevar al paroxismo la doctrina agustiniana sobre el PO en la forma
conocida. Siguiendo en este momento la exposición de Fromm mencionamos, en la
medida en que ahora precisamos hacerlo, los puntos en los que la doctrina
luterana sobre el PO impacta otros momentos de su teología.
El hombre ‘natural’, antes de la
justificación, viene calificado como un ser radicalmente corrompido, actuando
bajo el impulso del egoísmo radical, de la invencible concupiscencia, de un
corazón retorcido sobre sí mismo, del cual sólo brotan frutos agusanados de
malas obras. El hombre caído sólo dispone
de una libertad esclava de ‘El Pecado’. En esta perspectiva, es inevitable
que el hombre sienta miedo y hasta ‘angustia’ de su propio corazón, de su
propia libertad, que se odie a sí mismo y que tenga el secreto deseo de que
alguien o algo lo libere de la insoportable y peligrosa carga de ser libre.
A tal concepto del hombre corresponde el correlativo
concepto de Dios, experimentado y pensado como un Señor iracundo, justiciero,
exactor de una ‘satisfacción infinita’ por la ofensa infinita inferida a su
infinita Majestad. Satisfacción que, obviamente, el hombre pecador está
imposibilitado para ofrecer. Las relaciones con Dios
están regidas por la obediencia servil, la sumisión, la humillación constante,
propia de un delincuente pertinaz, incorregible, ante un juez iracundo. En esta
situación es difícil que puedan surgir espontáneamente sentimientos de amor
filial. La relación Dios justo y hombre pecador es extremadamente dialéctica,
de confrontación: la de un rebelde ante su señor. Un hombre que dispone
únicamente de ‘libertad esclava’ está demandando un amo que lo domine. Por
eso, la autoridad de Dios sobre la humanidad pecadora reviste con frecuencia
rasgos que pudieran calificarse de tiránicos. Por ejemplo, cuando se dice que
Dios impone al hombre caído mandamientos que éste no puede cumplir; como es el
precepto de amar a Dios sobre todas las cosas. Es imposible en absoluto que lo
cumpla un hombre que en todo su ser y actuar está dominado por el egoísmo
radical. Así se expresa significativamente el ‘Catecismo de Heildelberg’.
En este contexto mental parece indispensable que la
autoridad política, instrumento del gobierno de Dios en el mundo, sea
presentada, ante todo, en su dimensión impositiva, coercitiva, de las maldades
que brotan inevitablemente del corazón humano corrompido. Ya hemos señalado
antes que una de las consecuencias de la teoría del PO es la valoración
negativa, represiva, de toda autoridad humana, tanto civil como eclesiástica.
Recuérdense las indicaciones que sobre Cristo y la cultura en Lutero hacía R.
Niebuhr. Hemos visto un ejemplo significativo de esta mentalidad en los
pensadores católicos del siglo XIX, J. de Maistre y Donoso Cortés.
También Dostoiewski ofrece testimonios de este mismo
fenómeno: ‘el miedo a la libertad’ (Los Hermanos Karamazov). De este miedo
se dice que “nunca en absoluto hubo para el hombre y para la sociedad nada más
intolerable que la libertad”. Por eso es comprensible esta otra afirmación: “te lo digo no hay para el hombre
preocupación más grande como la de entregar este don de la libertad con que
nace esta desgraciada criatura”. La tranquilidad y la muerte “son más
estimables para el hombre que la libre elección con el conocimiento del bien y
del mal”. Cristo predicó la libertad para las gentes, pero ellos “han traído su
libertad y la han puesto a nuestros pies”, a los pies de los inquisidores. ‘El Gran Inquisidor’ por su parte, ha
arrebatado su libertad a las gentes, pero ellos se sienten felices porque les
han librado de la dura carga de tener que decidir por su cuenta y riesgo.
Podemos, pues, decir que la relación entre el Inquisidor y sus subordinados
está regida, ante el análisis del psicólogo, por ‘el miedo ala libertad’: miedo del Inquisidor a la libertad de sus
subordinados, porque es una libertad corrompida por el PO y que, en
consecuencia, no vale más que para pecar, bajo el impulso de la desenfrenada
concupiscencia. Por tanto, hay que dominarla con mano dura. Miedo a su propia
libertad en el súbdito mismo que se angustia ante su propia voluntad viciada,
corrompida. Por ello, la entrega a alguien que le alivie de la dura necesidad
de tener que tomar decisiones por sí mismo, de luchar por ser libre.
