VIII.
CONSERVADURISMO
POLÍTICO Y SOCIAL DEL SIGLO XIX Y EL DOGMA DEL PECADO ORIGINAL
Un motivo primordial, no el único, de por qué la
cristiandad occidental se opuso tenazmente a la Ilustración era el peligro que
ésta representaba para el dogma eclesiástico del PO, con las concomitancias
antropológicas y políticas que llevaba consigo. Por su parte, los Ilustrados
veían este dogma como ‘el máximo
obstáculo para cualquier progreso humano deseable y posible’. Lo hemos
visto anteriormente. A lo largo del siglo XIX, la Iglesia se encontró en lucha
tenaz contra el liberalismo y el socialismo. De nuevo aquí, para ‘justificar el inmovilismo y
conservadurismo’ de tantas personas e instituciones, de tantas ideas y
prácticas, los teólogos e intelectuales católicos acuden a reavivar su creencia
en el PO (con su constelación de afirmaciones antecedentes y consiguientes), a
fin de contener el avance del humanismo y cultura secular, civil, que era un
‘falso progreso’, como decían ellos.
1.Situación y
mentalidad general
La sociedad occidental de confesión católica ha vivido
durante siglos con la convicción generalizada de que la raza humana se
encuentra en un destierro, en un valle de lágrimas y de miseria, efecto de un ‘castigo de Dios’. Como si el planeta
tierra fuese para los humanos, una especie de ‘penitenciaría’, como decía, hablando extremosamente, el filósofo
Schopenhauer. Ya hemos visto que estimaban como castigo divino la existencia de
la autoridad política coactiva y dominadora, a la que era necesario aguantar
sin rebelarse, pues sería rebelarse contra Dios mismo. La propiedad privada y
el trabajo fatigoso también eran secuelas del PO, según hemos comentado.
En este contexto religioso y cultural resultaba normal e
inevitable que el hombre cristiano, al menos los más piadosos, se creyeran obligados
a aguantar las miserias de la vida y de la sociedad con total y ‘devota resignación’, en vez de intentar
superarlas con esfuerzo tenaz e inteligente. Semejante esfuerzo de superación
podría ser interpretado como un secreto o no tan secreto impulso de rebelión
contra la disposición del Creador quien, con toda justicia, habría expulsado al
hombre del paraíso. Podría desvelarse aquí un amago de rebelión prometeica, un
intento titánico de quitar a la Divinidad el gobierno de la historia. No cabría
sino la aceptación resignada y cansina de los hechos y situaciones
establecidos. Soportar los acontecimientos, las instituciones, como ‘castigo’ divino, impuesto por el PO.
En el siglo XVII decían los
jansenistas que los hombres deberían hacer penitencia durante toda la vida por
el PO (DS 1308). Afirmación extrema, reprobada oficialmente por la autoridad de
la Iglesia católica. Pero el caso delata la existencia de una ambiente general
que se verá confirmado más adelante.
Es conocido el caso ocurrido a
mediados del siglo pasado (a. 1853). Ciertos teólogos anglicanos protestaban
porque a la reina de Inglaterra se le aplicase cloroformo para aliviarle los
dolores del parto. Esta práctica, decían, implica una flagrante vulneración de
la disposición/castigo divino: “parirás
los hijos con dolor” (Gn 3,16). A principios del siglo XIX se iba haciendo
común la vacuna contra la viruela, con indudable eficacia. El papa León XII se
creyó en la obligación apremiante de hacer esta solemnísima advertencia
pastoral: “Quien acude a esta vacuna deja de ser hijo de Dios… la viruela es un
juicio de Dios… la vacunación es un desafío dirigido al cielo”. Algunos
pastores anglicanos decían que el cloroforma aplicado como remedio terapéutico
a los varones sí era lícito, pues Dios lo había aplicado al primer varón para
sacarle la costilla de la que formó a Eva. Pero no era lícito aplicarlo a las
mujeres en el caso del parto [Textos en B. Rusell, Religión y ciencia, México 1973-74. U. Ranke Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos. La Iglesia
católica y la sexualidad, Madrid 1994, 269. E. Vilanova, Historia de la teología cristiana,
Barcelona 1992, Vol. III, 517].
2.El dogma del
pecado original frente al avance del socialismo
Es conocida la imputación que el marxismo ha hecho a las Iglesias
cristianas: pretenden paliar y hasta justificar las hirientes desigualdades
sociales, la opresión de los capitalistas sobre las masas proletarias, mediante
el recurso a que tales hechos, sin duda dolorosos y lamentables, son ‘justo castigo divino’ por el PO. Hay qu
e aceptar el actual orden social y económico con resignación. El socialismo
europeo comenzó a combatir las desigualdades sociales en nombre de un humanismo
que, en última instancia y según piensan muchos estudiosos hoy en día, hunde
sus raíces en la cultura cristiana occidental dentro de la cual había surgido.
Sin embargo, destacados controversistas católicos no se privaron de acudir al
inevitable, omnipresente, sacrosanto dogma del PO, como razón fortísima para
oponerse a los atrevimientos del pseudoredentor movimiento socialista.
F. Sardá y Salvany ha sido ferviente apologista de la
doctrina del PO. Recogemos el testimonio enfático y solemne de este destacado
apologista del catolicismo en España, en la segunda mitad del siglo XIX. Dentro
de unos textos largos y cargados de vibrante retórica, subrayamos algunos más
significativos para nuestro intento: “El
socialismo sostiene que la desigualdad social entre los hombres, este
repugnante y odioso desnivel que hace que unos naden en la abundancia y otros
estén abatidos en la última miseria, nace de la mala organización de la
sociedad…. Por eso dicen: cambiemos el orden existente, arrasemos lo que sobre
las bases antiguas ha venido construyéndose y construyamos sobre otra base el
edificio social… El catolicismo ve la desigualdad de clases, deplora l as
aflicciones de la pobreza; pero para repararlo no lo atribuye a la imperfección
o mala organización de la sociedad, sino a la imperfección de los hombres que
componen la sociedad. El catolicismo enseña que el hombre fue creado por Dios
en estado dichoso, del cual cayó por una primera desobediencia. Desde entonces,
lo que hubiera sido para todos un paraíso terrestre ha venido a convertirse en
un valle de lágrimas; los que hubiéramos debido ser, sin trabajo alguno,
señores de todo, somos ahora esclavos de mil necesidades y hemos de redimirnos
en lo posible de la esclavitud co nuestros esfuerzos, con nuestros sudores.
Desde entonces la tierra no nos brinda espontáneamente sus frutos, sino que
hemos de arrancárselos a viva fuerza con nuestro ingenio o nuestro trabajo. Y
el ingenio y el trabajo no pueden ser iguales, entre los hombres… En resumen,
el socialismo atribuye la desigualdad de fortunas a una mala organización de la
sociedad. El catolicismo atribuye la desigualdad de fortunas a la desigualdad
de los hombres degenerados de su primer estado por el PO”.
En otro texto insiste: “El catolicismo y el socialismo,
digo, se encuentran ambos frente a frente del hecho doloroso de las
desigualdades sociales. Pero el primero, ‘partiendo
del dogma revelado del PO, ve en eso una consecuencia del estado decaído de la
naturaleza humana’; el otro, suponiendo al hombre ‘no caído’, sino perfecto, ve en lo mismo tan sólo una consecuencia
de cierta mala organización de la sociedad”. Frente a las sangrantes
desigualdades entre ricos y pobres, el catolicismo recuerda que sólo Dios es el
dueño de todo; recuerda la fugacidad de esta vida y la felicidad eterna, “predica al rico mucha moderación y mucha
caridad y al pobre mucha resignación y mucha paciencia”. Que Dios es “Señor
de los ricos y de los pobres, y dueño de los harapos de éste como de los
tesoros de aquel” [“Pocos textos existen tan tajantes para comprender, desde
estos presupuestos, la actitud práctica de los católicos de aquella hora para
resolver el problema social. Su idea es que el pauperismo y las desigualdades
sociales son un mal inevitable. Intentar un cambio estructural de la sociedad
les parece una utopía, un inconformismo tan vano como irreligioso, pues se empeña
en traspasar los límites insalvables de la naturaleza pecadora. Rechazan así,
por principio, todo intento de reforma estructural como opuesto al orden
establecido y al sacrosanto derecho de propiedad, la acción social queda
encerrada en el marco estrechísimo de la iniciativa individual, que sólo puede
ser estimulada por motivos religiosos.” M. Revuelta González, Historiador].
Muchos católicos del siglo XXI desearían que tales textos,
cargados de reflexiones impertinentes, no se hubiesen escrito nunca por un
hombre que era, sin duda, un cristiano excelente y sacerdote ilustrado e
influyente en su tiempo.
La táctica de utilizar el dogma del PO como arma ofensiva
y defensiva contra los excesos del racionalismo socialista, encontró un ejemplo
de similar contextura mental en la polémica antiliberal del catolicismo
decimonónico. Al ‘liberalismo’ lo
calificaban los controversistas conservadores de la época como una síntesis de
todas las herejías anteriores. Pues bien, también ahora, para quebrantar ‘el orgullo prometeico de los liberales’,
se recurre al dogma inagotable del PO. Recojo el testimonio de un escritor de
alto nivel cultural, teológico y eclesial, el obispo R. Fernández y Villabuena:
“Los liberales, como verdaderos
pelagianos, no conocen el estado de tinieblas en que quedó por el pecado
nuestro entendimiento, ni la flaqueza e inclinación al mal en que, por el mismo
motivo, cayó nuestra voluntad; consideran como una facultad la posibilidad de
elegir, y como ejercicio de un derecho humano la elección del mismo mal”.
El texto está entretejido de pensamientos agustinianos
sobre el hombre caído y su mísera situación. A base de ellos, el liberalismo es
calificado de ‘pelagianismo verdadero’, nada más pertinente que retomar el
omnipresente y poderoso dogma del PO para refutarlo con eficacia, como había
sucedido con el pelagianismo del siglo V.