El sentimiento de angustia surge connaturalmente en todo
hombre adulto en la medida en que tome conciencia de su finitud, contingencia,
labilidad ontológica y moral, de ‘La
insoportable levedad del ser’ (M. Kundera). Estos sentimientos se
concentran en torno a la experiencia de la libertad, cuya experiencia profunda
produce miedo y hasta angustia. Porque de ella procede todo lo mejor que hay en
el hombre (para un humanista), pero también todo lo que en él ocurre de innoble
y peligroso, para uno que cree en el PO. Los estoicos hablaban de la “dura
necesidad de decidirse y de elegir”, dada la indeterminación de la voluntad
puesta en el fiel de la balanza entre el bien y el mal. En nuestros días,
Sartre nos habla de que el hombre “está condenado a ser libre”; es decir,
experimentar su libertad como una condena, como “una sarna que pica”, por razón
del esfuerzo que comporta el ejercer la libertad, el tener que decidirse.
Según la teoría del PO esta angustia o congoja existencial
ante la libertad le sobrevendría al hombre histórico como consecuencia y
castigo de la caída originaria y de su persistencia en sus efectos, pues el PO
es un ‘pecado permanente’. Los defensores extremos del PO, como protestantes y
jansenistas, liberan al hombre caído de la dura necesidad de decidirse, de
elegir. Éste carece de la libertad de indiferencia. En cada acción decide la
dominadora concupiscencia (o Satanás, o
El Pecado). O bien, a la omnipotencia de la Gracia.
Como en otros momentos de nuestro estudio hemos de
advertir que la angustia/congoja existencial (individual o colectiva) puede
surgir en individuos o en épocas, independientemente de que se crea o no en el
PO. El error está en pensar que la angustia existencial es consecuencia o
castigo del PO. Ocurre aquí algo similar a lo que ocurre con la concupiscencia,
a la cual se la califica como ‘madre del pecado e hija del pecado’. Y hasta se
la llega a calificar como pecado en sentido pleno. Algo similar ocurre con la
angustia analizada por Kierkegaard.
5.La larga sombra
del pecado original en la cristiandad occidental
Al hablar aquí del PO tenemos presente la complejidad de
su figura poliédrica: el PO en cuanto implica una ‘constelación de
afirmaciones’ sobre el hombre y su situación histórico-salvífica, según hemos
explicado. Compañeros de viaje son el demonio, la ira de Dios, el infierno. Por
otra parte, es claro que no hay que hacerle a la creencia en el PO responsable
exclusivo del miedo colectivo que, en determinados momentos de su historia, se
ha apoderado de la sociedad occidental. Finalmente, indicamos que la cultura de
la cual hablamos ha de entenderse, en forma preferente, en referencia a las
creaciones del espíritu humano en el campo de la ética, al religiosidad. Si
bien, desde allí puede derivar hacia la entera cultura civil, secular.
La revelación cristiana del pecado.
Ni en la antigüedad ni posteriormente encontramos ninguna otra filosofía o
religión que haya concedido al pecado
la centralidad que le ha concedido el cristianismo, al menos en Occidente: “El cristianismo pone al pecado en el centro
de su teología, lo que no sucedía en las religiones y filosofías de la
antigüedad”. Todavía en nuestros días hay teólogos católicos que hacen del
PO y del pecado humano en general la realidad/idea eje de la ‘actual’ historia y economía de la
salvación, según hemos dicho. El Hijo de Dios no se hubiera encarnado si Adán
no hubiera pecado. Mantienen, por tanto, lo que se llama visión ‘hamartiocéntrica’
de la actual economía e historia de salvación. Visión que también ha impregnado
desfavorablemente la dogmática, la moral, la espiritualidad, la pastoral y cura
de almas, como hemos indicado con insistencia. Los moralistas actuales se lamentan
de que sus colegas de siglos pasados dedicaran su atención preferente a
detectar y combatir las ‘malas pasiones’ (sobre todo la vergonzosa líbido
sexual, de que habla san Agustín) y en buscar la presencia y acción de ‘El Pecado’ en el hombre, antes que la
presencia y acción de la Gracia. Incluso solemnemente declaraban pecador a todo
hombre ya desde el primer instante de su ser natural. Prevalecía una moral de
talante y preocupaciones hamartiológicas. Incluso en la misma visión de la
gracia. La cual era presentada más como medicina curativa del pecado q ue como
fuerza elevante, deificante, que promociona y plenifica la naturaleza humana,
creada por Dios a su imagen y semejanza, sana, inocente, habitada y a por la
Gracia.