3.Dos pensadores
políticos del siglo XIX y el pecado original: J. de Maistre y J. Donoso Cortés
Dentro de este apartado podemos hablar de ‘tradicionalismo’, conservadurismo,
integrismo, fundamentalismo religioso, teológico, filosófico, político y
cultural en general, como fenómenos que, si bien no son del todo idénticos,
circulan como inseparables en aquella época, y configuran la mentalidad de
grupos influyentes dentro del catolicismo del siglo XIX.
Nos detenemos en dos pensadores de espacial relieve en esa
época: el francés J. de Maistre y el español J, Donoso Cortés. La enorme
influencia de ambos en el pensamiento político religioso dentro del mundo
católico del siglo XIX, merece que les dediquemos peculiar atención. El hecho
de que ambos (junto con L. de Bonald) sean considerados por los comentaristas
como “Padres seglares de la Iglesia en
siglo XIX”, puede ofrecer un punto de reflexión para nuestro trabajo. Como
tales, ocupan una posición media y mediadora entre la teología académica,
neoescolástica, en clara decadencia durante la primera mitad del siglo XIX, y
el pueblo llano, las grandes masas de creyentes católicos. Por otra parte,
ambos están en la vanguardia de la lucha doctrinal apologética y de dura
polémica frente a la Ilustración, a la revolución francesa, al racionalismo, al
liberalismo, socialismo y a todo lo que entonces significaba la modernidad y
apertura al progreso. También es muy notable la proximidad mental y doctrinal
de ambos pensadores. La influencia de J. de Maistre sobre Donoso Cortés es
patente en muchos pasos de los escritos del pensador español. En ambos casos,
el motivo doctrinal para oponerse a aquella emergente y pluriforme ‘modernidad’
era, en ambos pensadores, de índole teológica: la concepción del hombre
implicada en el ‘omnipotente’ dogma cristiano del PO, en la forma que hemos de
precisar. Tal vez no sea ocioso observar que ambos pertenecen a la aristocracia
de la época.
El conde José de Maistre (1753-1821)
es presentado continuamente como insigne exponente del conservadurismo y hasta
del integrismo católico del siglo XIX. La vertiente de su pensamiento que más
nos interesa es encuentra en ‘Las veladas
de san Petersburgo’.
J. de Maistre está muy preocupado por el problema del mal:
por qué sufre el hombre, sin distinción de buenos y malos (I, 24,34); por el
problema de la teodicea, por la
justificación del comportamiento de la Providencia en el gobierno del mundo. La
encuentra en la doctrina del PO. Según ella, hay que decir que, si el hombre se
encuentra en tanta miseria, ello “no puede suceder sino en virtud de una
degradación accidental, que no podría ser sino consecuencia de un crimen” (I,
64). “Un crimen que se transmite de generación en generación” (I, 77). Los
males y sufrimientos de la humanidad tienen su origen en el PO: “El PO lo explica todo y sin él no se
explica nada” (I, 60). “El hombre busca en las profundidades de su ser
alguna parte sana, sin poderla encontrar: el mal lo ha corrompido todo y el
hombre entero es una enfermedad” (I, 65). Y añade: “¿quién puede creer que tal
ser haya salido en este estado de las manos del Creador? Semejante idea es tan
repugnante, que aun la filosofía por sí sola, hablo de la filosofía pagana, ha adivinado el pecado original” (I,
66). Sin quererlo, en este momento J. de Maistre corrobora el hecho de que el
mito pagano de la ‘caída original’ y
del crimen ancestral es el precedente cultural e histórico del dogma cristiano
del PO, en el sentido en que se ha expuesto antes.
De esta visión del hombre como ser caído, degradado surgen
aplicaciones importantes en el plano político social. J. de Maistre combate con
energía la teoría roussoniana del contrato social como origen de la sociedad.
Según J. de Maistre, ‘el hombre caído’ no tiene capacidad para organizarse en
sociedad, para darse a sí mismo leyes que lo gobiernen con justicia. ‘La familia’, base de toda la sociedad,
tiene su origen directo en el mismo Dios. El hombre no es capaz de instituirla.
Otra de las bases de la civilización, de la cultura, es ‘el lenguaje’. De Maistre insiste en que el lenguaje fue dado
graciosamente por Dios al hombre desde el principio. En el siglo XVIII estaba
vigente la teoría del ‘buen salvaje’, de roussoniana memoria. De Maistre piensa
que el ‘salvaje’ no representa la naturaleza sana, pura y buena en su paso
inicial hacia una civilización más avanzada. Es más bien ‘testigo de la humanidad degradada por el PO’. Su lenguaje no es el
rudimento de un posterior avance, sino fragmentos de un lenguaje que perdió su
primera perfección donada por Dios (II, 64). El hombre, degenerado por el PO,
es incapaz de crear por sí mismo, cultura, de progresar hacia la civilización
verdadera. Estos bienes sólo pueden conseguirse mediante el cristianismo que
contiene la verdad revelada por Dios. Y el cristianismo concentra toda su
fuerza creadora de cultura en torno a la figura del Papa, a quien el papista
supremo que es J. de Maistre, llama “el
Demiurgo de la civilización humana”.
Sobre la autoridad política, J. de Maistre se mantiene en
la teoría de la Edad Media, que toda autoridad es instituida directamente por
Dios. Dios entrega a Cristo todo poder en el cielo y en la tierra; Cristo
entrega todos los poderes a Pedro y sus sucesores, los obispos de Roma. Estos
detentan la famosa ‘plenitud de poderes’ en cielo y tierra. Una visión
descendente, hierocrática de la autoridad mantenida bajo la influencia de la
doctrina del PO.
De la convicción de que el hombre es un ser degradado,
surge la idea de que la función primordial de la autoridad ha de ser la de
reprimir el crimen, castigar a los malvados. Así la ha concedido Dios a los
hombres: “Ha concedido a los soberanos la eminente
prerrogativa del castigo de los crímenes, en esto es en lo que principalmente
son sus representantes” (I, 38). Digna de ser notada es su manera de
insistir en “la divina y terrible prerrogativa del
soberano: el castigo de los culpables” (I, 41). Hay una ley divina y
visible para el castigo del crimen. Existiendo el mal en el mundo existen
necesariamente el crimen y necesariamente el castigo. “La espada de la justicia no tiene vaina, debe
siempre amenazar o herir” (I, 43). Se
refiere tanto a la justicia humana como a la divina.
Instrumento de esta justicia de Dios siempre flotando
sobre el hombre pecador son: ‘la guerra
divina y el verdugo divino’ (como los llama J. de Maistre). Y la práctica
ancestral de los ‘sacrificios
sangrientos’, incluidos los de seres humanos.
La guerra es divina. La
razón superficial y el sentido común ven en la guerra una insensatez total, y
con razón. Sin embargo, hay en ella algo indescriptible, imponderable,
misteriosos motivos por los que la guerra merece el calificativo de ‘divina’. “La guerras es, pues, casi
divina en sí misma, puesto que es una ley del mundo” (VII, 285). “Nada hay en este mundo que dependa más
inmediatamente de Dios que la guerra” … “A Él pertenece llamarse ‘Dios de la guerra’ (VII, 295). “No sin gran razón brilla el título de ‘Dios
de los ejércitos’ en todas las páginas de la Escritura” (VII, 281): “Jamás el Cristianismo, si lo miráis de
cerca, os parecerá más sublime, más digno de Dios, y más propio para el hombre
que en la guerra” (VII, 280-281). Todas las naciones del universo han visto
en la guerra alguna cosa más particularmente divina que en las otras. Es un
instrumento divino para castigar a la humanidad llena de crímenes derivados del
PO.
El verdugo, ministro de la justicia de Dios. Además de la guerra hay otro ejecutor misterioso de
la justicia divina en el ‘hombre caído’: es el verdugo. De Maistre reviste a
esta figura de no menor misteriosidad y rango semidivino que a la guerra. Lo
dota de una sugestiva grandeza literaria y simbólica. El verdugo es el ejecutor misterioso, sublime, de la justicia
divina. Él es objeto de un decreto particular, “el Fiat del poder creador”
(I, 42). Toda esta glorificación la merece el verdugo por ser instrumento de
Dios para castigar a los hombres corrompidos por el PO [Por haber centrado su
cristianismo y su política en torno a la justicia de Dios (a sus ministros, la
guerra y el verdugo), a las ideas de culpa y castigo, el conde J. de Maistre
podría estar no lejos de ser afectado por la inculpación de Nietzsche de que
“el cristianismo es una metafísica del verdugo”, El crepúsculo de los ídolos, Madrid 2002, 86. Un cristiano no
debería ofrecer ni texto no pretexto para estos exabruptos de Nietzsche].
Los sacrificios sangrientos. La visión teológica y mística que J. de Maistre tiene
de los sacrificios sangrientos, incluso de los humanos, ofrecidos a la
Divinidad, tiene su base en la idea de un Dios justiciero y de un hombre
degradado por el PO. “La historia nos muestra al hombre persuadido en todos los
tiempos de esta verdad espantosa: que vivía bajo la mano de un poder irritado,
que no podía ser apaciguado más que por sacrificios” (Los sacrificios, p.430). “La idea del pecado y del sacrificio por
el pecado estaban unidas en entendimiento de la antigüedad y en la lengua
sagrada” (IX, 351). “Y, puesto que el pecado está en la carne y en sangre, desde
allí ha de surgir la inevitable satisfacción. No se engañaba el paganismo
cuando hablaba de la redención por la sangre” (Los sacrificios, p. 472). El misterio se descifra en el
cristianismo cuando habla de la redención obrada por la sangre de Cristo en la
cruz. “La sangre teándrica penetra las almas culpables para borrarles las
culpas” (Los sacrificios, p.