Esta visión de la economía de la salvación en clave de
pecado, desde las alturas de la teología se extendía a la cura de almas.
Nominalmente en sus manifestaciones más frecuentadas y perceptibles: la
predicación, la literatura piadosa, la catequesis popular y la administración
de los sacramentos. Por eso, Delumeau, en la obra citada, habla con detención y
abundante documentación de la ‘pastoral del miedo’ predominante en largos
períodos de tiempo por él historiados. Él recoge testimonio del ambiente
francés, un poco más afectado por el jansenismo. Pero en el ambiente español
los testimonios no escasean.
No se trata tan sólo de casos o de anécdotas. Ellos
delatan un conjunto de convicciones y un sistema de fondo. El hombre criminal
(o criminalizado) y el Dios airado son las dos magnitudes/realidades que son
enfrentadas constantemente en esta ‘pastoral del miedo’: ‘El hombre criminal o la corrupción de la naturaleza por el pecado’.
Tal es el título de un libro escrito en el círculo de la escuela berulliana,
por lo demás cultivadora de una espiritualidad muy elevada y digna. Desde esta
perspectiva justificaban los castigos universales y perennes que Dios ha
impuesto a la humanidad y el intenso, pertinaz sentimiento de culpabilidad
colectiva, de rasgos morbosos. Este calificativo de ‘criminal’ dado al hombre
(a todo hombre) no sólo se encuentra en los fogosos textos orales y escritos de
los predicadores, ocurre también en textos de teólogos cuando especulan sobre
el PO. En tiempo más cercano a nosotros, el teólogo protestante E. Brunner
tiene un libro con este título: ‘Dios y
su rebelde’ y una obra de antropología teológica bajo el título ‘El hombre, ser contradictorio’.
Resultaba inevitable que, frente a un hombre criminal de nacimiento y de
estructura, se presentase a Dios iracundo y castigador implacable, pero justo.
Un Dios que dejaba la amarga impresión en muchos de ser un Dios ´sádico’, según
lo presentaban tantos predicadores que buscaban la conversión del pecador,
basada en el recuerdo del juicio divino y de los castigos eternos.
Dentro de este contexto hay que enmarcar ‘la enfermedad de los escrúpulos’ que
aquejaban, con lamentable frecuencia, a confesores y penitentes católicos.
Nunca terminaban de limpiar su conciencia ante Dios que, en su opinión, tiene
mirada de lince para escudriñar a través de las paredes y desvelar los secretos
mejor escondidos del corazón humano. J. Delumeau, en la obra citada, dedica
varias páginas a hablar de un Dios a quien los predicadores y escritores
eclesiásticos presentaban mirando a la humanidad y cada individuo humano con
ojos de lince, el mítico animal que penetra con su mirada a través de las
tinieblas. Ponderaban el hecho de que Dios penetra con su mirada y ve pecado
allí mismo donde nuestra mirada interior no puede penetrar.
Podríamos comentar aquí al idea de Sartre, que ha elevado
la mirada del otro y del Otro a categoría de gran expresividad literaria y de
alta categoría filosófica. Basado en experiencias infantiles, no exentas de
cierta obsesión enfermiza, rechaza a Dios porque su mirada, absolutamente fija
y omnipresente, la experimentaba él como una mirada que le culpabilizaba, le
avergonzaba y como que anulaba la espontaneidad de su libertad, le
despersonalizaba. También Nietzsche se sentía culpabilizado, radicalmente
ofendido y humillado por alguien que le mira “con ojos que lo ven todo… que
veían las profundidades y los abusos del hombre, todas sus disimuladas
falsedades y vergüenzas”. Le enfermaba pensar en el “ojo burlón que en la
oscuridad me contempla”. [Ambos pensadores parecen olvidar que en la literatura
universal y también en la religiosa existe la ‘mirada amorosa’, creadora de
energía y vida para quien la recibe].
Recuérdense los temerosos ejercicios de preparación para
la muerte, ‘para el encuentro con el
supremo juez’ y los reiterados ecos del ‘Dies
Irae’, repetidos en los funerales católicos de cada día. Sorprende
desagradablemente el encontrar en la hagiografía católica el hecho de tantos
santos y almas piadosas a quienes se les describía, incluso al final de sus
días, llenos de angustiosas torturas ante la severidad del juicio divino por
los pecados secretos, los de la vida pasada, los de la infancia. El espectro
del infierno amenazaba de cerca a cada fiel cristiano, ya que se predicaba y se
vivía en l a creencia de que el número de los que llegan a salvarse, es muy
escaso: se condenan ‘casi todos’ los
seres humanos. Obviamente bajo la creencia de que por el PO el género humano
quedó convertido en ‘masa de perdición,
de condenación’ (san Agustín). Además del infierno, el purgatorio era presentado
como una especie de extensión del mismo, al menos por las terribles penas que
allí sufren las ‘ánimas benditas’, rodeadas de fuego purificador.
Esta visión dolorista, angustiosa de la vida cristiana y
humana en general, domina largos períodos de nuestra historia. Podemos dejar de
lado la triste primera Edad Media, porque sus angustias pueden tener suficiente
explicación en los tiempos que siguieron a la invasión de los bárbaros del
norte. No estaban para detenidas reflexiones teológicas. Tras el optimismo
vivido y difundido por los Humanistas del Renacimiento y de los primeros
tiempos de la Contrarreforma católica, se reincide en análoga actitud pesimista
y angustiada en los siglos XVII y XVIII. Este dolorismo pietista, se manifiesta
en la forma de reflexionar y de predicar sobre la pasión y muerte del Señor.
Sus sufrimientos eran presentados como ‘infinitos’ no sólo, como es obvio, por
la calidad moral d la persona sufriente, sino por su intensidad y amplitud
empírica física y constatable. La muerte de Jesús en la cruz era presentada en
forma del todo prevalente como ‘expiación’, satisfacción por los pecados e los
hombres. Especialmente por el más enorme, universal e influyente de todos: ‘el pecado original’. Siguiendo el
pensamiento de san Anselmo se exigía una satisfacción de intensidad infinita
para compensar la malicia infinita del pecado humano. A nivel de la religión
popular y pietista, esta mentalidad se traducía en largas descripciones en las
que se daba cuenta en números exactos de los azotes, bofetadas, empellones y
otros malos tratos padecidos por Jesús en las horas de la pasión.
Connaturalmente, los terribles sufrimientos del Señor eran presentados como
modelo para las almas generosas. En la hagiografía y en la literatura
edificante/devota de la época se encuentran relatos ‘admirables’ de santos y
santas que se imponían penitencias corporales “más para admirar que para
imitar”, como suele decirse. Sin duda con la loable intención de reproducir al
vivo en su propio cuerpo los sufrimientos de Jesús. Se podrían señalar en estas
prácticas, buenas dosis de sadismo y de masoquismo, sin duda subconsciente,
pero real y operativo.
Aparte de estos factores psicológicos, semejantes
sentimientos y prácticas venían alimentados desde lejos por determinadas convicciones
religiosas: el concepto de un Dios justiciero, infinitamente ofendido por el
‘infinito’ pecado humano: el PO y los personales que de él dimanan. Una vez más
encontramos aquí ‘el mito y teología de
la pena’ como base argumentativa a favor de la teoría del PO. Con influjo
decisivo en la soteriología, en la teología de la gracia y de los sacramentos,
en el campo de la moral.
6.Neurosis de
culpabilidad y pecado original
Bajo esta rúbrica se toca un tema de amplia y difícil
problemática: el sentimiento de culpabilidad morbosa, en cuanto resultado de la
creencia en el PO. La culpabilidad, el ‘sentimiento de culpabilidad’ es un tema
extremadamente complicado. Ha sido objeto de numerosos estudios desde diversas
perspectivas, tanto en el campo de los sentimientos y experiencias religiosas
como en la cultura civil y humanista.
Existe y merece ser calificado de saludable un sentimiento
de culpa que podríamos identificarlo como ‘conciencia de pecado’, conciencia
que surge cuando el hombre puede decir con el salmista: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces”.
O bien con el hijo pródigo: “Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti”. El acontecimiento de la conversión es
uno de los instantes cumbre de la vida en que el hombre se muestra en la
plenitud de su ser consciente y libre, de su personalidad. Dios no podría
pedirle el arrepentimiento si allí mismo no reconociese la dignidad del hombre
como ser libre y responsable. Y el hombre, cuando se arrepiente, es como si
tomase en sus manos toda la fuerza de su ser y se transformara, bajo la acción
de la gracia, en hombre nuevo, nuevo ser.