470-480). Y cierra este libro con estas palabras. “No hay nada que demuestre de
un modo ‘más digno’ de Dios lo que
siempre confesó el género humano, antes mismo de que se lo hubieran enseñado;
quiero decir la degradación radical, la sensibilidad de la inocencia que paga
por el reo y la salvación por la sangre” (Los
sacrificios, p. 480). Para J. de Maistre, como consecuencia del PO, el
cristianismo parece ser una religión “sangrienta”, por definición.
La ley de la reversibilidad/solidaridad es una de las bases de la teoría del PO. En ella
insiste de Maistre: el bien y el mal que cada uno realiza revierte sobre toda
la raza humana a la que pertenecemos. Es lo que él llama el ‘dogma de la
reversibilidad’. El inocente puede pagar por el culpable. “Todo esto proviene
del dogma de la sustitución, cuya verdad es incontestable y hasta innata en el
hombre” (Los sacrificios, p. 452). “Y
¿cómo no habría entre nosotros cierta unidad (sea ella la que fuere) cuando un
solo hombre nos ha perdido por un solo acto? (X, 379). Dios castiga
directamente a la naturaleza pecadora, no exclusivamente al individuo que
delinque.
El dogma de la reversibilidad va
unido ‘al mito y teología de la pena’.
Ya hemos visto cómo este mito ancestral fue transformado por los teólogos
cristianos en la principal argumentación teológica a favor del PO. Crimen y
castigo son inseparables, “la pena sigue inseparable a la culpa”, decía
Horacio. Y J. de Maistre: “Todo dolor es algún suplicio impuesto por algún
crimen, actual u original” (III, 113). No hay distinción entre ‘inocentes’ y
‘malvados’. “El niño padece del mismo modo que muere, porque es de una masa o
materia que debe padecer y morir, por haberse degradado en su principio” (III,
112-113). “Todo crimen está pidiendo,
suplicando castigo” (III, 113). “Culpables
mortales y desgraciados, puesto que son culpables” (VII, 281). Cuando la
curación del ciego de nacimiento, Jesús niega que el pecado de los padres haya
influido en la ceguera natural del hijo. Es decir, niega que el hijo sea
castigado por el pecado de los padres. Pero J. de Maistre recurre al mismo
subterfugio sofístico que san Agustín, y afirma que, en este caso concreto, no
se castiga al hijo por los padres, pero la ley general es que sí se castiga a
los hijos por los pecados de los padres (III, 111-112).
El pensamiento y teología política de J. de
Maistre se fundamenta sobre estas tres figuras: el Papa, que recibe de Dios todos los poderes y que es “el Demiurgo
de la civilización; el Rey absoluto
que (mediante el Pontífice Romano) recibe de Dios su autoridad y poder excelso
de castigar; el Verdugo, que es
ministro misterioso y divinal de la más noble de las funciones de la justicia,
tanto divina como humana: la represión de los crímenes que inevitablemente
comete la humanidad degradada por el PO.
El papismo ultramontano de
este católico, el absolutismo político de este ciudadano, su pensamiento
social, están influenciados e incluso podemos decir que giran en torno a la
vivencia intensa que él tenía del dogma del PO, clave hermenéutica para su modo
de leer y explicar la historia del hombre, del ‘hombre caído’. Y no se olvide
la enorme influencia de J. de Maistre en el conservadurismo católico del siglo
XIX (algunos incluso le contemplan como un precursor prematuro del fascismo).
Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas
(1809-1853). Donoso Cortés es otro de los pensadores más influyentes en el
mundo católico europeo, en la primera mitad del siglo XIX. Merecería ser
estudiada al detalle la coincidencia existente entre el francés J. de Maistre y
el español Donoso en el pensamiento político, en la valoración de las
posibilidades del hombre para el progreso y para crear cultura en general. En ambos
‘pensadores’ l a creencia en el PO desempeña una función primordial. Recogemos
algunos testimonios tomados de los escritos de Donoso Cortés, de interés para
el tema que estamos estudiando.
Donoso hace suya la idea de su gran adversario doctrinal
Proudhon: toda teoría política ha de ser estudiada desde su base teológica y,
en este caso, anti-teológica (II, 347). Por eso, en forma constante, Donoso
basa su pensamiento político en un determinado concepto de Dios y del hombre.
El Dios que gobierna el curso de la historia es el ‘Dios justiciero’, que Donoso ve surgir ante la nueva situación
pecadora, creada por la caída original. Y el hombre que está en la base de la
teología política de Donoso es el ‘hombre
caído’, la naturaleza humana viciada por el pecado del protoparente del
género humano.