Pero lo que llamamos ‘sentimiento de culpabilidad’ se
distingue de la sana conciencia de pecado en que tal ‘sentimiento’ no sabe
señalar un momento o comportamiento concreto de la vida personal en el que,
libre y conscientemente, se haya delinquido. Y, sin embargo, no puede alejar la
idea de que es realmente culpable. No tiene conciencia lúcida, pero sí que
tiene este ‘sentimiento de culpa’, de clara analogía con otros sentimientos,
como el de odio o de amor. Así el sentimiento de culpabilidad se fija en la
masa de la sangre, en los entresijos de la carne y del espíritu. Es una
fijación que quien la sufre no sabe razonarla. Y descarga su tensión pensando en
algún infortunio sufrido por la humanidad en los orígenes, en las culpas de los
antepasados, en el pecado del padre Adán, en el pecado del mundo, en el pecado
social o estructural.
Como es sabido, la culpabilidad neurótica no ocurre
exclusivamente en el campo d la religiosidad. Si bien ésta parece ser el campo
mejor abonado para que surja tal fenómeno. Por otra parte, la creencia en el PO
no es la única que crea fijaciones obsesivas y morbosas. Pensemos en otras
ideas conexas, inseparables: el diablo y la idea de la condenación eterna, del
juicio implacable de Dios. Decimos que la idea del PO encierra en sí fuerza
para dar origen y mantener este sentimiento de culpabilidad obsesivo y
neurótico.
En efecto, las incontables miserias que el hombre sufre
son presentadas, en la teoría del PO, como castigo de un pecado originario,
primordial, del ‘viejo pecado’, un pecado ‘antecedente’ a la decisión personal
del individuo a quien se califica (descalifica) como pecador innato. Como el
hombre normal no puede tener conciencia lúcida de aquel ancestral,
pre-existente pecado, surge inevitable en él la pregunta que hace el poeta: “Apurar, cielo, pretendo; / ya que me
tratáis así /… Qué delito cometí / contra vosotros naciendo, / aunque si nací,
ya entiendo / qué delito he cometido: bastante causa ha tenido / vuestra
justicia y rigor / pues el delito mayor / del hombre es haber nacido. / Sólo
quisiera saber, / para apurar mis desvelos / dejando a una parte, cielos / el
delito de nacer / ¿qué más os puede ofender / para castigarme así?”
(Calderón de la Barca, La vida es sueño,
Jornada I,2).
Como no hay conciencia de pecado personal, surge el
sentimiento morboso de sentirse culpable de algún secreto, ancestral, pero
indudable ‘pecado innato’. El sujeto
se siente culpable, pero no responsable. Extraño pecado, que le sobreviene al
hombre sin quererlo ni saberlo y se le puede quitar al hombre sin ser
reconocido como tal ni aborrecido. Nadie debe, sanamente, arrepentirse del PO.
Todo lo anterior muestra lo desacertado que resulta calificar de pecado a la
situación teologal del incipiente ser humano.
Para los historiadores católicos resulta un tópico decir
que Lutero fue un hombre acosado hasta el paroxismo por el sentimiento de
culpabilidad. Y que tal sentimiento se nutre básicamente de su modo personal de
pensar y vivir el PO, como corrupción total, óntica, existencial de la
naturaleza humana, corrupción que se estabiliza como ‘pecado permanente’, como
un activo pecar y una angustia insuperable de ser pecador siempre de nuevo. También
dentro del catolicismo, si bien fuese un poco marginal, encontramos este tenaz
sentimiento de culpabilidad en los jansenistas, que lo extendían a todas las
esferas y actividades de la vida humana. Similar sentimiento exacerbado de
culpabilidad, de miseria humana, caracteriza a ‘la religión triste de Pascal’. La gran mayoría de los católicos
normalmente no experimentan con intensidad este radical, difuso sentimiento de
culpabilidad. Incluso aunque piensen que las tendencias de la concupiscible que
les acosa, sean ‘hijas del pecado y madres del pecado’. De todas formas, el
sentimiento enfermizo de culpabilidad domina la angustiosa vida del nada escaso
número de escrupulosos que germinan en el ambiente de los católicos devotos,
incluso algunos santos. Quienes, al lado de una conciencia lúcida y saludable
del pecado, han sido víctimas de un sentimiento de culpabilidad cargado de
innegables rasgos de morbosidad y de fijación neurótica, enervadores de la
correcta religiosidad cristiana.