La perfección originaria del hombre. Es una creencia cristiana, que estaría corroborada
por la tradición pagana universal sobre la edad de oro de la humanidad. La que
hemos llamado ‘teología de adán’ tiene un buen representante en Donoso. Dios
había puesto el universo bajo el dominio de Adán (II, 133). Le dotó de ciencia
infusa (II, 129). L e reveló todas las ciencias (II, 128). Y, sobre todo, le
dotó del instrumento universal de todas las ciencias y del progreso cultural: el lenguaje. El hombre aprendió el
lenguaje directamente de Dios. Es imposible que el hombre lo inventara por sí
mismo (II, 123-128). Dotado de ciencia perfecta, es obvio que el hombre estaba
también ‘dotado del don de la
infalibilidad’ (II,23). También la familia es una institución que debe su
aparición en la historia a la directa intervención de Dios (II, 123-124).
El enorme pecado de Adán. “La prevaricación de
Adán, siendo la mayor de todas las prevaricaciones posibles, debió alterar y
alteró, de manera radical, su constitución física y moral” (II, 427). “Porque
el pecado de Adán es el pecado de la especie/naturaleza, no sólo de un
individuo concreto” (II, 251). “Después de Adán nadie ha pecado como Adán y
nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos” (II, 477). El
baremo para medir la gravedad del primer pecado son los castigos que el justo
juez impuso a toda la raza humana por aquel inconmensurable pecado. Un motivo
tenaz para los cultivadores de una falsa teodicea que viene arrastrándose desde
san Agustín, según sabemos.
La mísera condición del ‘hombre caído’. Los trazos
oscuros, pesimistas con que Donoso describe la situación del ‘hombre caído’ no
pueden menos de sorprender desagradablemente a un católico del siglo XXI. “No
sé si hay algo bajo el sol más vil y despreciable que el género humano fuera de
las vías católicas… El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la
verdad… Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad
secreta, un parentesco estrechísimo” (II, 379). “El hombre no sabe por sí mismo sino blasfemar; cuando pregunta,
blasfema, si el mismo Dios que ha de darle la respuesta, no le enseña la
pregunta; cuando pide, blasfema, si no le enseña lo que ha de pedir, y cuando
hay que pedir, el mismo Dios que le ha de otorgar su demanda” (II, 405; II,
532). Donoso se quedaría asustado si le decimos -con toda razón- que estas
expresiones parecen más propias de un rígido pastor luterano que de un creyente
católico. Y concreta: “Si el nacimiento, si la vida y si la muerte no son una
pena ¿en qué consiste que no nacemos, vivimos y morimos como todo lo demás que
vive y muere? ¿Por qué morimos llenos de terrores? Y ¿por qué, cuando nacemos,
venimos al mundo con los brazos cruzados en el pecho en postura penitente? Y
¿al abrir los ojos a la luz los abrimos al llanto y nuestro primer saludo es el
gemido? (II, 424-425). Ya el filósofo estoico Séneca y el obispo Agustín de
Hipona habían dicho que los lloros del bebé al nacer son signo de que entra en
la vida castigado por algún ‘viejo crimen’ de sus antepasados. En Adán todos
somos uno, todos somos culpables, todos somos penados (II, 424). Todas las
tradiciones populares, todos los vagos rumores esparcidos por los vientos,
hablan de una falta primitiva que es causa de todos los males físicos y morales
de la humanidad (II, 426).
El pecado original y el problema del mal. Los racionalistas, liberales y socialistas estaban
hondamente preocupados por el problema del mal en su vertiente social, por los
males sociales. Donoso Cortés, fiel a su programa, busca en la teología una
respuesta a los males que abruman a la sociedad y la encuentra en el dogma del
PO. Los males no vienen de la sociedad, como imaginan los socialistas, sino del
interior del hombre, degenerado por el PO (II, 465-468). “Con el pecado del
primer hombre se explica suficientemente aquel gran desorden y aquella
formidable confusión que sufrieron las cosas al poco de ser creadas” (II, 471).
Con esto estamos referidos a la idea de la transmisión perpetua de la culpa.
Ahora bien “el dogma de la transmisión del pecado en todas sus consecuencias,
es uno de los misterios más temerosos y más incomprensibles y oscuros entre
cuantos nos han sido enseñados por la revelación divina… El Dios vivo en
actitud de revelarnos este dogma tremendo, más bien que el Dios manso y
clemente de los cristianos se nos muestra como el Moloch de los pueblos
idólatras, crecido en grandeza y en barbarie, el cual, no contentándose ya con
carnes tiernas, para aplacar su hambre devoradora, va sepultando unas después
de otras en las cavernas de su vientre las generaciones humanas” (II, 471-472).
“¿Cómo puedo ser pecador cuando no peco?”
(II, 475). Porque todos y cada uno de los hombres hemos pecado en y con Adán,
responde Donoso.
El dogma de la solidaridad: contradicciones de la escuela
liberal y socialista. Se dedican a este tema varios capítulos del
‘Ensayo’. La idea central es esta: Sin ideas claras y distintas sobre la
solidaridad y unidad del género humano, es imposible construir una doctrina política
aceptable. Donoso, como teólogo de la política, piensa que, si no se admite el
dogma del PO, no es posible justificar la unidad y solidaridad del género
humano: todos pecaron ‘en’ y ‘con’ Adán, y todos son castigados en y
por causa de él. Sin esta base teológica no se puede hablar de unidad y
solidaridad. Los liberales y socialistas, como no admiten este dogma, no tiene
base para hablar de unidad y solidaridad humana (II, 486; 502) [Donoso tiene
buenos textos sobre la centralidad de Cristo en la historia. Pero esta buena
idea puede quedar estéril en la lejanía y en la abstracción. Porque, a la hora
de buscar la raíz primera de la unidad y solidaridad del género humano, y para
hablar de ella ante los liberales, la encuentra sobre todo en Adán y en su pecado;
y, secundariamente y como para sustituirle, se habla de Cristo y la solidaridad
de todos en él].
El dogma del pecado original en la base de todo un sistema
político. No parece fácil encontrar otro pensador en el cual el
dogma del PO haya sido puesto, en forma tan explícita, como base de un sistema
político en sus diversas aplicaciones. Y, a la inversa, no hay sistema en el
cual la negación del PO haya sido señalada como ‘el pecado original’ de enteros
sistemas doctrinales como el liberalismo y el socialismo.
En la carta en la que presenta su ‘Ensayo’ al cardenal Fornari, Donoso tiene textos muy claros al
respecto. Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien
se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una
relativa a Dios y otra relativa al hombre. La referida al hombre “niega que éste sea concebido en pecado…
Supuesta la negación del pecado (original) se niegan otras muchas verdades”
(II, 615). Se opone frontalmente al sobrenaturalismo católico, que está negado
implícita o explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del
hombre” (II, 617). “Supuesta la
inmaculada concepción del hombre y con ella la belleza integral de la
naturaleza” (II, 621) se da paso a innumerables errores: discusión
interminable, libertad de pensar, el parlamentarismo, la libertad de enseñanza,
tal como las proponen los liberales y socialistas; la inutilidad de la Iglesia
para mejorar al hombre. “De esta manera la perturbadora herejía que consiste,
por una parte en negar el PO y, por otra, en negar que el hombre esté
necesitado de dirección divina, conduce a la soberanía de la voluntad y a la
soberanía de las pasiones” (II, 624).
La guerra divina. El
marqués de Valdegamas habla del 2misterio de la guerra” en términos menos duros
y menos truculentos que su pariente espiritual J. de Maistre. Pero también para
Donoso “la guerra… es hechura de Dios, es un hecho divino. Sí, la guerra es un
hecho divino” (I, 71). Esta calificación de la guerra como divina está en
relación con el omnipresente PO. La guerra es un gran instrumento elegido por
Dios para castigar al género humano universalmente pecador, por el pecado del
primer hombre.
La pena de muerte. Es
justificada por Donoso con una argumentación basada en ‘el mito y teología de la pena’, por la ley de la reversibilidad,
de la sustitución penal. En última instancia por la existencia del PO. La
necesidad y urgencia de la pena de muerte responde a “una creencia universal
del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada” (II, 522)
Y en la convicción de que el inocente expía por los culpables. Argumentos
peligrosamente ‘devotos’, inaceptables para el católico del siglo XXI.
El dogma del PO y los sacrificios humanos. De
nuevo encontramos resonancias del pensamiento del conde J. de Maistre y de la
teoría del PO: estos sacrificios encuentran justificación en el dogma de
solidaridad de todos en el pecado de Adán. “Los
sacrificios antiguos, aunque imperfectos e ineficaces, contenían en sí
virtualmente el dogma del PO, el de su transmisión, el de la solidaridad y el
de la reversibilidad y el de la sustitución” (II, 521).
El error fundamental de la teoría de la perfectibilidad
(humana) y del progreso (II, 152-157). Su obra ‘Bosquejos históricos’ es una especie de ensayo que anticipa el ‘Ensayo’. Donoso dedica varias páginas a
atacar a la idea de la posibilidad del progreso indefinido de la humanidad,
propuesta por liberales y socialistas. Estos “aseguran que el hombre fue creado
por Dios, lo fue de mala manera, torpe y flaco” (II, 150). “Según la ley que
llaman del progreso, los hombres han comenzado por vivir una vida áspera y
salvaje, que se ha ido perfeccionando hasta el estado actual. El cual irá
pulimentándose y perfeccionándose hasta realizar, en este bajo suelo, el bello
ideal de una perfección absoluta” (II, 149). Donoso califica esta teoría como
“demencia mono maníaca, auténtica locura”. “No sé si mis lectores habrán
observado que todos los locos son racionalistas” (II, 153).
La teoría racionalista (liberal, socialista) de la
ilimitada perfectibilidad y progreso ilimitado, queda rechazada por Donoso
desde sus primeros presupuestos: la familia y el lenguaje, porque ambos “fueron
resultado de una creación simultánea” (II, 149). Son de directa e inmediata
institución divina. Dios no creó al hombre como simple ‘individuo’, sino en
familia, a imagen de la familia divina (II, 360-362).
El lenguaje. Sobre
este otro fundamento del progreso, también dice Donoso que el hombre aprendió
directamente de Dios el lenguaje (II, 147). Es absurdo pensar que el hombre
inventase por sí mismo el lenguaje (II, 145).