El sentimiento de culpabilidad aquí descrito, recibe
también el nombre de ‘sentimiento fundamental/radical de culpabilidad’. Hunde
sus raíces en el alma colectiva y por ello es anterior y preexistente al
sentimiento de culpabilidad que pueda surgir en cada individuo concreto.
7.El pecado
original y la figura del pecado colectivo
Moralistas, psicólogos, teólogos modernos, al lado del
sentimiento de culpabilidad, han hecho objeto de estudio a la figura del ‘pecado colectivo’. Y el PO ha sido
estudiado en relación con la figura del pecado colectivo, en varios estudios
recientes. Nacida esta figura del pecado colectivo en los tiempos originarios
del de la historia del ‘homo sapiens’, en la edad dorada de la cultura yd e la
mentalidad tribal, sobrevive todavía en nuestra civilización más avanzada.
Es comprensible que durante milenios, mientras los hombres
vivían en grupos tribales de escasa cuantía y de reducidas dimensiones
geográficas, todo lo que emprendían era en la acción concertada, en la que
todos los miembros de la tribu operaban, colaboraban en las empresas más
importantes del grupo. Ejemplo clásico lo propone Freud al hablar de la
tribu/horda primigenia, que habría participado en el asesinato del padre. La
figura del pecado colectivo la encuentran también los comentaristas en la
Biblia del Antiguo Testamento. Los cananeos son declarados en muchos textos
como “raza pecadora”, condenada
colectivamente al exterminio. El hecho se justificaba porque todos los
integrantes de la tribu cananea eran tenidos por criminales, incluidos los
hijos recién nacidos de una raza declarada maldita de nacimiento.
La figura del PO ha sido puesta en relación con la idea de
‘pecado colectivo’ con la intención de explicar su tortuosa realidad. El PO
sería una forma de pecado colectivo, cometido por toda la tribu humana en la
persona del patriarca Adán; o por un grupo/tribu originario, en la hipótesis
del poligenismo en los inicios de la humanidad. En todo caso, el PO ha sido
calificado por varios autores como ‘pecado
corporativo’, cometido por una ‘personalidad
corporativa’, cifrada en la figura del Adán clásico. En esta línea se
encuentra la frase tradicional de que “todos
pecaron en Adán”. Todos habrían estado incluidos en los lomos de Adán, con
inclusión biológica, como decía san Agustín. O bien, incluidos en su voluntad,
con inclusión óntico-metafísica, al estilo de los teólogos medievales
platonizantes. La figura del PO (bien recibida por los grandes teólogos
escolásticos) como ‘pecado de naturaleza’
(peccatum naturae), conserva
connivencias innegables de esta figura de pecado colectivo y de la correlativa
responsabilidad corporativa (comunitaria), de una cierta ‘misteriosa’
participación de todos en el crimen primordial de la naturaleza humana. Crimen
consistente, según los teólogos cristianos, en que, al rebelarse el padre Adán
contra el precepto de Dios, toda la humanidad quedó constituida en raza
rebelde. O bien, en el asesinato del padre por la horda primitiva, según las
cavilaciones de Freud. O el crimen de Egisto, de sartriana memoria.
Como un caso que nos remite al sistema mencionamos una
intervención del cardenal F. König, hombre de insigne saber teológico.
El nazismo hitleriano del siglo XX intentaba justificar
doctrinalmente el exterminio del pueblo judío, apelando al hecho de que se trataba
de castigar a una raza, a un grupo humano colectivamente criminal. Obviamente,
en pleno siglo XX, esto sonaba a monstruosidad moral y jurídica. Por eso la
propaganda nazi, para justificar, de algún modo, su criminal conducta recurría,
entre otros motivos, a la doctrina del PO mantenida por la Iglesia cristiana
con notable tenacidad y altísima valoración doctrinal. Elemento inseparable de
este doctrina era el recurso al concepto de pecado colectivo, a la
responsabilidad colectiva penal de toda la comunidad humana ante Dios. Los
teólogos cristianos podrían decir que la justicia de Dios sí que puede
calificar de pecadora y castigarla como tal a toda la raza humana, hasta el
final de los siglos. Pero que la justicia humana no puede actuar de esa manera.
Así opinaba san Agustín y tras él los teólogos de siglos posteriores, según
hemos dicho. Pero ya Julián de Eclana, en el siglo V, tuvo el acierto de
descalificar del todo esta endeble, falsa, argumentación agustiniana. Tal forma
de administrar justicia, desde su perspectiva de romano culto y civilizado,
Julián no podía menos de calificarla de ‘bárbara’, propia de númidas y
cartagineses poco civilizados. En nuestros días, y a se ve que el mencionado
recurso argumentativo en defensa del PO, era demasiado inconsistente y
demasiado piadoso para impresionar a los nazis, absolutamente incrédulos.
Ellos, desde su perspectiva humanista radical y brutal, acusaban al
cristianismo de calificar y tratar (al menos a nivel moral) a la humanidad
entera de raza pecadora, colectivamente culpable por efecto del pecado cometido
por el protoparente de la especie humana. Sin olvidar el hecho de que, a nivel
popular, los judíos eran temidos por la gente cristiana, como comunitariamente
por la muerte de Cristo. Por eso, los nazis se consideraban autorizados o no
criticables, al menos, por parte de los cristianos, si trataban al pueblo judío
como raza culpable. Los defensores del PO como pecado universal de toda raza
humana podían encontrarse mal colocados a la hora de responder a este argumento
nazi tan rudo y primitivo, por otra parte.
El cardenal König niega que el dogma del PO exija aceptar
la existencia de un pecador colectivo, ni que deba hablarse de una culpa y
responsabilidad colectiva por motivo del PO. Si bien reconoce que el discurso
teológico sobre el pecado de todos en Adán, y el calificarlo de pecado de la
naturaleza humana, podría dar pie para equiparar la doctrina del PO con la de
un supuesto pecado colectivo. Con este lenguaje podría parecer que se daba
cierta coloración, sin duda indeseada e involuntaria, a la teoría nazi sobre el
crimen colectivo de la comunidad judía de todo el mundo y de todos los tiempos.
Desde su perspectiva, me permito decir que F. König
realizó la mejor defensa posible sin abandonar la teoría tradicional sobre el
PO. Pero me parece innegable que esta teoría no supera el peligro de mantener
conexiones inaceptables con la teoría del pecado colectivo, con la idea de una
responsabilidad fundamental provocadora de un sentimiento morboso de
culpabilidad, fácil de proyectar sobre los otros, sobre todo sobre los
enemigos. Con lo cual se echaba leña al fuego de la agresión de la “bestia
rubia” contra los judíos.
Es preciso admitir que la idea y la convicción de que
existía una responsabilidad colectiva y del subyacente pecado colectivo, estuvo
vigente durante milenios, en la mentalidad tribal, rudimentaria, primitiva.
Todavía podrían señalarse restos de esta mentalidad en el mundo actual. Pienso,
sin embargo, que hay que suscribir de lleno el juicio de un jurista sobre este
particular: “La historia de la
responsabilidad colectiva es la historia de su total eliminación”. Si bien
la superación nunca será, por desgracia, total. La sustitución de la
responsabilidad colectiva por la responsabilidad personal/individual es ‘uno de los máximos progresos de la cultura
humana’. Más aún, recogiendo la opinión de otros autores, dice H.
Gollwitzer que éste sería “no sólo el
máximo, sino el único progreso real de la historia de la moral y del espíritu”.
Progreso que sería debido, en su mayor parte, al cristianismo. Éste, en efecto,
al enfrentar a la libertad de cada persona humana con la libertad de un Dios
personal, impulsaba al individuo a romper con las ligaduras que le atan a la
colectividad, a la polis, a la tribu, a las fuerzas del cosmos y de la
historia, y a tomar en sus manos y bajo su responsabilidad su propia historia y
destino. Sean ellos gratificantes o adversos. Siempre bajo la alta e íntima
providencia de Dios. La teoría del PO, en la medida en que hablaba y siga
hablando de una responsabilidad inherente a un pecado pre-personal e im-personal,
pre-deliberado, pre-voluntario, in-voluntario,
como se califica al PO, camina en dirección contraria a aquella fuerza de
progreso que puso en marcha precisamente el cristianismo bien entendido. Como
fuente teológica primera de este avance moral tan decisivo, hay que citar el
famoso texto de Ezequiel 18. El profeta critica el refrán popular de los
hebreos: “Nuestros padres comieron los
agraces y nosotros sufrimos la dentera”. Refrán que delata la mentalidad
tribal, arcaica y tradicional según la cual los hijos comparten, son
solidariamente culpables y dignos de castigo por el ‘viejo pecado’ de sus
antepasados.