Además de la incapacidad para el progreso creada en el
hombre por el PO, Donoso encuentra otra razón más radical en una que
llamaríamos ‘metafísica del conocimiento’, de la inteligencia humana. Para la
razón humana “no hay ninguna verdad que no sea una revelación actual, o que no
descienda directamente de una revelación primitiva” (II, 129). Donoso se
encuentra aquí en plena concordancia con el ‘tradicionalismo’
filosófico decimonónico, duro enemigo del progreso moderno.
“Cilindro” católico frente a la “discusión” racionalista. Donoso tiene frases muy duras contra la ‘discusión’ y
su función político-social, tal como la proponen los racionalistas (liberales y
socialistas). Dicen estos que la libre discusión parlamentaria, en la prensa,
en la tribuna, es el camino para llegar al consenso doctrinal y práctico. Pero
Donoso rechaza estas teorías. Y, como de costumbre, busca una solución
teológica al problema: que el hombre es un ser caído y enfermo (II, 366). Asoma
aquí el omnipresente dogma del PO, insustituible a la hora de resolver los más
variados problemas humanos, tanto los más cotidianos, como los más
trascendentes. Por efecto del PO, la mente humana está congénitamente debilitada
para llegar a saber nada con certeza.
Frente a la “absurda discusión” como procedimiento para
llegar a la verdad en temas político-sociales, Donoso propone el “cilindro
católico”: “El catolicismo es a manera de aquellos cilindros por donde no pasa
una parte sin pasar el todo” (II, 514). Luego se demora Donoso en alabar la
intransigencia, el dogmatismo, la seguridad e infalibilidad doctrinal de la
Iglesia católica. Un largo capítulo del ‘Ensayo’
lo dedica a hablar de las ventajas de la sociedad “bajo el imperio de la
Iglesia católica” (II, 362-377) y de su enseñanza infalible.
Tema de importancia primera en la teología política, en la
valoración del progreso humano y de la cultura, es la oposición mantenida por
Donoso entre la civilización católica y la civilización filosófica: “La
civilización católica parte del hecho de que la naturaleza del hombre es una
naturaleza enferma y caída. La civilización filosófica enseña que la naturaleza
del hombre está entera y sana” (II, 207).
En el capítulo siguiente hablaremos del ‘PO en el centro de
la cultura’. Donoso Cortés se nos ha adelantado. Él ha expresado con
gran claridad y reiteración la decisiva presencia e influencia que la doctrina
del PO (o su ausencia) puede tener en la creación de valores culturales. Sobre
su convicción religiosa del hombre como ser degradado, viciado a fondo por el
PO, eleva Donoso su visión del catolicismo y de su función en la historia de la
cultura. Con rasgos sospechosos de integrismo y fundamentalismo. Según Donoso,
sin el catolicismo, sin la Iglesia católica, el ‘hombre caído’ no puede
comenzar, ni continuar ni concluir nada conducente al auténtico progreso de la
especie humana. El progreso sólo se logra “bajo el imperio de la teología
católica… de la Iglesia católica” (II, 363-374) según proclama insistentemente
Donoso.
Me he demorado en exponer el pensamiento político, la
visión del hombre, de la historia, del progreso, en J. de Maistre y en Donoso
Cortés. La presencia en ellos del dogma del PO es del todo destacada. Enumero
simplemente los motivos para esta demora: no se trata de representantes de la
teología académica, neoescolástica decadente del siglo XIX. Son dos teólogos e
intelectuales seglares, laicos (‘Padres seglares de la Iglesia del siglo XIX’,
como se dice) y, por ello, más próximos tanto as la cultura secular, como a la
mentalidad y convicción de las grandes masas católicas de su época. Se les
cuenta entre los más destacados defensores, apologistas, del catolicismo en
aquellos recios tiempos. Defienden el catolicismo frente a los errores de la
Ilustración y de la Revolución (liberalismo, socialismo). Pero, según dice
Cassirer, el enemigo primero de la Ilustración y de la Revolución era la
doctrina del PO. Nada sorprendente, por tanto, que los combatientes contra la
Ilustración y la Revolución acudiesen a su dogma del PO para pertrecharse de
armas defensivas y ofensivas. La Ilustración y la Revolución son movimientos
políticos, sociales, culturales en el mundo de lo secular. Pero, tienen un
trasfondo teológico, como señalaba Donoso. Por eso él y J. de Maistre hicieron
del dogma del PO el centro de un sistema político, de una sociología. El PO
sería el motivo principal del imposible progreso de la humanidad caída, sin la
ayuda de la Revelación cristiana.
El lector puede juzgar de la viabilidad y de las
posibilidades de éxito que podría tener esta oscura tarea emprendida por estos
preclaros representantes de la cultura católica del siglo XIX.
Donoso Cortés mantuvo notable influencia en el
tradicionalismo y conservadurismo político, cultural y religioso español casi
hasta nuestros días. Merecía la pena dedicarle alguna especial atención.