Toda nuestra cultura occidental, tanto en su vertiente
cristiana como en vertiente humanista, está fundada sobre el eje diamantino del
valor de la persona en todos los niveles y manifestaciones de la actividad
humana. En la moral católica no existe más pecado/culpa/responsabilidad que la
individual/personal. Lo demás es entrar ya en aplicaciones extensivas,
traslaticias, metafóricas, abusivas del concepto y de la realidad del pecado.
Parece que no puede dudarse de que los creyentes en el PO, sin pretenderlo,
pero por el peso mismo de las cosas que afirmaban, favorecían la tendencia a
diluir la responsabilidad individual/personal del pecar humano en la
responsabilidad/culpabilidad de la humanidad sintetizada y solidaria en el
pecado de Adán, quien, con su pecado, habría constituido pecadores reales a
todos sus descendientes. Todos pecaron ‘en
Adán’ se decía.
Recojo el testimonio de un autor ajeno a preocupaciones
teológicas, F. Savater quien, desde la ética natural, filosófica, crítica la
tendencia a diluir la responsabilidad/culpa del sujeto (personal, individual)
en la responsabilidad y culpa colectiva: «La vigilancia básica
que, en el terreno de la razón práctica, el sistema democrático impone puede
condensarse así: todas las dispensas que procuran difuminar la responsabilidad
moral o política del sujeto son ofertas de privarle de su libertad. Con
sospechosa premura, el colectivismo y el estatismo expenden certificados de
irresponsabilidad a quienes lo solicitan o incluso a quienes simplemente no se
molestan en rechazarlos. La oferta es simple: la ‘culpa’ que la puesta en práctica
de la libertad comporta, recae sobre la sociedad, o sobre el inconsciente, o
sobre la familia y los ancestros, o sobre la omnipotencia propagandística de
los mass-media, o sobre el carácter nacional, o sobre la fatalidad del destino;
cuando no se ve remitida directamente al pecado de nuestros primeros padres y a
la consiguiente flaqueza de la carne humana. Este ‘generoso’ desplazamiento de
la culpa (que vuelve ilusoria la libertad, al desligarla de sus efectos por mor
de las circunstancias concomitantes) aniquila, desde luego, la raíz misma de la
autodeterminación del individuo: pero a la vez favorece la búsqueda de los
‘auténticos’ culpables, la cruzada contra los corruptos o infieles que provocan
los pecados de los inocentes, de modo inexorable y satánico. En una palabra: no
educar para la responsabilidad (personal, añado) es preparar el afán colectivo de chivos expiatorios».
Parece que, según sugiere este texto de Savater, la teoría del PO (en forma
subconsciente, pero segura) sería una de esas teorías que tienden a difuminar
la responsabilidad moral o política, disminuyendo el sentimiento y deseo de
libertad personal.
La teoría del PO,
como dicen otros autores, incremente el miedo morboso a la libertad; a la
propia y a la de los otros y hace a sus profesantes proclives a todo género de
autoritarismo religioso y político. J. de Maistre, en su obra ‘El Papa y la Iglesia católica’ busca
apoyo seguro a su papismo extremoso, ultramontano, en al doctrina teológica del
PO, tal como él la cultiva: impregnando todo su pensamiento político-religioso.
Con la figura del PO se han introducido en la ética
cristiana occidental figuras como el ‘pecado de naturaleza’, la ‘dura necesidad
de pecar’, la idea de la ‘libertad esclava’. Ya hemos comentado cómo, de forma
inconsciente, pero segura, por el peso interno de la teoría, estas figuras
advenedizas presentaban un serio peligro para el mejor concepto teológico de
pecado, y de libertad. En cambio, se fomentaba, sin duda inconscientemente, la
obsesión de pecado y el miedo a la libertad, la cual era presentada como
corrompida por el pecado de Adán y, en cierto sentido, malvada por necesidad.
Aunque esta constatación sea dolorosa para un teólogo
católico, preciso y honrado es reconocer que la teoría del PO, de secular vigencia
en Occidente, no pudo surgir ni mantenerse sino
sobre la base de una deformación del concepto auténticamente cristiano
de ‘hombre’ como ser congénitamente viciado, y de ‘Dios’, como castigador
implacable de la raza humana, así corrompida.
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